Graham Swift: "La luz del día" ( y 7)

Hay muerte pero, sobre todo, hay amor. Ese mensaje nos lanza Graham Swift. Porque también es ésta una novela de amor. De un amor duro, de un amor casi imposible, pero amor al fin y al cabo. Un amor paciente. A su lado hay amores desvanecidos, amores que no han llegado a fructificar, amores furtivos, amores de adultos casados que no se conforman o no tienen suficiente amor, o que buscan otro porque ya no saben qué es el amor. Sabemos, leyendo páginas memorables, del amor que se vuelve despechado y empuja a matar, que pone un cuchillo en tu mano y lo mueve casi sin tu voluntad, amor que es odio pero no lo sabes hasta que has matado y te das cuenta del engaño. Se mata por amor sin saber que el amor ha desaparecido y ahora ocupa su lugar el odio. Swift habla del amor, de la pérdida del amor, de los amores que no esperan y los amores que surgen sin esperarlos. Amor y muerte, una vez más, pero no de cualquier manera, no una repetición, sino una indagación, una inmersión, la voz de alguien que ha visto matar y ama a quien ha matado. No una vez más, sino una nueva vez.

Graham Swift: "La luz del día" (6). La inocencia de las cosas

Y en su repaso a los lugares en que ocurrieron los hechos llega a la casa de ella, su clienta, a la que ama. La casa en cuya cocina ella mató a su marido. Pasa el tiempo. La vida es efímera, hasta lo que parece más trascendente se vuelve aire. "La inocencia de las habitaciones, de las casas. Su discreción, su silencio. Una cocina maravillosa, maravillosamente equipada. Luz de invierno en las cacerolas de cobre. En la sala, en el comedor, una sensación de calidez y confort, o de lujo, según la escala de valores de cada cual. Buena vida, dulce vida. Esa manera que tiene la vida de irse amueblando, de ir acumulando cosas. Nuestras cosas. La inocencia de las alfombras, de los cojines, de los espejos, de los floreros. ¿Quién habrá vivido aquí?" Y allí habían vivido dos que se quisieron, que se amaron de verdad. Allí había estado la otra, de la que se enamoró el marido. Allí la mujer lo mató. Pero ¿qué queda después?

Graham Swift: " La luz del día" (5). Los hechos fatales.

La novela avanza desvelando las pequeñas imperfecciones de la vida cotidiana, el narrador nos cuenta los pequeños detalles que lo hacen todo más profundo, inasible, absolutamente subjetivo. Repasa los momentos anteriores a la muerte del adúltero, cuando lo siguió con su coche por las calles. Nos cuenta que se calló cosas que ya nadie va a saber nunca: ni su cliente, a la que ama, ni la policía, ni su hija, sólo su conciencia. Vemos poco a poco que las personas somos islas, que incluso aquellos a quienes más amamos y están más al alcance de nuestra mano, de nuestra voz, tienen tantos pequeños detalles y secretos dentro de sí que seguramente esconden otro mundo, otra persona completa de la que jamás tendremos noticias, a la que sólo esporádicamente - acaso por error - llegaremos a entrever. Un parpadeo - ¿ella es así?-, una frase - ¿ella es así?-, un gesto inesperado - ¿ella es así?-, una foto de otra época -¿ella es así?-, una grabación-¿ella es así?-, tantas pequeñeces que son pistas. Porque Swift ha elegido a un detective como narrador y su indagación es hacia adentro, busca en el interior de los hechos y las personas. También dentro de sí mismo. ¿Todo podía haber ocurrido de otra manera?, se pregunta el detective. Y repasa la noche del crimen, recuerda los días anteriores, luchando contra la fatalidad en una guerra perdida de antemano.

Graham Swift: " La luz del día " (4). Lirismo en la novela negra.

