Irvine Welsh: Crimen

En esta historia de un policía escocés que se enfrenta a su pasado y a sus miedos en tierras estadounidenses podemos encontrar un buen ejemplo de lo que la novela negra puede ofrecer en este momento de profusión de títulos y visitas esporádicas de autores de renombre al subgénero. Crimen muestra una doble vertiente que sirve para analizar por dónde discurre la novela negra aquí y ahora, dónde se hallan sus mayores logros y también sus más evidentes y subsanables errores. Entre los primeros cabe citar la atención y el acercamiento a un tema que preocupa a cualquiera que hoy tenga sensibilidad social y no se haya recluido en un corto mundo de egoísmo y cabeza bajo el ala: los abusos sexuales a menores. Que no son pocos y que sí se han combatido poco, muy poco. Ya he dicho en alguna ocasión que es una de las mayores lacras de nuestro tiempo. Y que todo empeño en erradicarlos siempre ha de ser bien recibido. Sumar ayuda. De los libros que, dentro de la novela negra, he leído puedo afirmar que este es el que mejor ha dado voz a las víctimas sin cosificarlas ni reducirlas a una simple estampa, un arquetipo. La niña a la que Welsh le permite hablar, expresarse, que sufre ante nuestros ojos de lectores dolidos no tiene una sola dimensión, dice cosas verdaderamente emotivas y es un personaje, de los pies a la cabeza, no un bosquejo ni una idea hecha palabras, personaje con un solo fin y una sola estrategia creativa. Welsh crea al personaje y lo rodea de detalles, de expresiones, de comportamientos que lo hacen parecer vivo y creíble. No lo toméis por algo menor, amigos. En demasiados guiones de películas recientes, en demasiadas novelas actuales se sirven los escritores de personajes como este para arrancar lágrimas, meditaciones apresuradas que no calarán, entretenimiento pero no meditación acorde con lo delicado del asunto, que si se ve de manera superficial se convierte tan solo en mera excusa, en viento que caldea o hiela e inmediatamente desaparece sin dejar rastro. Como digo, es lo más destacable de esta novela entretenida y de planteamientos compartibles, sin ninguna duda novela negra, aunque no se la venda como tal y aunque aparezca en Anagrama. Porque el recorrido de la trama es innegablemente el de una investigación, el de una venganza, el de un ajuste de cuentas con lo exterior y lo interior. Y aquí arranca el problema. 
La parte menos acertada de la novela debe sus carencias a la ineficacia de algunas escenas flojas que parecen sacadas de un producto que en cine llamaríamos B: la aparición del malo anunciándose a sí mismo pistola en mano mientras conversan sin advertir su presencia los buenos; la floja caracterización de los personajes secundarios malos, que son vistos de una simple ojeada, tachados de perjudiciales e incluso descritos en algún caso con rasgos repulsivos, recursos facilones y que son propios de la literatura también de clase B; el empeño del héroe -no completamente bueno ni sano, pero héroe al fn y al cabo-, que a todas partes llega, que a todos vence, capaz de toda la violencia y la rabia necesarias, catalizador al fin -como en tantas películas, series y novelas de acción - de nuestro malestar como espectadores, de nuestro deseo de reparación y justicia, pero únicamente en una historia concreta y sin llevarnos a la raíz social del asunto, donde están lo que se enquista, lo que verdaderamente habría que arrancar para que no hubiera más abusos ni más dolor callado: se contenta Welsh con mostrarnos a su héroe dando cabezazos, puñetazos, humillando a los pederastas y esquiva el análisis que, partiendo del buen camino iniciado con la plasmación de un personaje tan creíble como la niña, podría habernos llevado a una meditación profunda, sanadora del problema. Se queda, por contra, como la mayoría de las novelas negras que hoy se publican, en un aparato de corto alcance y de emociones primarias y falsa sensación reparadora que es solo un lenitivo. Céntrense pues los lectores en los diálogos entre el policía y la niña, préstenles a ellos la mayor atención. Hay ahí verdades enormes y literatura de la buena.

