Era un actor que decía que tenía suerte. Los más grandes nunca presumen, nunca caen en las arenas movedizas de la autocomplacencia y el narcisimo vacuo. Son seres que miran a su alrededor, que son agradecidos, que tienen memoria y no traicionan jamás a las personas que les quisieron y que en ellas confiaron. Por eso todos respetaban y querían a Paul Newman.
Fue el actor que encarnó al personaje más querido por mí de entre todos los que la literatura ha dado: Lew Archer, el detective privado que sabe mirar y escuchar, que sabe ser paciente y que sabe medir sus palabras como ninguno. En las dos películas que protagonizó, más inclinadas hacia la acción que hacia la contemplación en los guiones y en las novelas elegidas, lo de menos era el atractivo de Newman y lo de más su calidez, su inteligencia chispeante y comunicativa, su buen humor. También el aire de tipo vulnerable, de ser víctima de pequeñas derrotas, de una tolerada soledad involuntaria. Paul Newman, aunque con el apellido Harper en lugar de Archer, fue el detective de Ross Macdonald en la pantalla grande y con su voz profunda y honesta, con su interpretación sabia y libre dejó planos que nunca olvidaré, muecas que me hacen reír siempre, miradas que lo dicen todo sólo con un brillo y un leve movimiento.
Gran actor, gran persona, el mejor Archer posible, en paz descanse. Yo lo echaré mucho de menos. Desde que se murió Steve Mcqueen, él era mi preferido en el ámbito estadounidense. Adiós al hombre; que se abran las puertas del teatro de la leyenda.
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