Hay lirismo en la novela. Todo son recuerdos, tres o cuatro historias que el narrador hilvana a retazos, incluyendo nuevas sensaciones, nuevas palabras, nuevas escenas. Así funciona nuestra memoria: vuelve sobre lo que nos obsesiona y llena de matices las imágenes fijas, de insinuaciones las palabras, de hondura negra algunos silencios. La voz del detective corre rápida, veloz como el pensamiento: " Pero yo era detective privado, ¿no? Siempre podía ver a la gente, estar con la gente, seguirla. Podía seguir a Sarah igual que había seguido a Bob y Kristina. Igual que años antes había pensado, cuando se avecinaba el divorcio, en seguir a Rachel, ver ese imposible: Rachel en otra vida, su vida sin mí. Rachel como debió de ser alguna vez, antes de que la conociera. Rachel con otro... ¿Cómo elegimos?" Y se ve que hay un cuestionamiento continuo, una duda que no se desvanece, porque la tragedia ha asolado su vida... Lirismo en la novela negra.

Graham Swift: "La luz del día" (3). Su padre, fotógrafo de estudio.

Hay más páginas memorables, como en las que habla de su padre, fotógrafo de estudio que empezó haciendo fotos en la playa hasta que aprendió y mejoró su clientela. Esas fotos de su padre se utilizaron después para casos policiales, para el periódico. Su padre tenía un talento especial y conseguía que salieran bien todos los retratados, conseguía apaciguarlos si venían alterados, poner en su cara una expresión que convirtiera en buenas las fotos. Cuando Webb era policía a veces algunas fotos de su padre llegaban a la comisaría y él miraba por detrás para saber si llevaban el sello identificativo: Webb´s Chislehurst. “Personas desaparecidas… Se hacían copias. Puede que la persona hubiera desaparecido, pero la fotografía se multiplicaba. Y fuera cual fuese el resultado -un cadáver, una detención, un fracaso-, la foto seguía ahí, sonriente, indemne… O los periódicos locales. Los periodistas tenían que hacer lo mismo: ´¿Hay foto?´ El mismo extraño orgullo. El niño muerto en un accidente: posando con el uniforme nuevo del colegio y una sonrisa angelical… El violador que en tiempos fue a la universidad…”

Graham Swift: "La luz del día" ( 2 ). Texto y música.

La narración va desgranando los acontecimientos pasados (porque la historia, lo fundamental, como en las mejores novelas del género, ya ha ocurrido) de manera original y cadenciosa, como si asistiéramos a la interpretación de una sinfonía que avanza, a veces recupera un tema, otras insiste en el tema principal, otras consigue una amalgama en que todo suena pleno y veraz .El detective recuerda en un capítulo cómo lo abandonó su esposa y ahí mi admiración se vuelve hiperbólica: dicen que todo está contado (esta novela no tiene un argumento sorprendente, tampoco lo pretende), que sólo se repiten las historias, y es posible, pero os aseguro que las emociones, su aparición, su estancia en nosotros, su marcha no están todas contadas. Y mientras leo el capítulo siento y noto que hay aquí un aliento singular, una voz singular, un ritmo (una melodía triste, que va y viene, como en realidad aparece la tristeza, revoloteando primero a nuestro alrededor, tocándonos con sus negras alas, hasta al final llenarnos con su oscura presencia) que envuelve y hace partícipe (es también un ritmo jazzístico: pleno de libertad, con notas que se van y luego repican como lluvia en nuestros oídos un instante, se nos olvidan y de improviso vuelven a sonar, nos ensanchan el pecho de alegría o nos encogen, pero no hay pausa, el todo de la composición las arrastra y nosotros nos quedamos a la espera, los sentidos alerta, como si huyeran no las notas sino personas a las que necesitamos y amamos) y nos involucra. Puedo deciros que es uno de los mejores capítulos que he leído jamás. Es el 18.

