Para Graciela Barrera
e Inmaculada Lucena
Aún está en el piso y ya pienso en ella como si se hubiera marchado. Sé que sale y baja las escaleras despacio, saluda a algún vecino y se sube al coche. No se para a pensar en nada antes de arrancar. Le cuesta levantarse por la mañana. Conecta la radio y ahí empiezan algunas de las dudas. La ansiedad. Una emisora de música reciente. No. Mejor una de música de los setenta, ochenta y noventa. Pero esas voces pastelosas. La apaga. Se desespera con los semáforos, el tráfico lento, tantas obras en la ciudad que obligan a tomar desvíos. Se mira a veces las piernas cuando lleva falda. O las manos. Le preocupa que le duelan los dedos, que pueda tener las articulaciones afectadas por algún mal que debería de estar reservado para la vejez.
Me ha dejado la comida preparada y me ha dicho cómo preparar un sobre de salsa para añadírselo al pescado ya frito. He oído su voz en el centro del cuarto pero no he levantado la cabeza. Me ha besado. De soslayo, en la frente. Sus labios, un contacto suave pero frío. He vuelto a acostarme. También yo oigo música. Mis discos de soul. A veces me froto los ojos y no noto nada, bueno, sí, que son dos piedras secas. A las once el cartero pulsa el botón del interfono del piso. Una carta certificada. Se da cuenta de que estoy ciego y me coge la mano para que firme en el sitio indicado.
Hablo por teléfono imaginando rostros, aunque sobre todo imagino bocas. Delgadas de hombres, llenas de mujer, casi sin labios de niños. Mis sobrinos llaman y hablamos durante horas. Me cuentan todo lo que se les ocurre. Javier me habla de su último viaje, de la escalada. Es como si me llenara la cabeza de nieve. Ayer Leticia me contó que ha ascendido: jefa de departamento.
Ella vuelve cansada. Yo noto aún la caricia del sol en las manos. Han pasado dos o tres horas desde que oscureció, pero yo me fuerzo a sentir en la piel los efectos de la única visita diaria que tengo. Me pongo junto a una ventana y duermo. Me he quemado algunos días. Ella me unta crema y sus manos son otra caricia más. La oigo entrar en el baño, comer en la cocina de pie, ducharse con el agua a la máxima presión. Quiere borrar lo que se trae pegado de fuera y también se castiga de esa forma. Me dice que no hay pistas. El tío que me agredió en la entrada del hotel sigue siendo un fantasma. Descripción: alto, pelo oscuro, nariz prominente, barba de chivo, pelirrojo. El primer golpe no me hizo ni cosquillas, el segundo me dejó ciego para siempre, acabó conmigo y con mi fama, joder, un solo golpe certero. Con mi fama y con mi futuro. Veo la canasta y elevo los brazos, suelto el balón con el swing inimitable, como lo llamaba el locutor de la Sexta. El jugador poeta, me llamaban.
Ella guarda la pistola en el cajón y sale a comprar carne o bebidas. Yo lo abro y la huelo. No soy un experto, pero dicen que en las armas se queda pegado el olor después de usarlas. Nunca detecto otro que el de la grasa. Me lavo las manos y la espero sentado en el sofá largo. Hablamos, escuchamos discos, bebemos chupitos de Baileys. Le pregunto si ha tenido algún problema, si ha sido necesario que le partiera la cara a algún detenido, nos reímos, sé que ella está triste, como agazapada, y entonces me acerco y la beso en el pelo. Los policías sois todos unos borrachos en potencia, le digo más tarde, a la altura del tercer o cuarto chupito. Se queda dormida con la cara medio hundida en un cojín. Recorro su frente con mis dedos. Espero y la despierto. Va al baño, bebe agua, se desviste en el dormitorio. ¿Dónde te duele más hoy?, le pregunto. Llamo al sueño con mis dedos en su piel, masajeando su espalda, su nuca, su cuello. Toco su cintura, deslizo un dedo por la suavidad de sus bragas, quizá con la yema del índice exploro en sus muslos un instante. Me doy la vuelta. Dentro de seis horas se levantará y saldrá del piso en silencio, fingirá que no hace ruido para no despertarme, me llamará a las doce y me preguntará cómo lo llevo. Yo estaré junto a una ventana, palpando el sol con los mismos dedos que la acarician cada noche, los ojos inútilmente abiertos y la mente llena de temor y de luz.
