Adrián Tarín (Coord.): Miradas libertarias

   


   Se están esbozando numerosas alternativas al decadente sistema capitalista que parten de una ciudadanía activa, que participa y se implica en la solución de los problemas comunes. Sin duda, la influencia que están teniendo en la sociedad resulta innovadora y parte de su éxito se debe a que estas prácticas hunden sus raíces en una larga tradición. Reconocer el pensamiento de Malatesta en el "No nos representan" o las prácticas zapatistas en la reivindicación de la autogestión de espacios comunes supone no partir de cero en los habituales debates en torno a temas como el liderazgo, las relaciones afectivo-sexuales, las leyes... sino aprovechar el legado anarquista para continuar defendiendo una sociedad basada en la autoorganización, la democracia directa y el apoyo mutuo. Las reflexiones desde la práctica que se recogen en este libro sin duda enriquecerán las iniciativas actuales y también la investigación en ciencias sociales, mostrando que el pensamiento libertario no solo sigue vigente, sino que es la "estimulante ideología del futuro" que reivindica Carlos Taibo en el prólogo de este libro. 



   Edita: Los libros de la Catarata











Agustín Martínez: Monteperdido

   


   La intensa y cuidadosa labor de un guionista está detrás de este libro que es el primero que publica su autor, que ha colaborado y creado historias para la televisión con éxito y buenos resultados dramáticos. Los personajes han sido ideados uno a uno, con detalles caracterizadores que los distinguen y los hacen recordables. El lugar elegido para el desarrollo de la trama cuenta con muchas y bien dosificadas descripciones que dibujan con nitidez en la mente del lector un paisaje atractivo y dinámico. Toda la labor previa del escritor Agustín Martínez brilla con sello propio, con un peso innegable, aunque esto no es más que el primer paso para montar una buena novela. 
   Y Monteperdido es una buena novela. Diría más: una notable novela. Policíaca y no negra, volcada hacia el lado de la investigación y el descubrimiento de un culpable, con pocos tintes de denuncia social, ya que se opta más bien por la indagación en un mundo cerrado, una población pequeña con visitantes turísticos y una población fija a la que observar, de la que desconfiar, a la que escrutar para saber qué la motiva, qué secretos esconde. El primero es evidente: un secuestrador. Dos niñas desaparecen y cabe pensar que el responsable es un vecino del pueblo. Pasan cinco años y una reaparece, tras un accidente mortal que le cuesta la vida al hombre que la acompañaba y que la ha rescatado de su prolongado encierro en un sitio maloliente, oculto, de tamaño inhumano. 
   Martínez podría haberse lanzado desde este punto a la búsqueda indiscriminada de lectores, podría haber corrido hacia los prados del best seller, pero declina la tácita llamada y nos ofrece una inmersión en un pueblo en el que hay buenos y malos, habitantes de buenos y malos sentimientos, investigadores de la ley buenos y malos también. Como avezado contador de historias, reparte inteligentemente los elementos sorprendentes, los giros que la investigación precisa para no ser plana ni aburrida, adereza con pinceladas psicológicas a los personajes principales y los mueve en este juego que a ratos resulta, en verdad, apasionante, pues no hay exageraciones, trampas que después parecerían engañifa, sobresaltos de telefilme ni de serie para adolescentes o adultos desvelados. Martínez se acoge a lo mejor del realismo, orilla la oquedad del costumbrismo y no ahoga en el decurso del procedural la vida de los personajes, los cambios a que han de verse sometidos cuando los acontecimientos se precipitan. Pretendiéndolo o no, crea a una policía con una personalidad sólida y creíble, una de esas subinspectoras llamadas a protagonizar más novelas porque encierran mucha vida y no resultan pedantes, refinadas ni programadas ni de una sola pieza, porque parecen humanas y con algo que despierta al lector a la compasión y a la identificación, prendas imprescidibles para que un personaje de ficción pida más páginas y más libros. Además, sumando logros, la escritura de Martínez no es funcionarial, no es impostada ni seca a la fuerza: en las comparaciones tiene uno de sus mayores logros, pues no son nada destellantes ni pretenciosas ni vanas, ni material de relleno, sino que se sustentan en un tono muy real, en una elección de sustantivos muy comunes y cercanos, como corresponde a toda la materia del propio libro, que tiene los pies muy bien situados junto a los árboles, las casas, los caminos de un lugar que cualquiera puede sentir que ha conocido mientras pasea por sus páginas. También contribuyen a sumar las breves y reveladoras interrogaciones a que se someten a sí mismos algunos personajes, dudando, interpelando de manera indirecta a quien presencia la historia. 
En conjunto, Monteperdido es la admirable novela de un narrador de raza, que ha asumido muy bien las enseñanzas de su oficio de guionista y las lecturas de escritores que cuentan muy cerca de lo palpable; de un autor muy cualificado para el manejo del personaje múltiple protagónico; y que tan solo debe cuidar para futuros empeños creativos la corrección de un abundante, incómodo leísmo que en algunos tramos -junto a las deficiencias muy habituales en nuestros contemporáneos en el uso acertado de lo que antes llamábamos el objeto indirecto- afea el buen acabado de una novela que se aúpa sin ninguna duda a ese preciado sitio en el que brillan las mejores novelas españolas policíacas de ayer, de ahora  y de siempre.   