Graham Swift: La luz del día


El detective privado George Webb recuerda un caso que ha marcado su vida: una mujer, Sarah, le encargó que siguiera a su marido, Robert, que estaba liado con la asistenta, Kristina. Ésta vivía en la casa del matrimonio, era croata y estaba en el país gracias a que la habían acogido. Primero había sido alumna de Sarah y cuando su situación en el país se hizo difícil la invitó a vivir con ellos. Sarah la metió en su casa y en la vida de su marido, ginecólogo de profesión. Webb narra la historia en primera persona cuando ya han ocurrido algunos hechos definitivos que va contando poco a poco con un estilo muy personal, de frases cortas y con algunos acotadores paréntesis. "El aparcamiento estaba en plena ebulición. Los carritos pasaban a toda velocidad. Los maleteros bostezaban." Eso, a las puertas del supermercado. "Me miró y, por alguna razón, sonrió. Una sonrisa tan indefensa como sus rodillas. " "Pero ¿qué hace una persona cuando todo eso se viene abajo? Hay que seguir comiendo. (Y la comida es un sustituto bien conocido del amor)" Rapidez en la mirada del detective, en llegar a conclusiones, en decir lo que ve y cómo lo ve. Y acaso penséis que sólo es una historia tópica. Pero el autor es un escritor de los más talentosos y reconocidos de nuestros días, escribió la famosa e importante "El país del agua". Así que esto sólo es el principio.

Relato a veinte manos: Unos cuantos años (11)