Novedades de Ilarión, Flamma, El Nadir y Roca

De vez en cuando, alguna editorial me escribe y me propone mandarme libros para que los lea y los comente en el blog. Suelo negarme ( hace poco la negativa fue para una editorial de las más grandes y conocidas). No me gusta leer por obligación. Hace mucho años ejercí de crítico en una revista, Foco Sur, dirigida por Diego García Campos. Lo dejé porque no me agrada estar atado a las novedades. Sin embargo, entre los libros que he recibido últimamente, hay algunos que creo que pueden interesaros.

Ilarión acaba de editar El país de los ciegos, novela finalista del Premio Lengua de Trapo y que firma un autor muy joven, nacido en 1981: Claudio Cerdán. Este escritor viene avalado por Carlos Salem, novelista y experto en el género negro. 

Flamma Editorial apuesta por un consagrado absoluto, una de las voces clave de la novela negra española. Viejos amores es un paso adelante en la trayectoria incomparable del más reconocido autor negro vivo: Juan Madrid.






El Nadir apuesta por la diversidad y por la calidad en libros como La sexagenaria y el joven, de la poeta rumana Nora Iuga, El mejor amigo del hombre, libro de relatos de Carmen Botello, y Crimen en Colonaki, del griego Yannis Maris, su primera novela y donde presenta al personaje del comisario Becas.










Roca Editorial lanza la primera entrega de una serie protagonizada por un inspector de policía barcelonés que cuenta con aptitudes inesperadas en una obra firmada por Julián Sánchez y que lleva por título La voz de los muertos.

15-M: una rectificación a favor de los que impiden desahucios

Qué bonito es rectificar, me dice Luis Castillo: Hubo un comentario en la entrada en la que escribiste sobre el 15-M que me ha hecho pensar. Me acusan de ser como el perro del hortelano, y quizá con mucha razón.  Dije cosas que ya no mantengo con el mismo énfasis, Paco. Este buen hombre me ha hecho pensar de manera más matizada. Sigo siendo un utópico, y por eso pierdo de vista la realidad más inmediata a veces. Miro el presente. Estoy con los del 15-M después de ver cómo han parado la expulsión de sus hogares de varias personas que no han podido pagar algunos plazos de la hipoteca. Es algo concreto y cercano. Me ha hecho reflexionar también, y mucho, un artículo de Antonio Orejudo, un escritor al que habrá que leer, Paco, en el que habla de ejecuciones y desahucios hoy en el periódico Público. Rectifico. Sigo pensando en la utopía, creo que hay que derribar muchas cosas, pero hoy quiero poner mi corazón al lado del sufrimiento y de la concienciación activa y palpable de esas gentes que han salido a la calle y consiguen que algunas lágrimas de desahuciados hayan sido aplazadas. No es poco, no es poco, y puede ser un primer paso muy importante. Bravo por ellos.

Foto: Juan Navarro (Público)

15-M y los antisistema

Me dice mi amigo Luis Castillo que a los de izquierdas se les ve muy contentos con esto de las acampadas y la resistencia pasiva y las manifestaciones de protesta. Que los del 15-M tienen muy contentos a algunos viejos luchadores y a los jóvenes descontentos y poco alterados a los de derechas, curiosamente. Lo dice de una manera en la que percibo ironía y desdén. Claro, me dice Luis, porque esto es muy descafeinado, hombre, porque este movimiento no cuenta con mis simpatías porque no va a ser más que agua de borrajas, Paco. Le contesto que me parece muy dura su mirada hacia una juventud con unas reclamaciones justas y muy democráticas. Quieren verdadera democracia, Luis.  Se ríe Castillo: Para que haya verdadera democracia hay que empezar otra vez, desde cero. Y estos chicos lo que pretenden es solucionar cuatro cosas, quieren arreglar el edificio y no ven que el edificio tiene los cimientos podridos. Tú todo lo ves podrido, Luis, cada día eres muy cáustico, replico. Sonríe y me dice: Y tú cada vez más inocente. ¿O no te das cuenta de que son conformistas con el sistema? No quieren cambiar nada, Paco, sólo pretenden que se hagan cuatro arreglos y seguir tirando, no ven ni quieren ver la enfermedad y se conforman con paliar los síntomas. Quieren dinero y paz y hogar. Quieren lo que casi todo el mundo. Pero no apuestan por nada nuevo, no apuestan por cambios de verdad, tan sólo exigen que lo escrito funcione, que lo dicho se cumpla. No, no me interesa el 15-M, Paco, porque yo no creo en este sistema y pido que los bancos paguen por sus pecados, que los políticos paguen por sus pecados, que el hombre sea de verdad persona. Nunca se ha llevado adelante el lema de la revolución francesa, todos quieren libertad e igualdad pero nadie se parte el pecho reclamando fraternidad. Habría que empezar por ahí, Paco. Qué pena que ya no haya ideas, sino quejas. Qué pena que ya no haya iniciativas, sino sentadas. Todo pasivo, Paco, todo pasivo. Es el signo de los tiempos. No, no me convence esto del 15-M, ese mensaje de que otro mundo fuera del capitalismo no es posible. El sistema se los tragará. Eso dice Luis Castillo, y yo me quedo mudo.

