Richard Ford: La última oportunidad ( y 5). Crítica


Dicen que hay en esta novela influencias de Ernest Hemingway y de Faulkner. No seré yo quien lo niegue. Si Ford fuera un compositor y en una de sus obras latieran ecos de la grandeza de Mozart y Beethoven, yo creo que nadie se quejaría, empezando por él mismo. Pero sobre todo en esta novela está la mirada llena de piedad de Richard Ford, esa mirada personal, marca de la casa, que le hace inconfundible, dueño de un estilo difícilmente imitable, de una fuerza narrativa grande, palpable, deslumbrante en un relato lleno de seres aislados que quieren dejar de serlo, de hombres y mujeres que desean dinero y poder, que están cerca de la muerte y en la muerte pueden hallar su explicación. "La última oportunidad", no tardaré más en decirlo, es una novela negra maestra, una novela negra que se sitúa en la cima del género, al lado de "El largo adiós", "Cosecha roja" y "El hombre enterrado". Es un hito. Pero, a la vez, es una gran novela que, sin sacar un pie del género, se acerca a ese punto en que habitan las obras maestras de la literatura universal -así lo veía Raymond Carver-, porque Ford nunca baja el tono, nunca deja a los personajes a un lado para ofrecernos acción, nunca enrevesa la trama ni se olvida de que en circunstancias extremas las personas siguen siéndolo, siguen pensando, siguen sintiendo, siguen viendo. No hay demasiada historia en esta novela: abundan las reflexiones, los diálogos en que los personajes muestran sus dudas y su incapacidad para ir más allá de lo que ven y sienten, no falta ningún impasse y no sobra nada: en un mundo que ha vuelto la cara a lo sagrado, Ford nos muestra la vida de varios seres que buscan un sentido a su existencia, que necesitan asentar sus ideas, sus miedos, y que viajan al centro de un espacio en que se sufre por uno y por los demás, en que la confrontación con uno mismo será como un shock del que se sale para siempre con los ojos definitivamente abiertos o definitivamente cerrados. Sufren los personajes, están desnortados, y la mirada de Ford es de piedad, de comprensión, porque si miras a alguien fijamente durante un buen rato es difícil no sentir piedad por él. Elige Ford para esta historia a Harry Quinn, un ex combatiente de Vietnam que no llegó a saber si era mejor vivir con su mujer, abandonarla o que le abandonase, y que ahora intenta redimirse ayudándola a sacar de la cárcel a su hermano. Viaja a México y allí tiene un revólver y espera el dinero que ella traerá para pagar sobornos. Laten ecos de Graham Greene en los capítulos dedicados a las idas y venidas de Quinn por una ciudad en la que hay soldados, mucha pobreza, muchos turistas, mucha violencia que se presiente y acaba por sentirse: la extrañeza del extranjero, las dudas continuas que remiten a un pasado inacabado y sin asimilar emparentan a Quinn con algunos inolvidables personajes del maestro inglés, un autor que se acercó a la novela de acción y nunca ha acabado de ser admitido en el olimpo literario. Pero Ford supera a Greene porque Quinn es más creíble, está visto con mayor profundidad, es un personaje que está en la estela de otros debidos a Dostoievski, como el Raskólnikov de "Crimen y castigo", llenos de amargura sin dirección, de actos que no les satisfacen y les convulsionan hondamente, a la eterna espera de algo que nunca llegará. Y es que Ford escribió este libro como una queja, como una pregunta dirigida a la inmensidad, sin alzar demasiado la voz pero sin poder evitar formularla. Hay desesperación en Quinn como la hay en Raskólnikov, y también hay desagrado y también hay decepción. Richard Ford es un escritor existencialista, le pese a quien le pese, incluso al propio término. Quinn es un personaje ideado para reflejar al hombre de nuestros días, ese que prefiere no pensar, porque si piensa se amarga. Un hombre que merece ser comprendido, pese a su falta de compromiso, de entrega social, ya que se trata de un hombre a la deriva, herido de muerte por la cotidianeidad atomizadora y destructiva de cualquier creencia profunda. Por eso, Ford no escatima fragmentos de necesario lirismo, en los que hay sentimientos, hay contemplación placentera, hay ideas que parten de imágenes del pasado y sirven para conformar el alma de un hombre que se parece mucho a cualquier hombre y que piensa y nos dice con sus palabras algunas cosas que nos rondan, nos explican, nos dibujan con trazos más seguros. Los recuerdos de la infancia, el peso del pasado y los hechos que no tuvieron final aparecen así en la vida de Quinn, a lo largo de la novela, para confirmarle que está vivo, que merece la pena seguir viviendo aunque no sepa para qué le han servido muchos de ellos ni si le servirán en el futuro. Así, tan real como tú o yo, querido lector, ese personaje habita en una novela imprescindible, que da más que tiempo pide, que se queda en la memoria viva y cierta, más acá y más allá del término ficción.


(Foto de Richard Ford: Fred R. Conrad/The New York Times)