Raymond Chandler: El largo adiós (2). Como en una canción de Pink Floyd


Raymond Chandler era más, mucho más que un escritor de novela negra. Y "El largo adiós" es más, mucho más que una novela negra. Ya he hablado de Marlowe, de la emoción que se instala en el lector siguiendo la historia de Terry Lennox. Después, Marlowe encuentra a un escritor en crisis que guarda un secreto y empuña una botella como su mejor arma destructiva. Está casado con un ángel, una mujer de belleza hipnótica a la que todos se acercan para conseguirla, aunque sólo sea por un rato. Pero el escritor, Roger Wade, le advierte a Marlowe que no malgaste sus energías: sólo podrá hallar al lado de ella el vacío, pues en el vacío vive, nostálgica y algo ida de la realidad, añorando al único hombre al que quiso, que murió durante la segunda guerra mundial y cuyo cuerpo nunca fue hallado, lo que la lleva a tener leves desvaríos que la hacen presentir al muerto -que en su imaginación no está muerto - "cuando voy a un bar tranquilo o estoy en el vestíbulo de un buen hotel a una hora sin movimiento, o en la cubierta de un transatlántico a primera hora de la mañana o ya de noche". Y es que esta novela, para ser bien leída, creo que precisa de un lector que no tema exponer su sensibilidad, que no busque el lugar común, que desee conocer las historias de algunos personajes que le emocionarán, le cogerán de la mano y le harán sentir la soledad, el desengaño, la incomunicación, pero también un hondo deseo de comunicarse, de no estar solo, de confiar en todo el mundo. Chandler escribe en "El largo adiós" sobre lo que no es y pudo haber sido y se quedó muy cerca de serlo: pleno, claro, digno de ser vivido. Como en una canción de Pink Floyd, "Comfortably numb", Chandler nos habla de algo que entrevimos, que sólo captamos en un reojo, que estaba completamente vivo y a nuestro alcance, tan cerca de nosotros que al saber que escapa nos deja una intensa sensación de pérdida, de melancolía, porque nuestra vida podría haber cambiado si lo hubiéramos cogido, si nos hubiera tocado o entrado en nosotros: la vida que estuvo a nuestro lado, que vimos por un instante y desapareció, esa vida que no hemos vivido, que pudimos vivir, que las contradicciones, los miedos, la sociedad nos impidieron vestirnos en nuestra piel. "El largo adiós" es un retablo de seres perdidos que se buscan, de seres que agonizan perdidos en sus indecisiones y sus temores, de seres que actúan y jamás se reconocen en su actuación. Es una novela en la que hay un detective privado y muchas almas insatisfechas y encarnadas en personas que incluso cuando hacen el mal dan lástima y mueven a la compasión. Es una novela, de verdad, irrepetible.


Texto recomendado: En el blog de John Constantine, sobre "El largo adiós", que revela aspectos de la novela que no deben pasar desapercibidos.

