John Le Carré: Nuestro juego (1). Espías jubilados




Un profesor de universidad -Larry Pettifer- y antiguo espía ha desaparecido. La policía anda tras su pista. Dos agentes van a hablar con uno de los amigos del profesor, Timothy Cranmer, que miente en cuanto les dice, ya que también fue espía. Es este personaje el que narra la historia. Y, con el talento habitual en la novelas de Le Carré, gran escritor más allá de cualquier tipo de clasificación, mientras le interrogan, recuerda Cranmer algunos momentos vividos con Pettifer, uno sobre todo de los que no abundan en las novelas de espías. Porque la imagen del espía es casi siempre -deuda televisiva- la del tipo rápido, sagaz y oscuro. Nunca nos lo imaginamos viejo. Como tampoco se lo imagina el propio servicio secreto. A Cranmer le comunicaron que debía informar a Pettifer de que lo retiraban y lo colocaban en una universidad. Y Cranmer tuvo que cumplir con su obligación. Pettifer quiso oponerse: "No quiero un refugio seguro. Nunca lo he querido. Al diablo con los refugios seguros. Lo mismo que con las estasis, los profesores, las pensiones indicadas y con salir a lavar el coche los domingos. Y también al diablo contigo." Pero las órdenes son las órdenes. Y Cranmer las transmite sin dejar lugar a más objeciones, aunque en verdad no demuestra lo que piensa: "Sin embargo, tengo un nudo en la garganta, no puedo negarlo. Apoyaría una mano en su hombro, tembloroso y caliente a causa del sudor, pero el contacto físico no es natural entre nosotros." Tantos años trabajando juntos, tanto fingimiento que marca la vida. La vida que te abandona y te jubila y te aleja de tu vida elegida y te deja a merced de una universidad, de unos alumnos, de un refugio seguro nunca pedido y que sólo puede ser semejante a una tumba. Así se siente este espía jubilado.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero (y 4). Crítica

Es una lástima. Se trata de una novela valiosa, bien escrita en su mayor parte, con un personaje principal bastante creíble, unos secundarios que vigorizan la historia y un trasfondo que no es sólo paisaje de fondo: la Barcelona de los días anteriores a la entrada de los franquistas victoriosos durante la guerra civil española. No es una novela histórica, no se usan las fechas para darle una pátina de interés que a la postre resulte banal o forzado o simplemente anecdótico u oportunista. Nada de eso: la historia tiene interés porque se desarrolla en una época difícil, en que imperan el hambre, el desconcierto, el dolor, el miedo, la repugnancia a lo que vendrá. Los derrotados tienen voz en esta novela y su voz interesa. Jordi Sierra i Fabra posee el talento, el pulso, el valor, la sinceridad necesarios para construir un libro que casi hasta el final triunfa y se percibe pleno, cuajado, y va dejando un sabor a gran novela, hasta que llegamos a la resolución de la trama, al lado de atrás, a lo oculto, a lo que no hemos visto pero ha dado origen a la novela, y entonces todo se viene incomprensiblemente abajo, como un castillo de naipes: una adolescente toma la palabra y filosofa, encadena frases cultas y de una profundidad que jamás un personaje como ese -a no ser que se nos explique cómo puede haber llegado en medio de la miseria a poseer una capacidad, una aptitud de narrador tan avezado y tan preparado- podría elaborar, decir en un diálogo en el que no debería salirle apenas la voz, pues acaba de escapar de una muerte segura y el miedo tendría que trabarle la lengua, no dotársela de una sapiencia absolutamente irreal. Todo se tuerce a partir de este instante: la resolución del caso es tópica y facilona, con unos malos malísimos y unos buenos honrados y nobles, estos muy de izquierdas y aquellos muy de derechas: campea a sus anchas una ingenuidad inesperada en el buen hacer de un veterano escritor como Sierra i Fabra, el ajuste de cuentas es torpe e intrascendente, está lleno de costurones y de una frontalidad fatal e inocua. Sierra i Fabra acaba de prisa su novela, tira por la borda los logros mencionados en las tres anteriores entradas aparecidas en este blog y le habla a un público que busca sentencias, que busca oír lo que ya sabe, que sólo quiere que le reafirmen en sus ideas. Ya digo: una torpeza grande, demasiado grande, que tira gran parte de los méritos del libro por la borda. Pues si bien el que esto suscribe piensa en muchos aspectos como Sierra i Fabra, si bien deplora la cara que sigue presentándose de nuestra guerra civil y la consiguiente posguerra, aún pacata, cuando no manipulada, recortada por la voz de los vencedores, también cree que una novela precisa de mucho más que de malos y buenos para hacer pensar, para hacer recapacitar, pues no basta con mostrar de manera simplista -es el mayor error de tantas novelas negras que acaban siendo fallidas-, con señalar y con gritar de dolor y de pena. Las novelas negras que nos hacen cuestionarnos el mundo no lo ven todo en puro blanco y en crudo negro. Ha pasado el tiempo de novelas de este tipo. Si los malos son señalados como malos pero no se les ve desde dentro; si no se ven sus almas, sus contradicciones, sus ruindades y también sus momentos de ternura, de amistad y de amor, de los que son muy capaces, -¿quién es enteramente un ser despreciable, abominable, quién sobrevive sin acariciar nunca, sin amar jamás?-, pues muchas veces una mano calla lo que la otra hace, nos quedaremos en los estereotipos, los disparos de sal, y no sabremos más del ser humano. Seremos como esos políticos que se señalan unos a otros y se dicen Y tú más, Y tú peor. Con eso ya no basta.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero (3). Asalto del almacén lleno de comida

