Gloria, de John Cassavetes



La mirada de Gloria /Gena Rowlands es de las que quedan, de las que no se borran jamás de la pantalla ni de la mente del espectador. Desde el principio, con la acertadísima música de Bill Conti, que le otorga profundidad y mayor sabor a cada imagen, sabemos que esta película no es una más, no está hecha para ser una más. Cassavetes la rodó con su mujer al frente, mimó cada detalle y cada plano. El niño al que persigue la mafia nos conmueve con su presencia algo agria y cortante, con su figura de hombrecito de pantalón largo y cabeza con pelo aureolado (la escena en que afirma que él es el hombre, es el hombre, es el hombre, resulta sobrecogedora; como otra en que se agarra a Gloria para que no lo abandone). Es una historia policial pero también la historia de un entendimiento a la fuerza, de una mujer que detesta a los niños y de un niño que se queda sin padres y ha de huir pegado a esa mujer. Cuando Gloria dispara con su revólver contra el coche de los mafiosos la película da un vuelco, porque en la cara de Gloria y en su arma hay una rabia profunda, un dolor que sólo podía salir así: con ruido, desesperación, con una agresividad defensiva que derriba cualquier barrera. Quizá el final sea un poco excesivo por su intento de sorprender y arrancarnos una sonrisa, quizá esté algo fuera de lugar, pero creo que sin esta Gloria no habría habido otras Glorias cinematográficas, no sabría hacia dónde haber mirado Ridley Scott, por ejemplo, y no nos sentiríamos todos tan identificados, hombres y mujeres, con un personaje tan necesario y magistralmente creado y expuesto.



Y aquí un par de meditaciones sobre Alberto Ruiz-Gallardón y La vivienda, derecho constitucional