Víctor del Árbol: Un millón de gotas

   


   Si este libro, de más de seiscientas páginas, se lee fácilmente y con un mantenido disfrute es debido no solo a su buena trama, a la acertada creación de personajes y a los lugares inteligentemente elegidos como escenarios de la historia, sino ante todo a que su autor ha insertado en muchas páginas, en todos los capítulos, los detalles que hacen de una narración algo vivo, atractivo y nunca plano, nunca rutinario ni vanamente acumulativo. Víctor del Árbol es, ante todo, un buen escritor, un buen narrador, un narrador versátil y muy comprometido con lo que cuenta, un narrador que nutre al material que tiene entre manos de mucho color, que articula con bases firmes y que demuestra saber de qué está hablando: no da en ningún momento la sensación de que se ha acercado a un tema como un visitante a una ciudad alejada que pisará durante un tiempo y abandonará luego incólume, distante, como un limpio profesional que realiza una tarea y luego se entrega a un complacido descanso muy similar al olvido. Este escritor narra creyendo, manchándose, acaso equivocándose pero siendo siempre sincero. Y todo esto viene a cuento de que quizá la primera definición que se le adjudique a esta novela sea la de best seller. Bueno, pues ojalá sean así todos los best sellers, ojalá tengan esta profundidad, tengan detrás a un escritor de raza, que vierte mucho y sensato a lo largo de muchas y gratas páginas. 
   Sin duda es una buena novela, aunque quizá nada más que eso. Y sin duda es una novela negra, aunque tenga dos tramas principales y una de ellas se desarrolle en una época alejada, de guerra, castigo y revolución falsa: la que se vivió en la URSS. Los ajustes de cuentas, la cascada de muertes violentas es propia del género negro, así como muchas escenas en que se retiene a una persona contra su voluntad, se ocultan detalles decisivos, se agrede y se mata llevado por instintos de odio y de venganza. Y no es más que una buena novela porque Del Árbol abusa de algunos lugares comunes, recurre a coincidencias propias del folletín, carga las tintas en una concepción del mal archisabida, caracteriza a algunos personajes sin otorgarles más que una fachada y un paisaje únicos, demasiado reducidos al tamaño del portarretrato. El autor quiere hacerse entender, quiere llegar al fondo de lo que considera importante moviendo hilos y acciones de los personajes para cuadrarlo todo y se equivoca. Atina con reducir el número de personajes, pero -al igual que en las series de televisión con demasiadas temporadas- fuerza la verosimilitud enganchándolos en demasía, enlazándolos en exceso, estirando el flujo de sus emociones y sus pretensiones hasta que muy por encima de ellos se ve demasiado al demiurgo que mueve con excesiva rigidez los hilos. 
   Víctor del Árbol tiene muy en cuenta el legado de la tragedia clásica, se advierte que es un advertido degustador de la obra de autores como Shakespeare, quiere enfrentarse a temas que son el núcleo y la base de la mejor literatura del pasado, y brilla en ocasiones a lo largo de esta valiente y ambiciosa novela, pero lograr el equilibrio no es fácil, conjuntar la vida prosaica con la vida de los altos diálogos y las explicaciones supremas es tarea de titanes.  No sale el autor barcelonés derrotado de esta empresa, porque la novela se lee con placer y casi con ansia, lo que es un triunfo destacable, pero sin duda hará bien en eliminar cuanto no es de su mundo, cuanto no está bajo sus dominios en próximos envites para que el lector le aplauda y le reconozca como a uno de los más firmes valores de nuestra narrativa actual.