Una novela en la que hay historias de amor y de desamparo. En la que hay personajes bien creados -muy bien definidos, magníficamente alzados y continuados-, de esos que se quedan vivamente en la memoria, porque son perfectamente creíbles, identificables. Pablo Aranda es uno de los mejores escritores de aquí y ahora, no una promesa, sino el autor de un libro maduro, exigente, escrito con una solvencia que sobresale, que cautiva. Con mucha inteligencia, Aranda aborda temas muy actuales y eternos -la emigración, el desarraigo, la soledad, la delincuencia, el amor y el desamor, el paso culpable del tiempo- sin elevar la voz, sin querer sorprender y sin recurrir a estratagemas narrativas que al final de la lectura dejarían endeble el edificio narrativo.
Un malagueño se casa con una ucraniana a la que ha conocido por internet. Pero no la toca nunca. Sólo duerme a su lado y la ama y espera. Ella ha dejado en Ucrania a su hijo, en la casa materna. Y desea traérselo a España, es su meta y su mayor, casi su único deseo, lo que crea una distancia evidente e insalvable entre ella y su marido malagueño, un buen hombre, apocado, tímido, acomplejado, que en el instituto quería a una chica y nunca fue capaz ni tan siquiera de sugerirlo. Un personaje aparentemente prototípico que crece ante nuestros ojos, que adquiere vida propia, que nos involucra en sus pensamientos, carencias, miedos y sueños. En torno a él se mueven un hermano mayor muy querido por la madre, que come pipas y masca sus desengaños, unos amigos que no saben si se quieren ni si dejarán nunca de quererse, otros inmigrantes que buscan el dinero fácil, incluso un asesino que mata con una Mauser provista de mirilla. Y Aranda aporta, además de personajes, una escritura valiente, dúctil, que no tiene nada que ver con la frase corta y muy puntuada de los libros escritos para el lector de best seller, sino para el degustador, el aficionado que no se hunde en la repetición estéril, el lector amante de la buena literatura que sabe disfrutar con las frases en que hay unidas primera y tercera persona, con monólogos clarificadores y con la novela de estirpe psicológica.
Y es que, amigos, no me explico cómo después de Cortázar, de Faulkner, de Onetti, la literatura puede ignorar los avances, las profundizaciones, los logros y hallazgos: imaginaos que aún anduviéramos y desdeñásemos los coches, que no hiciésemos fotografías, que no tuviéramos cocina. La mayor parte de la literatura que podemos encontrar en las atestadas librerías obvia los adelantos, los perfeccionamientos, las indagaciones y, metida en su honda caverna reaccionaria y falsamente pura -porque cierta claridad, cierta sencillez no es sino signo de esterilidad y de pereza intelectual y creativa-, se centra en la trama, en los elementos llamativos, pero se olvida de dar un paso más, de arriesgarse, se olvida de que hay aventura en la escritura, de que está hecha para semejantes y no para inferiores: Aranda, valioso escritor que dice deber mucho a la generación del 60, que escribe sobre perdedores, es un vencedor de carrera de fondo, uno de esos autores que construyen su obra por encima del ruido, sabedores de que quedarán, de que lo que hacen es para el ahora y para el futuro. Un escritor de verdad.
Un malagueño se casa con una ucraniana a la que ha conocido por internet. Pero no la toca nunca. Sólo duerme a su lado y la ama y espera. Ella ha dejado en Ucrania a su hijo, en la casa materna. Y desea traérselo a España, es su meta y su mayor, casi su único deseo, lo que crea una distancia evidente e insalvable entre ella y su marido malagueño, un buen hombre, apocado, tímido, acomplejado, que en el instituto quería a una chica y nunca fue capaz ni tan siquiera de sugerirlo. Un personaje aparentemente prototípico que crece ante nuestros ojos, que adquiere vida propia, que nos involucra en sus pensamientos, carencias, miedos y sueños. En torno a él se mueven un hermano mayor muy querido por la madre, que come pipas y masca sus desengaños, unos amigos que no saben si se quieren ni si dejarán nunca de quererse, otros inmigrantes que buscan el dinero fácil, incluso un asesino que mata con una Mauser provista de mirilla. Y Aranda aporta, además de personajes, una escritura valiente, dúctil, que no tiene nada que ver con la frase corta y muy puntuada de los libros escritos para el lector de best seller, sino para el degustador, el aficionado que no se hunde en la repetición estéril, el lector amante de la buena literatura que sabe disfrutar con las frases en que hay unidas primera y tercera persona, con monólogos clarificadores y con la novela de estirpe psicológica.
Y es que, amigos, no me explico cómo después de Cortázar, de Faulkner, de Onetti, la literatura puede ignorar los avances, las profundizaciones, los logros y hallazgos: imaginaos que aún anduviéramos y desdeñásemos los coches, que no hiciésemos fotografías, que no tuviéramos cocina. La mayor parte de la literatura que podemos encontrar en las atestadas librerías obvia los adelantos, los perfeccionamientos, las indagaciones y, metida en su honda caverna reaccionaria y falsamente pura -porque cierta claridad, cierta sencillez no es sino signo de esterilidad y de pereza intelectual y creativa-, se centra en la trama, en los elementos llamativos, pero se olvida de dar un paso más, de arriesgarse, se olvida de que hay aventura en la escritura, de que está hecha para semejantes y no para inferiores: Aranda, valioso escritor que dice deber mucho a la generación del 60, que escribe sobre perdedores, es un vencedor de carrera de fondo, uno de esos autores que construyen su obra por encima del ruido, sabedores de que quedarán, de que lo que hacen es para el ahora y para el futuro. Un escritor de verdad.