Hay un momento de gran valor en la novela: cuando el secuestrado trata de huir y no lo consigue, el monólogo interior se desboca, es como un río que se desborda, y sentimos el dolor del secuestrado, al que le han roto un brazo, sentimos su impotencia, sentimos cómo su mente se rasga y los pensamientos huyen despavoridos ante la idea de la muerte, cómo buscan el consuelo en el recuerdo de la persona amada, que es la mujer del secuestrado, a quien él no ha conocido a fondo, que quizá le fue impuesta por su hermana pero ahora, en el momento decisivo, es su único asidero a la vida, o el mejor, el más válido, el más sólido, sorprendentemente el nombre y la persona a la que invocar para no quedarse solo y resistir, para sortear el camino hacia la oscuridad definitiva, el nombre que es la fuerza para asirse al saliente antes de hundirse del todo en el pozo, en la nada, en el lugar en que no podrá seguir siendo él mismo, orgulloso, altivo, convencido de que en el trabajo, en la actividad sin freno está la verdad de la vida. Cuando un escritor tiene que enfrentarse al momento cumbre de su narración y lo hace con la soltura, la profundidad, la emoción con que Guerra Garrido sale no sólo airoso sino de manera deslumbrante de estas páginas uno no puede por menos que reconocerlo, que celebrarlo. Y anotar que ésta no es una novela negra pero que puede servir de base y de estímulo para muchos novelistas negros que ahora tienen una idea en mente, un argumento, y han empezado a llenar páginas y no saben cómo salir del embrollo, cómo superar el sudor frío, el miedo a enfrentarse a la página, al capítulo en que ha de describir un hecho decisivo. Guerra Garrido da una lección ejemplar en las páginas que han generado este texto.