Hay temas que no pasan de moda, y que incluso con el tiempo, pese a los disfraces y a las medias mentiras, retornan invariables y más dolorosos. El sentimiento de culpa es uno de ellos. Estamos en el siglo XXI, la religión no domina nuestras vidas, pero no nos engañemos: vivimos en el siglo de la depresión, una mal que corroe y destruye, que es el cáncer del alma. En los países occidentales, una vez que ciertos problemas de supervivencia van quedando atrás -no para todo el mundo, que no soy un ingenuo, pero sí para la llamada clase media, que es la que me ocupa y preocupa -, surgen, estallan otros que igualmente matan. Moe Prager pasa un día con la hermana del muchacho desaparecido, porque se han gustado y se han sentido atraídos al conocerse, y todo va bien hasta que ella se queda callada, arrepentida de estar disfrutando con un hombre mientras su hermano anda perdido, acaso muerto, necesitado de ayuda. Un hombre al que no habría conocido, precisamente, si no fuera porque su hermano ha desaparecido. Prager, que afirma "Cuando mi vida pase ante mis ojos, lo hará en texto, por escrito, no en imágenes", es un tipo despierto y sensible y se da cuenta de lo que le ha cambiado el ánimo a ella de golpe: "Los judíos sabemos bien lo que es la culpa. La olemos en el aliento. La leemos en la expresión del rostro porque la vemos desde hace miles de años cuando nos miramos al espejo. La culpa es como la maldición de una bruja. Una vez proferida, no puede despejarse con la razón. No, Katy tendría que permitir que la culpa atenazase su mente y su corazón durante un tiempo antes de eliminar el conjuro." Por algo será que apuesto por estos detectives que además son seres humanos, creíbles.