La novela crece a mis ojos conforme avanzo, pero no porque en ella haya nada extraordinario, sino precisamente por lo contrario: la naturalidad con que avanza la historia, con que el personaje se va haciendo próximo y querible, por el cuidado de Coleman en el planteamiento de las escenas, que se van engarzando fácil y creíblemente. Me recuerda un poco a Walter Mosley, porque en las novelas de éste y su detective Easy Rollins hay momentos en que los personajes comen, aman, discuten al margen de la trama principal, del caso detectivesco, lo que dota de mayor verismo a las posteriores escenas de acción, de investigación, ya que antes de llegar a ellas nos hemos creído al detective no sólo como detective, sino también como persona. No es algo baladí lo que acabo de señalar, porque son pocos los autores que logran este realismo que invita a pensar optimista y satisfactoriamente que la novela negra es la novela realista de hoy, y leyéndola nos enteramos de los gustos y problemas de las clases medias, de los sinsabores de la vida cotidiana, de las pequeñas alegrías que deparan las horas más comunes de nuestras vidas. No soy un defensor a ultranza de la literatura estadounidense, ni de su cine, pero es imposible no admitir que sin esa literatura nos habrían faltado páginas esenciales del realismo último, dedicadas a las vidas de seres normales, poco importantes, que en verdad somos la mayoría. Un motivo más para leer a Reed Farrel Coleman, para leer novela negra. Qué buenos ratos pasa uno leyendo cómo comen, cómo se hablan en las pausas -digamos - algunos personajes.