El inspector Lage me saludó levantando una ceja. Intentaba parecer un policía típico o quizás se burlaba de sí mismo. Tuve que pedirle una hora libre a mi jefe, que también levantó una ceja, pero él eligió la del lado derecho de su cara. Bajamos a la cafetería de Anselmo. (Francisco Ortiz)
Nos instalamos en una mesa al fondo y pedimos café, que era por mucho mejor que el de la oficina.Era sin embargo, un lugar poco usual para reunirnos. El inspector Lage no perdió el tiempo en rodeos, una vez que sirvieron el café, me dijo que necesitaban de mis servicios para un trabajo muy peculiar y peligroso. (José Romero)
Le expliqué que ya no era el mismo, que estaba cansado. Le dije que la cara del tipo del último encargo todavía se me aparecía por las noches. Pero a él mis problemas nunca le importaron lo más mínimo. Aún así, me esforcé por explicarle que no podía actuar siempre por libre, que mi jefe empezaba a estar descontento conmigo. El café empezó a hervir en mi estómago mientras sentía que estaba a punto de escupirle a la cara todas las cosas de él que me desagradaban. Lage mantuvo en todo momento su estúpida sonrisa. (Miguel Sanfeliu)
Y pensar que una vez esa sonrisa no me resultó estúpida, que una vez, cuatro años antes, aquella primera llamada del inspector fue como una bocanada de aire fresco que me hizo pensar que mi vida al fin se movía, que, de alguna manera, más allá de los engaños y las palizas, de todos los hombres que acabarían llorando frente a mí, y de todas las mujeres a las que mi comportamiento hacia ellos haría llorar, lamentarse, enviudar, alguien confiaba por fin en mí, tal y como yo merecía. Cuatro años después, cómo pasa el tiempo, Lage tenía muchos menos problemas, todos los que yo le había ahorrado, pero mi vida seguía en el mismo sitio, parada, a la espera. (Miguel Ángel Muñoz)
Y no es que no lo hubiera disfrutado un tiempo, le confesé a Lage. Antes al contrario. Yo creo que todos podemos ser artistas en nuestro curro si le echamos un poco de alma. Hasta putas he conocido que saben gemir como primadonnas cuando su cliente se les derrumba sobre las tetas como niñito tembloroso. Lage sabía que yo era un artista en lo mío, que nadie había como yo para descerrajar cráneos o astillar huesos. Pero un artista también necesita su reconocimiento, qué coño, y cuatro años de ver pasar los bonitos trenes es demasiado tiempo. Se lo expliqué a Lage más o menos con estas palabras. Él asintió al final, comprensivo, dándoselas de hombre de mundo o de filósofo. A continuación, antes de responder, encendió un cigarrillo mientras borraba la sonrisilla de la jeta y me miraba con los ojos un poco vidriosos, como de pariente pedigüeño. (Ricardo Vigueras)
Son demasiados años como para no saber que cada segundo de esa dilación llevaba implícito el grado de dificultad del trabajo. Pegó una calada profunda, la cosa iba a ser complicada. La segunda me dejó claro que sería dura. La tercera me encogió el estómago. La cuarta no la habría resistido, pero empezó a hablar antes.
- Alguien de la fiscalía está fisgoneando en asuntos que no le incumben.
Hice un gesto con la cabeza para que siguiera hablando, pero se limitó a escrutarme como si albergara alguna duda sobre si yo era la persona adecuada. Eso me hizo preguntarle:
- ¿Alguien a quien conozco?
Asintió mientras daba una última calada al cigarrillo y lo aplastaba medio consumido contra el cenicero. La forma en que me miró despertó en mí una terrible sospecha:
- ¿Una mujer? (Rosa Ribas)
Debí haberle dicho que estaba loco y negarme, pero Lage me tenía atrapado, nunca iba a poder sacármelo de encima, tuve que aceptar. Terminé el café de un sorbo y me despedí no sin antes decirle que estaríamos en contacto. Al salir de la cafetería miré el reloj, todavía me quedaban 20 minutos de la hora que le había solicitado al jefe, así que encendí un Marlboro, cerré el abrigo y me eché a caminar sin rumbo. ¿Por qué Lage me lo estaba pidiendo a mí?, ¿qué era lo que pretendía con semejante propuesta? Claudia F. había sido mi amante y ahora, Lage, que muy bien lo sabía, me estaba pidiendo que la eliminase. ¿Qué era lo que el inspector escondía tras todo esto? Los recuerdos se agolparon en la memoria, se mezclaron con las preguntas, perdí la noción del tiempo. (José Antonio Galloso)