David Peace: 1974

   


   Esta es una novela dura, negra, muy negra, con mucha violencia al final y unos crímenes horrendos, con palizas de policías innombrables, asesinatos de niñas, sangre y mucha muerte: una novela que no cuenta para entretener tan solo, que involucra, que aplasta en el sofá, que mancha los ojos. Forma parte de una tetralogía y está escrita por un autor que sintió inspiración y necesidad tras leer a James Ellroy y contagiarse de su estilo cortante, afilado, abrupto, poético con vidrios rotos dentro, alucinado con rojos y amarillos que ciegan, un estilo despojado y tan preciso como el canto de una piedra rodada. Y cuenta la historia de un periodista que va a ver cómo se hunde en una investigación mutilada, manipulada, conducida y reconducida, pesadillesca en torno a los asesinatos de unas niñas y tras la pista de un asesino huidizo, mutante. La novela se mantiene gracias a este estilo, al nervio y a la rabia, al impulso frenético del narrador, ese periodista que se lo juega todo por llegar no a saber la verdad, sino a estar ante ella, a tocarla. Y cuando se rompe el dique y la violencia se desata, nadie queda a salvo, nadie escapa a un puñetazo, a un disparo, a una patada: la tragedia griega, la tragedia shakesperiana vienen a plantarse en el centro de la historia y no hay más que aguardar a que caigan fichas y personajes, a que el dolor inunde las miradas, destroce dedos y vidas, cercene, inutilice, destruya. Esta novela es un estallido y una catarsis, eso que los amantes de la novela negra de verdad comprenden y esperan sabiendo que la literatura es en ocasiones un pozo oscuro al que no puedes hurtarle la mirada.

Santiago Roncagliolo: Abril rojo

   