Raymond Chandler: El largo adiós


No es fácil que una novela negra te emocione, te emocione hondamente. Y no con disparos, con persecuciones, con escenas de tremendismo y osadía, sino hablando de la amistad. La cima de la novela negra es, para muchos lectores y críticos, "El largo adiós". También para mí. Chandler cuenta la historia de un hombre que ayuda a otro un par de veces, cuando se encuentra en mal estado, borracho y en sus horas más bajas. No le importa saber quién es ese borracho, no le interesa su historia: le ayuda porque quiere hacerlo y quizá porque es un sentimental. Ese hombre es Philip Marlowe, detective privado que puede ser duro pero que es muy humano, muy sensible al sufrimiento de los demás, alguien que sabe ponerse en el lugar del otro y que cuando cree en ese otro lo defiende sin importarle lo que cueste: la cárcel, en su caso. Porque el borracho tiene una esposa rica que aparece muerta y para salir del país recurre a su amigo Marlowe, que nada quiere saber y le lleva en su coche y se convierte en encubridor. Chandler dedica unas valientes, documentadas y reveladoras páginas a hablarnos de la cárcel y sus celadores, de los policías que golpean y son bravucones, de la las leyes y su cumplimiento que le arrebatan a uno por su valor literario y también por su valor de compromiso: qué envidia siente uno de que algunos escritores estadounidenses puedan y sepan hablar con tanto acierto de algunas lacras de nuestras sociedades capitalistas y deshumanizadas.
Por supuesto, hay algo de romántico y de hombre de otro tiempo en la actitud de Marlowe cuando acepta ir a la cárcel y se calla para no perjudicar a un tipo al que nada le debe, con el que ha compartido unos cuantos tragos y algunas conversaciones en las que no han faltado las descalificaciones personales. Un tipo que no le cae del todo bien, porque ha vuelto a casarse con una rica, hija de multimillonario, que lo utiliza como pantalla ante su padre y no se priva de recibir a cuantos amantes le apetece llevarse a la cama. Un tipo que, intuye desde el primer día, sólo puede traerle problemas. Pero en la actitud de Marlowe late una confianza en el género humano, pese a todo, y una afirmación que no podemos pasar por alto: todo hombre se merece una segunda oportunidad. Y que Marlowe sea capaz de ver los errores del otro, sepa tolerarlos es otra lección. El existencialismo también es esto. Marlowe es amigo de un tipo con las dudas y las contradicciones y los errores a flor de piel. Pero esos fallos no le hacen menos amigo de Marlowe, no hacen que Marlowe le valore menos, ni que rehúse ayudarle en un momento muy decisivo. Cuando se entera, aún detenido y ante un agente de la fiscalía del distrito, de que el tipo que era su amigo, Terry Lennox, ha muerto, tras pegarse un tiro en una habitación de hotel, dice Marlowe: "Salí...y cerré la puerta. La cerré tan silenciosamente como si dentro acabara de morirse alguien". Y el lector se emociona, sigue los pasos y los pensamientos no narrados de Marlowe y lamenta con él la pérdida.

(El largo adiós. Raymond Chandler. Cátedra, colección Letras Universales. Edición de Alfredo Arias)


Lectura recomendada: Un gran texto, dedicado a la novela "La búsqueda del absoluto" , de Honoré de Balzac, en la web Solodelibros

Manuel Valle: Raymond Chandler. Alma, corazón y vida


Hay libros que son un premio, un acicate. Este libro, sin duda, lo es. A estas alturas hemos leído mucho y con gran deleite a Raymond Chandler, le hemos considerado un padre, un hermano mayor, un maestro. Ha influido en nuestra manera de entender el cine negro, de leer novela negra, de contemplar a las mujeres, de ver la ley, a los policías, y hasta nos ha ayudado a valorar mejor la amistad. Pero no todo estaba dicho, menos aún en español. Gracias a Manuel Valle, profesor de la Universidad de Granada, podemos querer más y mejor a Raymond Chandler desde ahora. "Alma, corazón y vida" son las tres palabras elegidas por Valle para definir la obra del gran escritor estadounidense. No es casual, no es una equivocación. En casi trescientas páginas, Valle desgrana la obra y la vida de Chandler y de su máxima creación, el detective privado Philip Marlowe, sin duda el más mítico personaje de la novela negra. Y además le dedica a "El largo adiós", la mejor obra del género para muchos (también para mí), nada menos que 80 páginas. Soberbio trabajo, soberbia indagación y soberbios ejemplos los que elige para mostrar sus tesis Manuel Valle, que ha compuesto un libro de una altura asombrosa, digno del mayor reconocimiento, pues no sólo es un ensayo sino que además se lee también como una novela, tan hábilmente están montados cada capítulo y cada idea. Si este libro se hubiera publicado en los Estados Unidos no dudéis de que ya se habría convertido en manual de referencia del mundo chandleriano. Manuel Valle es un sagaz observador, un detective de la letra y el comportamiento humanos. Escribe muy bien -no es baladí apuntar esto en un tiempo y un lugar en que cada vez hay más descuidos en los textos y nadie se acuerda, por mencionar algo, de cómo se usa un vocativo-, estructura mejor y contagia la admiración y el deseo de leer a Raymond Chandler y novela negra. Un trabajo sobresaliente.



