La intensidad lírica de la mirada del detective privado Lew Archer es excepcional, sirve para iluminar cuanto ve y narra, como en las grandes novelas de los mejores novelistas, en las que entramos con la mirada vacía y de las que salimos con la mirada llena, ampliada, más perceptivos y con la agradable sensación de que hemos ganado tiempo, hemos ampliado conocimientos, sabemos más del mundo y de lo que nos rodea, sabemos verlo mejor o con atención mejorada. No deja nunca de sorprenderme que Ross Macdonald sea un escritor de novela negra, que escriba páginas con detectives, asesinatos dentro. Pero, claro, eso deja bien claro su talento, su inigualada originalidad. En La mueca de marfil el nivel de acierto es mayor, las imágenes son de las que deslumbran con las palabras y a la vez calan hondo, dejan poso. El lector se siente como ante un escenario claramente iluminado, con personajes a los que ve moverse y a los que comprende mejor gracias a las pinceladas rápidas que una voz en off va murmurando, complementaria, que no insiste en la apariencia, sino que va hacia adentro, toca el alma del personaje y sale con un extracto, una muestra que nos lo hace creíble, cercano, comprensible. En una primera lectura, superficial, nos parecerá asistir a la proyección de una película, pero si leemos despacio, si nos demoramos releyendo un poco, pausando la lectura para asimilar mejor y degustar cada imagen -visual y textual- notaremos que el viaje es parecido al de ir en un viejo tren que entra y sale de túneles, llega a estaciones conocidas y desconocidas, aminora o acelera cuando conviene y nunca nos cansa ni incomoda. Sí: hay poesía en la novela negra, hay poesía en las novelas de Ross Macdonald.