Son las mejores páginas de este libro. El inspector camina por las calles de una desolada, famélica ciudad que ya no puede más y decide arriesgar la vida para escapar de la muerte por hambre. Presencia el inspector cómo una multitud de hambrientos decide asaltar un almacén donde se guardan alimentos que se le va dando en cuentagotas a la ciudadanía. Cómo el soldado que custodia el lugar se opone primero y cede después, cómo se lanza la muchedumbre al interior del almacén para coger cuanto pueda, cómo mueren en la avalancha varias personas, entre ellas un niño, cómo salen furiosas y locas y dispuestas a matar para defender lo conseguido las personas del almacén, cómo huyen ciegas: todo lo contempla estupefacto y también desfallecido de hambre el inspector.
Son las mejores páginas de esta novela que, como las más destacadas del género negro, albergan mucho más que un caso policial y unas pesquisas con un culpable al fondo en su interior. Sierra i Fabra narra con su estilo ágil, barojiano, dando muchos detalles interesantes y emocionándonos a la manera de un Blasco Ibáñez, sin omitir detalles dolorosos pero necesarios para comprender y ver claramente el tapiz plantado ante los ojos de unos lectores a los que les resulta lejana la guerra civil española pero nunca debe de resultarles lejanos el dolor, la desesperación humana, el crujido del hambre y de la injusticia. Son páginas valiosas, que confirman que el novelista fiel y riguroso siempre nos permite acercarnos mejor al pasado que el frío historiador que sólo emite datos y fechas y lugares. Son páginas valiosas que no se olvidan fácilmente.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero (2). La guerra y los muchachos

Aunque no vivió esos cuatro días de enero históricos en que Barcelona se quedó sin gobierno y a la espera de que las tropas invasoras, franquistas, se adueñaran de ella, alguien que sí los vivió ha destacado que la recreación que de aquel tiempo y aquel lugar que hace Sierra i Fabra en su novela es tan exacta como si hubiera estado allí. Lo afirma Francisco González Ledesma. Nada que discutir, pues, sobre el conseguido realismo de la novela. Que es ante todo una novela negra. Pero que no gasta todas sus fuerzas en tirar de nosotros para llevarnos por la senda desnuda de las investigaciones y los asesinatos, algo que para un escritor como el que nos ocupa sería demasiado fácil. Las caracterizaciones de los personajes no se deja de lado: cuando el inspector da con un muchacho que ha sido medio novio de la chica desaparecida, éste se halla encerrado en un cuarto para evitar que corra a alistarse y a morir en una batalla que está perdida. El diálogo que mantiene el joven con el inspector me parece magnífico, tan lleno de información efectiva y de vida que uno tiene el inmediato impulso de pararse a releer. El inspector, cansado y sabedor de que sus días están contados, apoya a la madre del muchacho y, mientras lo interroga para conseguir información sobre la muchacha desaparecida, intenta quitarle de la cabeza la idea de alistarse, pues la guerra está perdida. Este encuentro entre alguien que ya se siente vencido y alguien que quiere dar su vida si es preciso para seguir defendiendo a los suyos, la democracia, su ciudad, es obra de una mano experimentada y resulta memorable.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero




El planteamiento de la novela es magnífico: un inspector de policía de una Barcelona atemorizada por la pronta llegada de los conquistadores fascistas que conserva una pistola cargada sólo con dos balas y que no huye de la ciudad aun sabiendo que lo matarán los de Franco porque tiene a su mujer enferma, en la comisaría vacía recibe la petición de una exprostituta para que encuentre a su hija de quince años. Con el eco de los bombardeos en los oídos, con la sensación de derrota y apremio en el cuerpo, consciente de que sus días están más que contados, el inspector republicano acepta y empieza a hacer averiguaciones en un momento en que nadie está para el otro, en que la tragedia vuelve sordo e insensible a lo ajeno a todo el mundo, menos a los que ya no tienen miedo a morir ni a perder lo poco que les queda. Jordi Sierra i Fabra atrapa al lector de inmediato porque no miente con una novela falsamente histórica ni oportunista, porque cuenta involucrándose y recuperando momentos de nuestra historia reciente no como un avispado visitante de los tiempos pasados sino como un escritor preocupado, y así sentimos que la trama de la novela no es un homenaje ni un remedo y que estamos ante una novela pura, con personajes vivos y un escenario que vivirá por siempre en sus páginas.