Unos carabinieri irrumpen de noche en el hogar de una pareja con un niño pequeño y se llevan a éste por la fuerza, después de golpear al padre, que ha acudido a defender a su hijo con todo el valor y el ímpetu exigibles. Se trata de un eslabón en una cadena de acciones contra familias que tienen a hijos conseguidos de manera ilegal. El comisario Brunetti deplora la acción al enterarse y condena la decisión de arrancar a los niños de sus padres para entregárselos a los orfanatos. En sus meditaciones, arriesgadas, valientes, poco propias de un policía de alto o mediano rango, llega a preguntarse qué es lo justo y lo injusto, qué es y no es ético, y tras una mirada en derredor concluye que su superior, el vicequestore Patta, no es un mal tipo, pues está convencido de que, pese a su "indolencia y vanidad", como no es un corrupto, como no tiene tratos ocultos con la mafia, el juicio humano que puede hacérsele no tendrá un mal resultado. E inmediatamente después, sorprendido por el cariz que toman sus propios pensamientos, se reprocha a sí mismo su condescendencia y se hace estas interesantes preguntas:
¿Es que hemos llegado a un punto en el que la ausencia de vicio es ya la virtud? ¿Nos hemos vuelto todos locos?