Esta novela es una elegía. Es el canto de un padre que se queda sin su hija, lo único que tiene. Y no se trata de una hija cualquiera: alta, hermosísima, bien proporcionada, cariñosa, casi perfecta. No es perfecta porque es retrasada mental y tiene una debilidad por los hombres que obliga al padre a una atención permanente porque ella puede irse detrás de cualquier hombre que simplemente le sonría y esté dispuesto a acariciarla. No todos los hombres se paran a pensar que en realidad cometen un abuso, que si no hay una voluntad adulta y consciente detrás en verdad es un acto semejante a una violación. Pero no todos los hombres son hombres. Muchos no han dejado de ser bestias.
Scerbanenco logra una novela de gran sinceridad y categoría sin abandonar nunca el tono elegíaco, sin impostar la voz, sin recurrir a trucos que deslumbren al espectador vanamente. Construye la historia con un padre que es un milanés sincero y valiente, leal y firme, al que vemos transformarse ante nuestros ojos mediante un juego de escenas en que nunca se baraja mal y jamás se abandona el acierto caracterizador. Con un policía que sabe de la piedad y de la dureza, que en su pasado tiene un hecho que le ha marcado y le ha vuelto más humano y a la vez más inhumano, pues no se mata impunemente, no se olvida impunemente (fue acusado de practicar la eutanasia cuando, antes de ser policía, ejercía la medicina). Con unos malvados que salen directamente del peor catálogo de depravados y estúpidos, de insensibles y de egoístas, hijos de la literatura del gran Dostoievski, el padre de algunos de los mejores personajes y el mentor de algunos de los mejores escritores de la novela criminal.
Son unos malvados que se llevan a la muchacha para prostituirla, para pasearla por las casas en que se abusa y se calla porque se recibe a cambio dinero, que usan a una persona como no usarían a una bestia, que la exprimen hasta que queda hueca e inservible, que nunca se arrepienten, nunca sufren por ninguno de sus actos, ni siquiera cuando deciden deshacerse de una muchacha retrasada mental golpeándola con una piedra en la cabeza y tirándola luego a una hoguera, en el campo, aunque aún no está muerta, para que se descomponga, se vuelva humo y nada.
Son unos malvados que se llevan a la muchacha para prostituirla, para pasearla por las casas en que se abusa y se calla porque se recibe a cambio dinero, que usan a una persona como no usarían a una bestia, que la exprimen hasta que queda hueca e inservible, que nunca se arrepienten, nunca sufren por ninguno de sus actos, ni siquiera cuando deciden deshacerse de una muchacha retrasada mental golpeándola con una piedra en la cabeza y tirándola luego a una hoguera, en el campo, aunque aún no está muerta, para que se descomponga, se vuelva humo y nada.
El canto es triste y cada vez se vuelve más triste. Ante la tristeza no puede permanecerse impávido, inmutable. El narrador salpica con un humor negro algunas escenas, combate con objetividad el cataclismo de sentimientos rotos y maldades invencibles que es esta novela negra y psicológica, en la que importa muchísimo por qué pasan las cosas, qué lleva a que pase, qué empuja a que pasen. Reconozco que "Los milaneses matan en sábado", en la primera lectura y en la relectura del verano de 2009, me gana y me abruma, no en vano es una de las novelas que prefiero, una de esas pocas que me llevaría en una maleta si tuviera que salir de mi casa para no volver. Se debe al tono elegíaco, claro, a la voz narradora, tan ajustada y precisa, tan inmiscuida y tan inteligentemente alejada a un tiempo. Y, sobre todo, a que me creo esa historia que se cuenta, me creo a los personajes, me creo el canto. Y porque la tristeza humana sólo en ocasiones excepcionales puede conmovernos y darnos fuerzas para seguir viviendo. Como me ocurre oyendo este canto, leyendo este libro inolvidable.