   Hay en esta novela, ante todo, un personaje memorable, creado para perdurar: el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar. Tímido, casi ridículo en ocasiones al principio por culpa de su casi enfermizo apego a lo que dictan las leyes y sus procedimientos, Chacaltana evoluciona y va convirtiéndose en otro, menos inocente y nada monocorde, hasta ser un personaje de los que dejan huella. Y esto se debe no solo a que pasa a sentirse involucrado, a su asimilación de las cosas que ve, a dar el paso de ser un hombre de acción, sino a la gran pericia articulada sobre un fondo de verdad irrebatible que le ha procurado Roncagliolo: un país en el que hasta hace poco ha habido muchas muertes por los enfrentamientos de los subversivos y los militares. Ahí Chacaltana es creíble, es absolutamente creíble. Y, como digo, un personaje memorable, de los que aparecen muy de vez en cuando.
   Crímenes, dudas, víctimas quemadas y con algunos miembros brutalmente arrancados de sus cuerpos: el impacto está servido. Así como el paisaje moral, de luces y sombras que en lo exterior tiene como referente primero a una Semana Santa en la que se muere y hay sangre en las imágenes religiosas que avanzan imparables y sin recelo por las calles. Roncagliolo, como en algunos libros ideados para ser best sellers o para obtener adaptaciones televisivas o cinematográficas, ha trabajado con un material altamente visual, reconocible, muy apropiado, lo que puede hacer sentir cierto rechazo, debido a un exceso de premeditación. Pero eso sería quedarse solo en la superficie: porque el libro habla de la muerte, de los que trabajan con y para la muerte, sobre todo para la muerte. Los que ejecutan, los que dejan a padres sin hijos, a hijos sin padres, los que torturan, los que ponen bombas, los que han hecho del oficio de matar sus razón de ser y de existir: eso es lo que denuncia Roncagliolo, lo que pone sobre la mesa de debate, lo que desnuda y muestra en toda su crudeza. Matar para seguir matando, concluye, matar y descansar hasta que se planee y se ejecute la próxima muerte. Es el tema del libro: la muerte del otro, la muerte del enemigo. Y se entiende entonces plenamente el contexto, la ambientación, el exceso si se quiere, el envoltorio de thriller (más que de novela negra), pues Roncagliolo ha escrito una novela que no reniega de lo fácil pero no se conforma con lo fácil, no pretende acomodarse en lo fácil. 
   Abril rojo está muy bien escrita. Alterna la narración con ritmo con las meditaciones sobre la marcha sin titubear ni demorarse vanamente. Con un criterio muy inteligente, no carga en las descripciones un exceso de literatura que resultaría solo pompa. Se vale de símbolos sin mancillarlos ni usarlos con manos sucias. Y no es en ningún momento la novela de un autor que se ha acercado a un tema como un turista a una iglesia desconocida en un ciudad extraña. Santiago Roncagliolo, como Baroja, como Hemingway, como Juan Madrid, como Dostoievski, entiende que el acercamiento a la verdad de lo que se está contando ha de tomar un camino estrecho, difícil y exigente que desemboca en el logro de lo dicho antes que en el logro de lo contado, de lo narrado, porque una novela es, más allá de los personajes y de la historia que se cuenta, el decir de alguien que está solo y hablándoles a desconocidos que acaso escucharán reposados y se sentirán más acompañados y menos aturdidos ante la casi imposible tarea de vivir y entender. 


                                                                                        (Para mi padre, que falleció el 8-7-2015) 

Dennis Lehane: Nos quedamos sin perros

   


    Este relato tiene algo en común con una breve novela de John Steinbeck titulada De ratones y hombres: la amistad de un hombre muy cuerdo, experimentado  y dotado de buenos sentimientos con otro hombre menos cuerdo, menos experimentado y con sentimientos nobles pero herido por circunstancias ajenas a él.  Hay también una triste sensación recorriéndolo de principio a fin, bien retenida para que nunca se desborde e inunde la historia de sentimentalismo fácil y ramplón. También el final es parecido, pero Lehane añade algunos elementos propios y valiosos que hacen que cuaje una atmósfera malsana, decadente y de callada desesperación que convierten el cuento en una obra propia, personal y muy estimable, superando así lo que podría parecer a primera vista solo una sencilla variación sobre un tema ajeno. Los recuerdos de la guerra de Vietnam, las limitaciones de cierta vida pueblerina, las relaciones ocultas están presentes y muy elaboradas, dotan a los personajes de vida propia y efectiva. Y las insinuaciones, los velos medio caídos, lo mostrado como al trasluz convierten a Nos quedamos sin perros en un metafórico relato de gran solvencia y de gran categoría, la suficiente como para hablar de un gran escritor y un notable trabajo. 