(Manuel Valle: El signo de los cuatro. Raymond Chandler. Alma, corazón y vida. Editorial Comares)

Richard Ford: La última oportunidad ( y 5). Crítica


Dicen que hay en esta novela influencias de Ernest Hemingway y de Faulkner. No seré yo quien lo niegue. Si Ford fuera un compositor y en una de sus obras latieran ecos de la grandeza de Mozart y Beethoven, yo creo que nadie se quejaría, empezando por él mismo. Pero sobre todo en esta novela está la mirada llena de piedad de Richard Ford, esa mirada personal, marca de la casa, que le hace inconfundible, dueño de un estilo difícilmente imitable, de una fuerza narrativa grande, palpable, deslumbrante en un relato lleno de seres aislados que quieren dejar de serlo, de hombres y mujeres que desean dinero y poder, que están cerca de la muerte y en la muerte pueden hallar su explicación. "La última oportunidad", no tardaré más en decirlo, es una novela negra maestra, una novela negra que se sitúa en la cima del género, al lado de "El largo adiós", "Cosecha roja" y "El hombre enterrado". Es un hito. Pero, a la vez, es una gran novela que, sin sacar un pie del género, se acerca a ese punto en que habitan las obras maestras de la literatura universal -así lo veía Raymond Carver-, porque Ford nunca baja el tono, nunca deja a los personajes a un lado para ofrecernos acción, nunca enrevesa la trama ni se olvida de que en circunstancias extremas las personas siguen siéndolo, siguen pensando, siguen sintiendo, siguen viendo. No hay demasiada historia en esta novela: abundan las reflexiones, los diálogos en que los personajes muestran sus dudas y su incapacidad para ir más allá de lo que ven y sienten, no falta ningún impasse y no sobra nada: en un mundo que ha vuelto la cara a lo sagrado, Ford nos muestra la vida de varios seres que buscan un sentido a su existencia, que necesitan asentar sus ideas, sus miedos, y que viajan al centro de un espacio en que se sufre por uno y por los demás, en que la confrontación con uno mismo será como un shock del que se sale para siempre con los ojos definitivamente abiertos o definitivamente cerrados. Sufren los personajes, están desnortados, y la mirada de Ford es de piedad, de comprensión, porque si miras a alguien fijamente durante un buen rato es difícil no sentir piedad por él. Elige Ford para esta historia a Harry Quinn, un ex combatiente de Vietnam que no llegó a saber si era mejor vivir con su mujer, abandonarla o que le abandonase, y que ahora intenta redimirse ayudándola a sacar de la cárcel a su hermano. Viaja a México y allí tiene un revólver y espera el dinero que ella traerá para pagar sobornos. Laten ecos de Graham Greene en los capítulos dedicados a las idas y venidas de Quinn por una ciudad en la que hay soldados, mucha pobreza, muchos turistas, mucha violencia que se presiente y acaba por sentirse: la extrañeza del extranjero, las dudas continuas que remiten a un pasado inacabado y sin asimilar emparentan a Quinn con algunos inolvidables personajes del maestro inglés, un autor que se acercó a la novela de acción y nunca ha acabado de ser admitido en el olimpo literario. Pero Ford supera a Greene porque Quinn es más creíble, está visto con mayor profundidad, es un personaje que está en la estela de otros debidos a Dostoievski, como el Raskólnikov de "Crimen y castigo", llenos de amargura sin dirección, de actos que no les satisfacen y les convulsionan hondamente, a la eterna espera de algo que nunca llegará. Y es que Ford escribió este libro como una queja, como una pregunta dirigida a la inmensidad, sin alzar demasiado la voz pero sin poder evitar formularla. Hay desesperación en Quinn como la hay en Raskólnikov, y también hay desagrado y también hay decepción. Richard Ford es un escritor existencialista, le pese a quien le pese, incluso al propio término. Quinn es un personaje ideado para reflejar al hombre de nuestros días, ese que prefiere no pensar, porque si piensa se amarga. Un hombre que merece ser comprendido, pese a su falta de compromiso, de entrega social, ya que se trata de un hombre a la deriva, herido de muerte por la cotidianeidad atomizadora y destructiva de cualquier creencia profunda. Por eso, Ford no escatima fragmentos de necesario lirismo, en los que hay sentimientos, hay contemplación placentera, hay ideas que parten de imágenes del pasado y sirven para conformar el alma de un hombre que se parece mucho a cualquier hombre y que piensa y nos dice con sus palabras algunas cosas que nos rondan, nos explican, nos dibujan con trazos más seguros. Los recuerdos de la infancia, el peso del pasado y los hechos que no tuvieron final aparecen así en la vida de Quinn, a lo largo de la novela, para confirmarle que está vivo, que merece la pena seguir viviendo aunque no sepa para qué le han servido muchos de ellos ni si le servirán en el futuro. Así, tan real como tú o yo, querido lector, ese personaje habita en una novela imprescindible, que da más que tiempo pide, que se queda en la memoria viva y cierta, más acá y más allá del término ficción.