Foto: Alex Webb

La mitad de Óscar, de Manuel Martín Cuenca


Qué bien contada está la soledad en esta película. La soledad que duele, la soledad que pesa dentro, la soledad que amordaza, la soledad que mata. No hay banda sonora, porque la música callada la ponen los paisajes de Almería, sabiamente dispuestos en la escenas para que sean un personaje más, el más decisivo, el que le da sentido final a toda una historia que parte de los silencios para desembocar en un diálogo en el que se devela un secreto insalvable. El metraje es corto y hay algunos momentos en que se abusa del estatismo y los actores parecen marionetas con los hilos movidos a distancia por una mano demasiado severa. Pero sin duda se trata de una obra de alta calidad, perfecta para volver a ser vista pasados unos minutos después de la primera vez o acaso unos días, ya que con el argumento y el final conocidos se puede optar por una segunda visita que permita ahondar mejor, entender que no sobra ningún plano, ningún silencio, que la soledad perfecta de que se nos habla es humana, muy humana.    

Ana María Matute: La trampa (fragmento)

Soy un vulgar mercader. Me he autovendido, a pedacitos, poco a poco, para poder especular progresivamente con mi propia verdad. Empecé a comprarme pedacitos de mi propia verdad el día en que me dije: No puedo hacer esto, o aquello; hay un gran impedimento en mi vida, la gran responsabilidad que ello representa... Continué comprándome parcelas de autoverdad cuando se me reveló la fuerza de algunos muchachos que no han aprendido a especular, ni quieren engranarse en el sistema de autoconsumición que me atrapó a mí. Seguí vendiéndome mi propia verdad aun entre esos muchachos que no precisan, para rebelarse, ni el odio, ni la estolidez, ni el hambre. Pero son muchachos jóvenes, y yo he perdido al muchacho que fui. O, acaso, no lo tuve nunca, no lo fui nunca. Es una extraña sensación esta, como si me contemplase desde un ángulo, ajena y claramente; joven, como ellos, grotesco remedo de Gore Gorinskoe (portando a hombros una anciana que le golpea los ijares con los talones, que le azota, y le obliga a caminar entre frases amorosas: hijito querido, camina, camina, lindo muchachito...). Es como si, de pronto, les viese a ellos, delante de mí, doblando la esquina, perdiéndose. Y me he visto correr tras de ellos, con la anciana a cuestas, sintiendo sus golpes y sus dulces nombres: y les he gritado a esos muchachos que me esperen, que esperen, que no les quiero perder. Pobre y humillante verdad, muchacho envejecido, profesor de vacaciones para chicos que perdían el curso; oscuro corrector de páginas que hablan del petróleo, del porvenir del aluminio, de muchachas que besan a hombres maduros en el último capítulo, de traducciones infamantemente proferidas: irreconocibles idiomas en lucha despiadada contra el sucio, desgraciado y mísero hombre que arrastra un cadáver de anciana; heredero de un solo bien: la venganza. Pero he seguido, sigo, aún estoy en el límite mismo en que parece suspendida la desenfrenada carrera. Estoy aún comprándome, y vendiéndome. Cada vez me vendí más caro, cada vez me compré a mejor precio. He hecho conmigo espléndidos negocios. Mi verdad en venta ha sido bien autocotizada. Recuerdo que una vez, siendo niño, conocí a un hombre que contaba mentiras, y se las creía. Si no las hubiera creído, lo hubiese tenido por gracioso, o embustero. Pero, como las creía, sólo parecía un desdichado loco.


