Investigando el caso del muchacho que se ha suicidado, Cordelia Gray va profundizando en la vida del suicida y en la suya propia. Uno de los aciertos de novelas como la presente es esa introspección que confronta, que objetiva. P. D. James es una escritora de talento que sabe crear personajes y situaciones absolutamente creíbles y que, como dice Justo Navarro, enseña a mirar. No va sola Cordelia por el mundo, sino que la acompañamos. Y, como la narración es en tercera persona, se deslizan sus pensamientos entre la acción y sus idas y venidas alrededor de la cabaña en que vivía el que fuera estudiante de Cambridge y por el mismo Cambridge, hablando e interrogando a sus amigos de la universidad. Cordelia se identifica cada vez más con el muerto, le hace preguntas - algo que me recuerda a lo que Carvalho hacía en "Los mares del Sur" - y llega un momento en que cree que puede estar excediéndose. "Se había identificado con él, con su soledad, su autosuficiencia, su alienación con respecto a su padre, su infancia solitaria. Había llegado -presunción ésta la más peligrosa de todas- a considerarse su vengadora." Porque cree Cordelia que no se suicidó, que lo han asesinado, pero también - qué magistral juego de perspectivas, como en una clásica película de Orson Welles- porque se venga a sí de su propio pasado de niña huérfana que ha corrido por multitud de hogares y brazos de padres y madres que sólo lo fueron temporalmente. Cordelia no lo sabe, pero está ajustando cuentas con su pasado y quiere ajustarlas contra los que le hicieron daño al joven muerto. Y ya no es un trabajo: en esta ocupación arriesga su propia estabilidad mental, su propia vida.