Las películas de los autores que se convierten en clásicos nos brindan una enseñanza fundamental: la sencillez. Allen cuenta su historia sin complicarla, rodea a los personajes importantes y principales de secundarios con poca entidad, apenas esbozados, que sirven deliberadamente sólo de telón de fondo. Es una enseñanza más. Nos cuenta una historia evidentemente moral, en la que un personaje se enfrenta a la vida, al éxito, al dinero, al egoísmo, a la paternidad, a la victoria, a la muerte y ha de tomar decisiones de honda importancia, sin vuelta atrás, trágicas y severas. Hay una meditación en esta historia en torno al azar, qué duda cabe, pues el protagonista es un ex jugador de tenis. Pero hay ante todo una insistencia en la idea de que las personas no somos apenas nada en el contexto social, en la organización de la ciudad y sus componentes, en la importancia general de lo que define a nuestro mundo en el siglo XXI. Cuando el protagonista decide matar a su amante y a la vecina que puede reconocerle, no mata con odio ni desesperación, no es un actuante, sino más bien la mano de que se vale el orden, lo trascendente para que se cumpla su lógica implacable. Desde ese punto de vista, el asesino es otra víctima, es ejecutor y, en cuanto que queda vivo, ejecutado que no muere pero ha de pagar todas sus faltas con la vida infame que le queda por vivir. Así, Allen da una obra mayor, absolutamente adulta en un mundo lleno de fragilidades expositivas y de apariencias con ínfulas explicativas que en realidad sólo son verdades huecas. En el siglo XXI, dice Woody Allen, el hombre y sus creaciones no han avanzado y el análisis de un Balzac, un Dostoievski, un Stendhal, un Marx siguen siendo válidos y, lo que es más, totalmente indispensables.