Admiro la prosa que no se ahoga en frases largas, estiradas, que denotan demasiada voluntad y estilo esforzado. Hay quienes escriben con frases largas porque sus pensamientos son complejos, las acciones que ven sólo saben describirlas como hablarían de la bajada de las aguas de un río. Si son así, si les sale natural, aplaudo esa manera de escribir. Pero me pasman cada vez más aquellos que con tres palabras sugieren tanto o más que otros en un párrafo completo. Hay algo aquí de devoción por ese estilo que tan bien interpretó Hemingway (lo digo como si fuera música porque algunos estilos lo son: las palabras entran por el oído, por la vista con un ritmo que sólo ciertas composiciones clásicas o jazzísticas pueden igualar), que encumbró a Llamazares, autor de una gran novela, "Luna de lobos", que pasmó al viejo y generoso Onetti. En la novela negra no escasea este estilo del que hablo, pero ni tiene la musicalidad deseada ni escapa al uso y abuso de la frase hecha, que en música sería como si el intérprete sólo nos diera estribillos. Marcia Muller esquiva la tentación y presenta una prosa limpia, un fraseado medido y con un swing que también tiene -algo superior, eso sí- Walter Mosley. Me gusta cómo adjetiva, además, y qué bien elige algunos adjetivos para darle mayor vigor al sustantivo y crear de paso sensibles imágenes: "su preciada soledad", "un descarnado sarcasmo", "constante y agotador conflicto","severo estilo moderno". Y eso sin divagar, sin empedrar la narración, sin entorpecerla ni llenarla de babas puramente literarias que nos abocarían a cerrar la novela al sentirnos pesados e indigestos, sino de esa sabia forma en que los buenos autores utilizan los adjetivos con la conseguida intención no de adornar, sino de alumbrar con ellos.