Los atrevidos: el narrador

  


   Hace algún tiempo escribí esta novela que, al no estar publicada en papel ni aparecer recomendada en medios, pasó completamente desapercibida. Sin embargo, creo que merece la pena su lectura y por eso voy a dedicarle varias entradas en este blog. 
   El narrador es Luis Castillo, el mismo personaje de Última noche en Granada. Intenté varias veces desprenderme de esta voz y de este tipo, pero no lo conseguí. Me costó acabar de escribir la novela porque no tenía ninguna intención de hacer una serie, algo muy común en la novela negra. Como podéis suponer, el nombre es un claro homenaje al personaje de Ross Macdonald, el lírico y agudo observador Lew Archer, la mejor creación -estimo- del género. Pese a esto, dedicarme a seguir los pasos de alguien que tiene una vida muy marcada, unas costumbres muy establecidas y unos vicios infaltables no me atraía, porque no me gustan las repeticiones en la vida ni en las novelas y porque no quería encadenarme a un personaje, a una sola manera de mirar, de decir, de sentir. Sin embargo, supongo que debido a mis limitaciones, mi mundo algo reducido -eso que llaman obsesiones- y mi conocimiento exacto tan solo de unas pocas cosas me hizo volver sobre mis propios pasos -o los de Luis- y continuar su historia, que al parecer no terminó en la primera novela, toda vez que se me impuso la necesidad de escribir una segunda. 
    En Los atrevidos, Luis es el mismo y es otro. Algo bueno, para no cansarme ni cansar al que ha tenido la voluntad de leer la novela. La historia se lo exigió. En Ultima noche era el sujeto paciente, el sufridor, mientras que en Los atrevidos es un observador, muy en la línea de Archer, que se ve involucrado y participa sin ser nunca el protagonista de la trama, sin tener nunca el foco de lo contado puesto sobre él. Así, es su voz la que nos hace llegar la historia triste de una mujer triste que fue violada por su tío cuando tenía diez años. Es su voz la que se esfuerza por recordar y decir cambiando el tono lo que esa mujer sufrió y aún sigue sufriendo. Es su voz la que procura contar y no exagerar, no mentir, a la manera en que Archer narraba pero también a la manera en que narraba Baroja: por el camino de lo esencial y lo verdadero. Luis Castillo es un personaje que cuenta una historia porque está obligado a contarla, porque aún no la ha asumido del todo -una gran diferencia con la novela decimonónica- y porque no comprende en plenitud qué ha vivido, qué supone para su vida y para la de quienes han vivido esa historia con él. Este narrador no es un sabio, no es un viejo que recuerda, sino alguien que cuenta aún poco distanciado de lo vivido, aún perplejo, aún en proceso de asimilación y envío voluntario y consciente de unos hechos a la cueva del recuerdo. Narra porque está obligado a narrar para que otros sepan, quizá para que le ayuden a saber qué sabe. Si yo asumí que él tenía que contar en primera persona es porque su voz era ya un filtro, un primer tamiz, y haber optado por la tercera persona habría sido una mentira, un acto frío que me habría alejado como lector de esta historia. Somos personas, no dioses, y los narradores de tercera casi siempre me parecen imposibles dioses. Un amigo me dijo hace mucho que un narrador de primera no es creíble, porque nadie puede recordar un diálogo completo, el monólogo de otra persona, tantos detalles. Siempre me pesó esa afirmación. Pero la elección del narrador de tercera me habría parecido en esta novela un truco, un artificio, un teleobjetivo. Contar desde el yo es lo que creo más real y más creíble porque todos somos un yo y todos contamos desde nuestro yo. No hay objetividad y no hay lugar para los demiurgos a estas alturas, con todo lo que ha sido ya visto, estudiado y escrito. Quien cuenta desde la tercera ha de ser prodigiosamente jamesiano para no mentir desde la primera palabra. O al menos eso pienso ahora, esta tarde de junio, mientras medito con el calor atemperado en mi ventana y la tarde apoyada remisa en las fachadas de los edificios más cercanos.