e Inmaculada Lucena
Aún está en el piso y ya pienso en ella como si se hubiera marchado. Sé que sale y baja las escaleras despacio, saluda a algún vecino y se sube al coche. No se para a pensar en nada antes de arrancar. Le cuesta levantarse por la mañana. Conecta la radio y ahí empiezan algunas de las dudas. La ansiedad. Una emisora de música reciente. No. Mejor una de música de los setenta, ochenta y noventa. Pero esas voces pastelosas. La apaga. Se desespera con los semáforos, el tráfico lento, tantas obras en la ciudad que obligan a tomar desvíos. Se mira a veces las piernas cuando lleva falda. O las manos. Le preocupa que le duelan los dedos, que pueda tener las articulaciones afectadas por algún mal que debería de estar reservado para la vejez.
Me ha dejado la comida preparada y me ha dicho cómo preparar un sobre de salsa para añadírselo al pescado ya frito. He oído su voz en el centro del cuarto pero no he levantado la cabeza. Me ha besado. De soslayo, en la frente. Sus labios, un contacto suave pero frío. He vuelto a acostarme. También yo oigo música. Mis discos de soul. A veces me froto los ojos y no noto nada, bueno, sí, que son dos piedras secas. A las once el cartero pulsa el botón del interfono del piso. Una carta certificada. Se da cuenta de que estoy ciego y me coge la mano para que firme en el sitio indicado.
Hablo por teléfono imaginando rostros, aunque sobre todo imagino bocas. Delgadas de hombres, llenas de mujer, casi sin labios de niños. Mis sobrinos llaman y hablamos durante horas. Me cuentan todo lo que se les ocurre. Javier me habla de su último viaje, de la escalada. Es como si me llenara la cabeza de nieve. Ayer Leticia me contó que ha ascendido: jefa de departamento.
Ella vuelve cansada. Yo noto aún la caricia del sol en las manos. Han pasado dos o tres horas desde que oscureció, pero yo me fuerzo a sentir en la piel los efectos de la única visita diaria que tengo. Me pongo junto a una ventana y duermo. Me he quemado algunos días. Ella me unta crema y sus manos son otra caricia más. La oigo entrar en el baño, comer en la cocina de pie, ducharse con el agua a la máxima presión. Quiere borrar lo que se trae pegado de fuera y también se castiga de esa forma. Me dice que no hay pistas. El tío que me agredió en la entrada del hotel sigue siendo un fantasma. Descripción: alto, pelo oscuro, nariz prominente, barba de chivo, pelirrojo. El primer golpe no me hizo ni cosquillas, el segundo me dejó ciego para siempre, acabó conmigo y con mi fama, joder, un solo golpe certero. Con mi fama y con mi futuro. Veo la canasta y elevo los brazos, suelto el balón con el swing inimitable, como lo llamaba el locutor de la Sexta. El jugador poeta, me llamaban.
Ella guarda la pistola en el cajón y sale a comprar carne o bebidas. Yo lo abro y la huelo. No soy un experto, pero dicen que en las armas se queda pegado el olor después de usarlas. Nunca detecto otro que el de la grasa. Me lavo las manos y la espero sentado en el sofá largo. Hablamos, escuchamos discos, bebemos chupitos de Baileys. Le pregunto si ha tenido algún problema, si ha sido necesario que le partiera la cara a algún detenido, nos reímos, sé que ella está triste, como agazapada, y entonces me acerco y la beso en el pelo. Los policías sois todos unos borrachos en potencia, le digo más tarde, a la altura del tercer o cuarto chupito. Se queda dormida con la cara medio hundida en un cojín. Recorro su frente con mis dedos. Espero y la despierto. Va al baño, bebe agua, se desviste en el dormitorio. ¿Dónde te duele más hoy?, le pregunto. Llamo al sueño con mis dedos en su piel, masajeando su espalda, su nuca, su cuello. Toco su cintura, deslizo un dedo por la suavidad de sus bragas, quizá con la yema del índice exploro en sus muslos un instante. Me doy la vuelta. Dentro de seis horas se levantará y saldrá del piso en silencio, fingirá que no hace ruido para no despertarme, me llamará a las doce y me preguntará cómo lo llevo. Yo estaré junto a una ventana, palpando el sol con los mismos dedos que la acarician cada noche, los ojos inútilmente abiertos y la mente llena de temor y de luz.