Hay veces en que uno lee a Ross Macdonald y tiene la sensación de estar ante una obra de Tennessee Williams, tan bien perfilados están los personajes, tan latentes están los dramas familiares sólo medio ocultos, tan vivos parecen los caracteres y los personajes. Macdonald dominaba las historias familiares y los encuentros y desencuentros de sus integrantes como pocos y, partiendo del mito, de la tragedia griega, los llevaba al territorio de la novela negra, con un detective que actúa de detonante para que las bombas estallen: la muerte, los odios profundos e inconfesos, las envidias, los deseos y los disimulos que esconden lo más grave y más enterrado en el pasado. Lew Archer, ese detective, aparece y actúa y ve cómo se rompen en pedazos esas familias, cómo los secretos salen a la luz para herir o matar y toma nota y nos cuenta las historias porque sabe que asiste al desmoronamiento de un mundo que se finge perfecto, evolucionado, controlado y capaz pero en verdad está corroído por las pasiones humanas más comunes, que jamás faltan a la cita, jamás se desvanecen ni se desvanecerán por mucho que el ser humano logre avances científicos. Ross Macdonald escribe para llegar al fondo de las tragedias, de las confusiones, de los recuerdos reprimidos y de los dolores que nunca desaparecen del todo. Y Lew Archer, con su mirada lírica, creativa y profundamente humana, hace la crónica de un tiempo y un lugar con la justa emoción y la exacta verdad exigibles. Sigo pensando que las novelas de Ross Macdonald forman parte de la mejor literatura del siglo XX.