Cuando busquemos obras maestras del género negro creo que tendremos muchas razones para afirmar que "La forma en que algunos mueren" es una de ellas. En esta novela, Ross Macdonald nos presenta un cuadro de violencia, ambición asesina y sentimientos rotos que subyuga y emociona a partes iguales, gracias a una escritura llena de aciertos visuales, llena de sensaciones de color y de sonido, de ecos que retumban en el pecho y en la cabeza del lector. Macdonald siempre tuvo presente la tragedia griega para plantear sus tramas, para crear personajes, y no en vano pronto fueron estudiadas sus novelas en la universidad: hay tanta, tan buena literatura en las páginas de este libro que cuesta pensar en un escritor de novela negra como el artífice. Pero es innegable que tenemos a un detective privado -el lírico, humano Lew Archer, capaz de darle a una madre un billete de mil dólares para que contrate a un abogado importante que defienda a su hija pese a que no cabe ninguna duda de que se trata de una asesina-, a traficantes de drogas -con una escena en que se habla de sus efectos en una muchacha que resulta estremecedora y de gran valor, ya que fue escrita en 1951-, a asesinos, matones y enamorados que para conseguir su objetivo amoroso no dudaría en asesinar y eliminar pruebas. Y que asistiremos a interrogatorios -a la manera de Archer: como si preguntase la voz de la conciencia-, veremos escenas en que hay disparos, pistolas y revólveres, pero no se dejen engañar, porque de lo que se habla en estos treinta y cinco capítulos es de la codicia, de personas que ven su cara oscura y la aceptan sin dudar, de la indefensión de nuestra alma ante lo que resulta fácil en principio y más tarde puede acabar siendo absolutamente dañino. Temas presentes en Dostoievski, en Fitzgerald, en Hemingway. Y no cito a estos autores para prestigiar a Macdonald, sino para ponerlo al lado de esos incontestables maestros. Porque, con Hammett, seguro que son piezas fundamentales en el origen de esta gran novela. Y me atrevo a decir que Macdonald no desentona, no se queda atrás, y con un fuerte instinto de piedad retrata a una joven prostituta y drogadicta y a una asesina como el gran maestro ruso pudo hacerlo, deja a dos creíbles y vivos personajes ante nuestros ojos para que contemplemos sus faltas y sus carencias y sepamos más de ellos y de nosotros mismos, seres todos al fin y al cabo tremendamente imperfectos y necesitados de una mirada de alivio, de comprensión que les dé sentido a tantas cosas, a tantos errores, a tanto dolor.
(Como excepción, esta vez he empezado por el final, por la crítica del libro, e interrumpiendo el comentario de otro. Disculpadme. La culpa es de Ross Macdonald.)