No pueden leerse las novelas de Giorgio Scerbanenco protagonizadas por Duca Lamberti sin sentir emoción, porque fueron concebidas por un moralista que no renunció a creer en los personajes ni en las personas. Detestaba el autor profundamente al delincuente zafio, vulgar, traidor a todo, pero era capaz de sentir compasión por el asesino que va de frente, que cumple un cometido atendiendo a los dictados de su razón, a una idea pura. De estas premisas nace Traidores a todos, una excelente novela negra que ningún lector al que le interese el género puede ni debe saltarse ni orillar. Y es que, después de lo dicho por los maestros Chandler, Hammett y Macdonald, poco espacio quedaba para contar casos criminales con nuevas formas y con otras palabras. Sólo unos pocos -muy pocos, poquísimos- han logrado salirse de los caminos trillados y ofrecer algo nuevo, algo personal. Uno de los pocos fue Scerbanenco, mal entendido por el uso a veces tremendo de la violencia en algunas de sus páginas, por la apariencia sórdida de sus historias, por los pasajes desagradables y por la dureza de su pensamiento -o el de Duca Lamberti-. Incluso se le ha tachado de conservador, y no veo yo en sus historias detalles completos que corroboren afirmaciones parciales. Hay elementos que han envejecido mal, hay riesgos que no se han solventado con todo el acierto esperable, pero no podemos olvidarnos de que estamos ante un autor que -como tan bien define el escritor José Abad, traductor además de uno de sus libros, Matar por amor -se entrega a la rabia y a la visceralidad porque es un escritor impulsivo, apasionado. Pero nunca injusto, arbitrario, nunca falto de explicación. Esto lo convierte en un autor esencial, imprescindible, con libros de lectura adictiva y potenciadora: un autor que anima a leer, a seguir leyendo, a seguir creyendo en el valor de la escritura literaria. No, nunca lo consideraremos a la altura de un Chandler, pero no lo necesita Scerbanenco: es uno de esos que estando en la segunda fila tienen más que decir que algunos -muchos- grandes maestros que no incentivan, no crean más lectores. Y no hablo sólo de los cultivadores de la novela negra.
En Traidores a todos está lo mejor de Scerbanenco: el deseo de contar una historia mediante la elegía, la pura ambición de contarlo todo pero con pausa, aunque también con furia: el narrador, de tercera persona, utiliza a menudo el estilo indirecto libre y nos obliga a oír directamente a Duca, lo que piensa y le molesta, lo que lo reconcome y lo enfada, lo que lo corroe mientras trata con delincuentes que no dudan en matar cruelmente solo por dinero y poder. Duca maltrata a algún detenido, desea aplastar a otro, retorcerle el cuello a alguno más. Su ira nos llega intacta, plena, porque el narrador no censura, porque el narrador está muy cerca de él: en ocasiones ya no se sabe quién habla, y es posible que esto lleve a creer que Scerbanenco es Duca Lamberti, y se confunde al mensajero con el mensaje, argucia de viejo escritor en lo mejor de su carrera y en la mejor verdad de su carrera. Así lo prueba el primer final y, sobre todo, el segundo final de esta memorable novela, que encierra dos historias de poder y corrupción, de infamia y castigo, de muerte y traición y venganza impostergable. El lector de mirada limpia sentirá emoción, como decía al principio, y comprenderá y juzgará más tarde. Son los sucesos pero es la voz, nos dice Scerbanenco, son los sucesos pero es la emoción y la moral amplia y desgarrada, desgarradora: porque detrás de todas las palabras hay algo que nos iguala, nos arrastra hacia lo auténtico y lo esencial, lo que es de todos y a nadie ni nada traiciona.