No, no podía matarla. La amé demasiado y la envenené con mi amor. No era necesario que le apuñalara su piel, cuando su corazón se desangraba cada día. Cómo matarla cuando yo lo hice con mis ojos, con mi boca, con mis palabras, con mis silencios. Ella es una muerta viva.Me quedé parado en una esquina, deseando que el semáforo estuviera siempre en verde para permanecer ahí, estático en mis pensamientos. Los recuerdos empezaron a acecharme y busqué en la bolsa de mi pantalón la moneda que ella me regaló. Por años la he cargado, como una prueba de que sigue viva y cuando la vuelva a ver, le enseñaré la moneda. Ahora esa moneda me pesaba. Tenía que aventarla al vacío. Quizá dejarla en una calle parisina o en un rincón mexicano, o simplemente regresarla al Puente de los Suspiros.Me sentía como aquellos prisioneros que contemplan el mar y el cielo por última vez. No. No podía matarla. (Clarice Baricco)
Y tan no “podía” hacerlo que mis labios comenzaron a dibujar una curva que en el mejor de los casos se había convertido en una sonrisa. Recordé una frase escuchada en cierta mala película de detectives, cuando el subordinado recibía una orden similar a la mía: “Ella traicionó a la corporación y ahora sabes qué hacer, lo de rutina en estos casos”. Y esa rutina, válgame tanta claridad, era degollar a la señalada. Pero una cosa era rebanar el cuello de alguien en tiempos donde era tan lícito que policías y ladrones jugaran a los balazos y otra en días como estos, cuando del telenoticiero a la telecomedia hay sólo un paso. Pero se entiende que ya no eran momentos como para ponerme sentimental o dramático; si evaluaba los hechos sólo era un peón de rey y en el ajedrez, las enanas y tristes figurillas de avanzada no tiene otra opción… ¿Matarla como si fuera una desconocida? Evidentemente mi embrollo era ese: la conocía y de qué forma. (Omar Piña)
Decido tomar el tren para intentar poner cierto orden al tropel de cavilaciones que agitaban mi sangre. Ocupo el sillón individual cercano a una de las salidas que comunican con el siguiente compartimento, calculando en el reloj el tiempo que habría de tardar el tren para llegar a la salida Commowealth donde trabaja un ex-policia amigo mío que conoce a Claudia F. Trato de tranquilizarme y otra vez no logro contener la indignación y la rabia.
Estos cabrones, hijos de ratas, saben muy bien con quién se la juegan, no sé por qué se les antoja meterme en sus planes. Haré que se arrepientan de haberme llamado.
En ello seguía pensando hasta reparar en que iba casi solo en el compartimento. Apenas un hombre. El hombre era de pelo corto, cincuentón, con pelos negros en las orejas -iba sentado delante de mí-, miraba a todas las chicas que pasaban al otro lado del cristal, y de vez en cuando tambien se fijaba de reojo en una chica, que aparentaba no más de quince o dieciséis años, con minifalda, de postura muy erguida e insinuante pese a su edad, o precisamente por eso. La chica era gordita, poco atractiva, con la cara de facciones claras y despejadas. Se apoyaba lo que parecía el capuchón de un bolígrafo en la boca, al ritmo de la canción que sonaba por los altavoces, "Dime que me quieres", de los Tequila, pero en una versión posterior, de una película llamada "El otro lado de la cama", humorística y sobre las relaciones de pareja. Ella la murmuraba y la he mirado pensando que se cortaría, que no seguiría cantándola, pero ha seguido e incluso ha evidenciado un poco más que estaba cantándola bajito. ¿Soledad, necesidad de comunicación, de complicidad? Me apetece averiguarlo. Además, mirándola bien, su rostro ahora me sugiere que la he visto alguna vez en otra parte. (Ninoska Mermoud-Santiago)
El timbre del móvil lo sobresalta.¿Se habría quedado dormido en el asiento del tren, o, aún despierto, se había transportado etéreamente a algún otro lugar? Como en una especie de viaje astral en clase turista había, entonces, visto cosas que no estaban ahí, que no habían estado nunca. Un espejismo causado por la sed que se llamaba ahora duda, o por el hambre que se llamaba ahora conciencia. Ja, qué ironía, a él que siempre ha vivido con el lema “Los escrúpulos están para servirme y no estoy yo para servirlos a ellos” tatuado en sus bolas y en su billetera, en ambas partes con el tono “Naranja Osama” que tienen los billetes de quinientos euros. La voz neutra de Lage suena al otro lado del teléfono muy parecida a la de su padre, demasiado como para que las manos no empiecen a sudar. “-Ah y sólo por si acaso lo estás pensando –Lage hizo una pausa efectista con la naturalidad y el consabido oficio que tienen los policías curtidos y las dominatrices- no tienes otra opción, por educación y por la amistad que nos profesamos te presenté en el bar la propuesta como si tuvieras opción de rechazarla, perdóname amigo ese exceso de gentileza, la verdad es que debes cumplir con el encargo sí o sí, de lo contrario tu desobediencia será castigada y lo haremos en esa pequeña parte que sabemos que es la que más te duele. Pero, no me malinterpretes, te lo digo sólo en caso de que aún te sientas demasiado