(Foto de Richard Ford: Fred R. Conrad/The New York Times)

Richard Ford: La última oportunidad (4). Somos, sobre todo somos


La sensibilidad, la inteligencia de Richard Ford le dejan a uno asombrado, con la sensación continua de hallarse, mientras lee esta novela, ante un autor verdaderamente mayor, de la estirpe de los más grandes. La novela está construida de una manera sencilla y fácilmente engañosa: ocurren pocas cosas y el tiempo se dilata, se ensancha a la espera de sucesos inevitables que llegarán, con violencia y sangre de por medio, intuimos. Hay poca historia para el lector que busca acción y novedad. Ford ha optado por contar una historia que ocurre durante unos pocos días pero la llena de recuerdos y de otras historias provenientes del pasado de Quinn que transforman la cara de la novela y surten a la historia principal de muchísimos meandros que le sirven para hablar de un gran número de temas: la cobardía, la masculinidad, la soledad, la fidelidad, la niñez, la edad madura, la guerra, el fracaso, la huida. Todos ellos con un denominador común: la insatisfacción, la búsqueda continua de los personajes de un sentido a la vida. Un sentido que parte de la constatación de que nada es trascendente pero tampoco nada es del todo nimio, de que acaso no hay Dios pero la vida tiene horas y días con tanta fuerza y vigencia como la presencia de los planetas en el cielo, de que hay que escapar al dolor aunque eso nos haga más solitarios, vulnerables y pueda volvernos autistas sociales, de que repetimos con nuestras palabras, cuando acertamos a expresarnos bien, una música armónica que suena en nuestro interior siempre -aunque no seamos capaces casi nunca de oírla - y que desea la comunión, el entendimiento, la expresión más certera que nos procurará paz y el orgullo de saber que somos, al menos y sobre todo somos.


Recomendación: En El Cultural de hoy, una entrevista con Belén Gopegui, una escritora esencial que habla como pocos de nuestro tiempo, de nuestra realidad, y que ha publicado una nueva novela: "El padre de Blancanieves".

Richard Ford: La última oportunidad (3). Contar mucho


Tiene una gran ventaja esta novela sobre muchas otras: cuenta sin parar historias, pequeñas y grandes, cuenta constantemente y no sólo se limita a narrar, error que vuelve las novelas pesadas y anacrónicas y las aleja del lugar en que se hallan, liberadas gracias al cine, que es ante todo imagen y narración continuada. Ford detiene el presente y viaja al pasado para contarnos que el padre de Quinn perdió una mano trabajando con una desgranadora John Deere y cómo desde entonces fue más feliz, porque se convirtió en vendedor de desgranadoras, enseñando el muñón, y pudo mantener junto a él a su esposa, que seguramente le habría abandonado de haber seguido llevando su anterior vida. Quinn recuerda que su madre tenía pesadillas sobre la mano del padre y que él lo contemplaba todo desde la altura de sus nueve años. Y dos páginas más adelante se habla de que Rae prefería vivir antes en el Oeste que en Michigan. Y sabemos que Quinn estaba siempre cansado y no hablaba con nadie, algo que a ella le molestaba mucho, porque a veces se encontraba con algún compañero del colegio, por ejemplo, y aun así Quinn seguía anclado en su mutismo. Historias, historias, historias. La novela está llena de historias que invitan a la relectura.


