Creo que, aunque soy un lector exigente, devoto de Moravia, Onetti, Cortázar, si leo tanta novela negra es porque necesito la sencillez, la serialidad, la narración llena de pequeñas historias que muchas novelas de este género brindan la oportunidad de conocer, además del alma de los seres humanos. Moe Prager visita a la novia del chico desaparecido, uno más en la larga lista de policías e investigadores que se han acercado a ella para hacerle preguntas. Sin embargo, esta vez la chica opta por contarle en profundidad la historia a este detective cercano y, ante todo, espontáneo, desenfadado. Ella es fea, una mujer consciente de que por la mañana, al descubrirla en la cama a su lado, un hombre la mira interrogador y arrepentido. Pero el guapo chico desaparecido la eligió a ella para sacarla un día a bailar y para salir de cuando en cuando. Se mostraba con ella frío, como alelado, pero cuando le dijo que se había quedado embarazada de él, se echó al suelo y hasta le besó la mano. Como eran estudiantes, ella no tenía claro si seguir adelante con el embarazo, no por falta de dinero, sino por lo que supone ser madre tan joven. Él le propone matrimonio, ella le dice que ha de pensárselo y entonces el chico la coge por el hombro con tanta fuerza que se lo disloca, acto que obliga a otros dos estudiantes a intervenir -ocurre en un cuarto de la universidad-. Ella miente, alega ante los médicos que se ha caído por una escalera, y ya no vuelven a verse más, sólo porque ella expresó una duda. Más tarde, aborta. Y unos meses después, el muchacho desaparece. Como veis, no hay moraleja final, sino que uno se queda aturdido, como ocurre ante los problemas reales que presenta la vida real, sin música al fondo ni un psicólogo susurrándonos en la oreja. Es el material del que están hechas las mejores novelas negras. De la vida misma.