Lectura: Aquí, 15M

Ana María Matute: La trampa

De qué manera tan extraordinaria da voz Ana María Matute a sus criaturas dolientes, a sus personajes apesadumbrados en esta gran novela. No hay exhibición ni ganas de demostrar que es una gran escritora, una poderosa escritora que acierta a expresar dolores ajenos, miedos ajenos, tristezas ajenas. Y tampoco se metamorfosea la autora en sus criaturas, tampoco los hace hablar mediante una confesión parcelada en la que caben tan solo sus obsesiones y su renuncia a entender el mundo, a verlo como algo maravilloso pero inasible. No: Ana María Matute, nuestra mejor escritora viva, merecedora del Nobel -Camilo José Cela dixit- y de un reconocimiento que ha tenido un pálido reflejo con la concesión del Premio Cervantes, entiende a sus personajes, conversa con sus personajes, y eso es lo más difícil que cabe hacer ante la obra literaria: todo escritor sabe que lo más fácil es narrar desde la distancia, desde arriba, desde un punto en que los personajes al final sólo son pequeños objetos que se llevan de un lado a otro para que la estructura de la historia, la estructura del libro encaje y procure después estima y valía. Matute dialoga con su personajes, crea personajes que están vivos para ella y para el lector, que no cumplen con un plan prefijado e inexorable que los reduce a la estatura de pequeñas criaturas de papel y tinta. Y en nuestra literatura, y en cualquier literatura, eso lo han conseguido muy pocos.
Y qué prosa, amigos. Y cómo se alegra el lenguaje al estar en manos de tan magnífica creadora: los adjetivos lucen con vida propia junto a sustantivos que no conocían, con los que no habían coincidido antes. El ritmo es dúctil a la frase corta y definitiva y a la frase larga, con algún meandro inexcusable, y nunca se fuerza a las palabras a decir demasiado, nunca se las encapsula en oscuros significados, nunca se alargan las frases para poder decir después: aquí hay un estilo, una voluntad de estilo. Porque la novela está escrita en estado de gracia, es única e irrepetible incluso en la obra de un mismo autor; es lo que en el cine se llama obra maestra sin deseo de excluir, de elevar bajando a otros, sin ganas de que ondee como un estandarte. Aunque, la verdad, no acabo de entender cómo no se le ha prestado la debida atención a este texto tan extraordinario, cómo se ha olvidado que es una de las mejores novelas del siglo XX escritas en nuestro país. Quizás porque a algunos les queda algo lejos, porque Ana María Matute siempre ha sido modesta (y mujer), porque apareció en una época confusa, porque se mira con poca concentración hacia atrás, el caso es que no ha encontrado el eco que creo que merece una novela tan defendible, tan exportable, que nada tiene que envidiar a las del boom y Vargas Llosa, pongamos por caso, ni a las de Benet ni a las de nadie de la actualidad. Asumida a la perfección la raíz faulkneriana, dotada de valores absolutamente propios y de una cantidad grandísima de frases y páginas memorables -sólo recuerdo otra novela (Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos) en la que haya tanto para subrayar, para releer, para el alto glorioso de sorpresa y confirmación-, con unas meditaciones hábilmente intercaladas y sumamente útiles también hoy, recuento de un tiempo y un país y una situación pero también -uno de los grandes logros de la obra matutiana- con validez universal y sin fecha de caducidad a la vista, "La trampa" es una de las manifestaciones mayores e imborrables que el género ha dado en nuestra lengua.


(Con un recuerdo agradecido para Edenia Guillermo y Juana Amelia Hernández, autoras del libro La novelística española de los 60, que ojalá se reedite algún día)