La novela no defrauda, sino todo lo contrario, cuando seguimos leyendo.
Lacruz crea personajes completos, nos hace llegar sus pensamientos -pero siempre en relación a la trama, al momento en que se hallan, o sea, sin divagaciones y sin engordar vanamente la novela- en breves líneas o párrafos que los hacen más creíbles y engrandecen el libro, que nunca deja de ser una novela negra pero tampoco deja de ser una gran novela a secas. Percibo el influjo del mejor Graham Greene -también está Julien Green, un autor al que es necesario recuperar, leer- en ciertos pasajes y en el ambiente general, donde la culpa, el egoísmo puro, el deseo de prevalecer y de imponerse definen a algunos personajes. Pero todo está tamizado por la voz tan personal de Lacruz, por su prosa medida, deslumbrante con sus imágenes y su captación de estados de ánimo mediante lo exterior: no exagero al afirmar que estamos ante uno de los mejores prosistas de su generación, de la literatura española, pues -como Muñoz Molina también defiende- en lo que no se dice, en la naturalidad con que todo se narra y fluye late la creación de un maestro, de un autor sabio y humilde que habla y deja hablar a sus personajes, que los define y los deja definirse, que no miente y que no malgasta el talento.
La literatura es así: Mario Lacruz no es un escritor al que conozca el gran público, sobre el que se escriban arduas o gozosas tesis, y sin embargo esta novela es absolutamente esencial. Pienso en amigos, como Miguel Sanfeliú, que si no lo conocen se llevarán una gratísima sorpresa cuando lo lean y constaten que lo que digo es cierto. La novela negra española no tiene apenas obras maestras que ofrecer. Ésta es una de las primeras y no tengo temor al decir que es también una de las mejores del siglo XX. Y está escrita con veinte años, producto de una mente destacadísima. Sus reediciones, su valoración crítica en alza y la defensa que hacen de ella escritores y lectores la llevarán al alto lugar que se merece.
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