   (Un apunte en cuanto a la traducción: Creo que podría haber buscado sin demasiado esfuerzo Damián Alou giros que evitaran la repetición de verbos en la misma frase sin alterar la frescura y coloquialismo de la prosa de Lehane) 

Ross Macdonald: El otro lado del dólar




   Gran novela, ya de la época más madura y más consistente de la serie dedicada al personaje Lew Archer, en la que sin duda la tragedia griega y el psicoanálisis son las piedras angulares de la historia, El otro lado del dólar es también una obra maestra del género, una de las más grandes novelas negras que se han escrito. El último diálogo podría servir de ejemplo de lo anotado más arriba. La emoción, la cultura bien asimilada, la crítica a un mundo y una sociedad desviada en sus valores y cimentada en las clases dominantes, las que poseen más dólares brillan con toda su fuerza y su máximo esplendor. Pero es que, además, a lo largo de todo el texto pueden encontrarse vibrantes ejemplos que justifican mi antigua afirmación y mi actual afirmación: Ross Macdonald es el estilista de la novela negra. Veamos algunos ejemplos: 

La llovizna flotaba en el aire como una forma visible de la depresión.
Su voz se había humanizado, como si hubiera llegado a un nivel más profundo en el conocimiento de sí mismo.
La cara de su mujer estaba inclinada sobre el vaso como una luna muerta. 
En la hojas muertas, bajo los robles, el agua susurraba y crujía, liberando olores y recuerdos. 
Seguí a lo largo de la calle, mirando las ventanas de las casas de empeño, con su botín de vidas arruinadas. 
Un sinsonte ensayó algunas notas vibrantes, como un corazoncito hecho de sonidos tratando de latir, y luego se calló.
en la carretera, en ese mundo anónimo de luces rápidas y oscuridad. 

Son ejemplos escogidos y no aislados que ilustran la perfección de este texto sugerente, sabio y sensitivo que Macdonald pone al servicio de la narración de un investigador que no es uno más, sino el más convinvente, el más creíble, el más real que ha dado la literatura negra. 
El otro lado del dólar no es quizá tan perfecta y completa como El largo adiós, de Raymond Chandler, la gran referencia de la novela negra, pero tiene muchas cualidades que la hacen estar en lo más alto del olimpo negro: la trama es compleja, pero con mucho sentido, cada personaje tiene un papel y un espacio perfectamente medido, tanto en sus intervenciones en el pasado como en el presente de la historia que se nos cuenta; el humanismo del narrador, Lew Archer, no es forzado nunca, así como tampoco su deseo de verdad, de saber para quedarse tranquilo, pues por algo no se siente prisionero del dinero y sí deudor de lo auténtico y lo sincero; las queridas historias familiares a las que tanta atención prestó Macdonald sirven aquí para hablarnos de la identidad, del miedo a estar solo y del ansia de estar solo, de la jerarquía y de la imposición que el dinero efectúa entre los que que viven juntos; la crítica a una sociedad pocas veces ha encontrado tan buen equilibrio y tanto tino, por boca de uno de abajo que trabaja para los de arriba, y pocas veces tanta ecuanimidad.
    La novela negra parte de materiales casi de derribo, del melodrama, de la serie b, pero solo en manos de grandes autores levantó el vuelo y entró en las universidades y forjó nuevos mitos y nuevos hitos. Ross Macdonald, como antes Hammett y Chandler, elevó a lo más alto de la literatura -sin etiquetas- los sueños y las frustraciones de una parte de la sociedad en que vivieron, y aunque nadie osaría jamás ponerlos a la altura de Scott Fitzgerald, Hemingway, Steinbeck o Dos Passos, no os quepa duda de que no les andan muy a la zaga. Son siete autores sin los que no se entendería el siglo XX en literatura, con su violencia y su afán por la posesión y sus profundos conflictos familiares y su cambios vertiginosos y no tan fáciles de asimilar. Hicieron la crónica mediante el uso de la palabra escrita y la imaginación honrada. Serán siempre, para cualquiera, una valiosísma fuente de información para saber qué latía dentro de los pechos y las mentes de los que vivieron en aquel siglo, y un ejemplo a seguir para los escritores que están y que vendrán.