atado a la rubia”. El primer impulso fue llamar a la guardería a donde a esa hora estaría Becky, casi de inmediato decidió no hacerlo, sería un innecesaria complicación, más tarde quizás llamaría a la madre, pero sería cuando ya la niña estuviera dormida, no podía tolerar escuchar su voz aguda diciéndole: Papá cuándo vienes, te extraño. Prefería no escucharla, ya viajaría en julio y pasarían diez días juntos los dos. Un músico callejero, apresurado por pedir contribuciones antes de que el hombre de pelos en las orejas y la chica gorda dejaran el vagón, le pisa inadvertidamente el zapato izquierdo, las manos y la expresión en el rostro de él se transforman de inmediato en las de un monstruo, toma entonces del cuello al pobre músico, lo levanta sobre el piso del tren que ahora empezaba a moverse de nuevo: “Maldito vagabundo, fíjese por dónde camina y lávese esas trenzas- le grita furibundo en la cara-, que huelen a orines de llama” .
Más tarde en la casa el timbre del teléfono lo despierta, escucha la voz apresurada de la madre de Becky: “La niña ha estado un poco inquieta, insiste en hablarte antes de dormir”, le dice sin ocultar el fastidio que le causa escuchar su voz (aunque fuera sólo el indefinido monosílabo o el ruido gutural con el que atendió), mientras la mujer llama a Becky escucha en el fondo la voz grave de un hombre, era probablemente el nuevo hombre de Marina. Es uno de los abogados más prominentes de esa ciudad, le había contado, sin él preguntárselo, la hermana de ella en esa única vez cuando coincidieron por casualidad hace tres semanas a la salida del concierto de música de cámara pro beneficencia en el Ateneo. Yo me cago en todos los abogados, gritó para sí mismo, justo antes de que la voz juguetona de Becky le hiciera cambiar la expresión. Sí, princesita de cuento, mañana mismo te envío el peluche del pato Donald, sí, uno igual al de tu amiguita de la guardería.
Se levantó de la cama, se enjuagó la cara y se dirigió a la casa de Claudia F. No era cuestión de darle más largas al asunto. No. Había que actuar. La acción cura el miedo, y tal vez también curaría la ansiedad y el ahogo y secaría las lágrimas que por dentro le supuraban desde que Becky le envió el beso de buenas noches. Lage no bromeaba. Nunca. Conforme se acercaba al edificio de Claudia F., su imagen empezó a dibujarse en su mente, era una de las actividades que hacía desde su niñez: imaginaba las cosas y paulatinamente las iba acercando como con un zoom. Por la gracia indolente de la lotería genética, Claudia F. conservaba su estampa bronca de veinteañera. Al inicio del ejercicio estaba el cuerpo de ella con una notoria combinación de colores: el blanco como de polvo de arroz, el negro desperdigado, el platino ensordecedor de su cabellera, luego en el acercamiento de su mente de solitario podía ver cómo las cosas, que al principio eran como un manchón poco definido de impresionista, iban adquiriendo mayor definición, mayor rotundez. Desde su puesto de secretaria piernuda, Claudia F. había escalado posiciones en la Fiscalía, justo de una forma que no contradecía para nada al tópico de rigor. No ella, no Claudia F., que no era una mujer para desdecir ningún lugar común ni para hacer ninguna declaración de corrección política. La veía ahora en ese “cinemascope” mental donde proyectaba sus recuerdos con las faldas ceñidas de piel de algún supuesto animal de sangre caliente o tibia, las blusas asedadas de manga larga, los cinturones anchos que parecían abrirle el campo a su derriere de una insólita africanía, los pechos desafiantes y despreciativos del silicón. Lo recordaba todo. Mejor dicho, la recordaba toda. Él había sido un hombre vulnerable a la fuerza que de ella manaba, lo suyo con Claudia F. había sido un caso de “force majeure”, bromeaba en silencio para sí mismo con esa otra costumbre que tienen los solitarios de reírse en silencio de sus propios chistes. Prefirió no tomar el ascensor del edificio, el ruido fuerte de bestia insumisa del mantenimiento y en huelga de hambre de aceite hidraúlico podría despertar a los vecinos. Justo antes de entrar por la puerta de atrás se palpó como por instinto la cartuchera en el tobillo izquierdo, era un gesto innnecesario, desde hacía años no salía nunca de su casa sin portar el cuchillo gurka que le había ganado jugando al póquer a un colega de la Scotland Yard en aquella convención internacional en Liverpool, años atrás cuando aún vivía con la madre de Becky, cuando creyó ella que había redención para tipos como él, cuando hasta él lo creyó por un tiempo. Aún conserva las llaves del apartamento 22, descubre ahora que Claudia F. no ha cambiado la cerradura. (Heriberto Rodríguez)