Lectura recomendada: Breve historia del detective privado, en el blog de Francisco Machuca

Rosa Mora

Escribe en El País y de vez en cuando tiene la oportunidad de hablar mucho y bien de novela negra en el suplemento cultural Babelia. Es una mujer, una gran lectora y no la conozco, quede claro. Pero si escribo sobre ella es porque en España no somos muy dados a la loa a los vivos y cercanos, a los que pueden competir en espacio con uno. Vivimos en un mundo prisionero, atemorizado y atemorizador en el que hay que esperar a que la gente se muera para hablar bien de ella (da igual si nos caía bien el finado, la cuestión es sumarse a la actualidad y agregar unas líneas con nuestro nombre al tumulto informativo), un mundo en el que hablar bien del vecino es raro y hablar bien del desconocido aún más, porque queremos ver intereses en todas partes. Yo no tengo esa perspectiva de las cosas y, como me educaron para ser agradecido, quiero traeros aquí a Rosa Mora hoy, que sabe mucho, muchísimo más que yo de novela negra, ese género para el que falta cultura lectora (Francisco González Ledesma dixit) en nuestro país. Este pequeño homenaje a una persona que siempre ha creído en tantos escritores minusvalorados y que nos han dado tantos ratos inolvidables y tantos personajes que viven en nuestra memoria para siempre. Rosa Mora, muy viva y con un texto hoy en el periódico para el que escribe.

Gloria, de John Cassavetes



La mirada de Gloria /Gena Rowlands es de las que quedan, de las que no se borran jamás de la pantalla ni de la mente del espectador. Desde el principio, con la acertadísima música de Bill Conti, que le otorga profundidad y mayor sabor a cada imagen, sabemos que esta película no es una más, no está hecha para ser una más. Cassavetes la rodó con su mujer al frente, mimó cada detalle y cada plano. El niño al que persigue la mafia nos conmueve con su presencia algo agria y cortante, con su figura de hombrecito de pantalón largo y cabeza con pelo aureolado (la escena en que afirma que él es el hombre, es el hombre, es el hombre, resulta sobrecogedora; como otra en que se agarra a Gloria para que no lo abandone). Es una historia policial pero también la historia de un entendimiento a la fuerza, de una mujer que detesta a los niños y de un niño que se queda sin padres y ha de huir pegado a esa mujer. Cuando Gloria dispara con su revólver contra el coche de los mafiosos la película da un vuelco, porque en la cara de Gloria y en su arma hay una rabia profunda, un dolor que sólo podía salir así: con ruido, desesperación, con una agresividad defensiva que derriba cualquier barrera. Quizá el final sea un poco excesivo por su intento de sorprender y arrancarnos una sonrisa, quizá esté algo fuera de lugar, pero creo que sin esta Gloria no habría habido otras Glorias cinematográficas, no sabría hacia dónde haber mirado Ridley Scott, por ejemplo, y no nos sentiríamos todos tan identificados, hombres y mujeres, con un personaje tan necesario y magistralmente creado y expuesto.



Y aquí un par de meditaciones sobre Alberto Ruiz-Gallardón y La vivienda, derecho constitucional

Richard Ford: La última oportunidad (2). Dostoievskiano


Sé que a veces se me puede acusar de ser excesivamente dostoievskiano, pero hay escenas que me remiten al maestro ruso y no puedo evitarlo. Quizá porque de la maldad y del horror de la existencia pocos hablaron como él. Quizá porque en Dostoievski y en Ford late un sentimiento de piedad hacia los personajes que crean en sus libros y porque en su mirada la comprensión nunca falta, la escena que ahora os contaré me parece que ocurre en el México de finales del siglo XX y está escrita por Ford como podría haber surgido de la imaginación de un Dostoievski que viviera en la actualidad. Ésta es la escena: Quinn va en su coche y ve una camioneta de la empresa Pepsi que se ha salido de la carretera y a dos hombres que han cogido botellas -con las que se han llenado los bolsillos y la cintura de los pantalones- del vehículo bebiendo ansiosamente hasta que llega la policía y echan a correr, como niños, por un campo embarrado, huyendo. Cuando llega a la altura de la camioneta, ve Quinn que el conductor está dentro aún, tiene la cara ensangrentada y seguramente está muerto o a punto de morir. Es una escena estremecedora y está contada con una sencillez que la vuelve aún más aterradora. No pensemos en que se trata de México ni que el personaje -y el autor del libro- es estadounidense, porque me temo que la lectura sería muy errónea. Hay un gran simbolismo en ella que escapa a la localización y a la simplificación. Es una escena tremenda, real e infernal a la vez, compone una imagen que jamás olvidará el lector. Y para comprenderla creo que sólo se precisa ver lo que en ella se describe. No se trata de juzgar, sino de sentir, de no olvidar que la mirada de Ford siempre está llena de genuina piedad.



(Foto: Juan Manuel Castro Prieto)