Avanzamos. Ahora es el turno de Zuriñe Vazquez.

Policías de Nueva York (NYPD). Camaradería.


Teniendo detrás a Steven Bochco, creador de Canción triste de Hill Street, la calidad de la serie se presupone. Y también se constata cuando la ves. Los personajes y las tramas están perfectamente definidos, son creíbles, y los sigues con atención e involucrándote, porque los unos se vuelven amigos y las otras generan interés. El personaje que interpretó David Caruso era la contracara del interpretado por Dennis Franz y nos servían ambos para saber que pueden tenerse amigos muy diferentes a lo que somos o creemos ser nosotros mismos. Uno, alto y con ojos azules; el otro, bajo, calvo y gordo. En el primer episodio, mientras habla con el gordo, postrado en la cama de un hospital inconsciente, le dice el de los ojos azules que le quiere como a un padre y que no está preparado para que le deje. Una familia que uno se construye, que no se corresponde con la biológica; una hermandad que nace del vivir juntos y padecer situaciones duras. La amistad, uno de los mejores valores que puede ofrecernos esta sociedad enferma de egoísmo y de gente solitaria. La camaradería, palabra en desuso pero que definía tan bien esas relaciones entre dos hombres o dos mujeres que se querían tal como eran, sin sexo de por medio, sin cuerpos de por medio, sino ofreciendo y dando algo que antes, acaso ingenuamente, decíamos que partía del alma.


Lectura recomendada: Parábola de los talentos

Lorenzo Silva: Nadie vale más que otro

Lorenzo Silva es un escritor que se ha ganado con mucho mérito lectores y reconocimiento. Las novelas dedicadas a Bevilacqua y Chamorro, dos investigadores de la guardia civil, están por derecho propio en un lugar destacado de la narrativa policial española y creo que Silva ocupa un espacio interesante en ese otro lugar que denominan narrativa a secas, el sitio de la gran literatura. Silva tiene críticas habitualmente en todos los suplementos culturales y revistas literarias y, como es habitual, le tratan con aprecio y un poco de desdén, el que se reserva siempre para el autor de novelas bañadas por las aguas del género. Necesita Silva, eso sí, romper con la dinámica en la que veo que se está moviendo últimamente, inteligente pero algo átona, sin el vigor de las primeras novelas, sin su profundidad ni su valentía: le está perdiendo un poco el método, el utilizar la plantilla, riesgo que corren todos los autores que escriben sobre unos personajes habituales. Entre los méritos de Silva hay dos que se ven en el primer relato de este libro, "Un asunto rutinario", que son su crítica medida y eficaz a una sociedad que ha perdido sus mejores valores y el tratamiento de temas casi cotidianos, que podrían aparecer mañana en cualquier periódico, y que afectan a gente normal. En esta historia, un tipo de El Ejido, pueblo de Almería (¿dónde estarán nuestros escritores más punzantes, atrevidos y comprometidos que no aparece aún esa novela que tenga como protagonistas a los inmigrantes y los nuevos ricos de este paradigmático pueblo?), es asesinado en Madrid cuando compraba droga. A qué se dedicaba el muerto -al negocio de los coches de segunda mano-, cómo lo engañaron, quiénes lo mataron no forma parte de una estrategia para entretener únicamente al lector, sino que Silva se vale de elementos de nuestra más cercana realidad para poner a ese lector ante un espejo que, mediante la literatura, le hará meditar y acaso recapacitar sobre ciertos asuntos muy útiles y muy próximos apenas pongamos un pie en la calle: el dinero fácil, las drogas, los negocios fracasados, la delincuencia que viene de fuera. Es Lorenzo Silva un escritor realista, con todo lo que eso conlleva, y sus méritos son muchos y sobrados para decir que es un gran escritor, uno de esos que son hijos de su época y la miran con los ojos abiertos.