Hay momentos, cuando la historia se va acercando al final, en que los diálogos parecen teatrales, las pasiones estallan y se mueven por los cuartos como algo sólido y dañino, los personajes mudan su piel y muestran otra que no siempre parece ser humana. La hija del magnate es clave en la historia, no como sujeto activo, sino como sujeto paciente, contra quien van a parar las desatadas pasiones y los deseos más firmes, que podrían volverla loca o hacerla actuar locamente pero de una manera que a ojos de algunos podría parecer la más cuerda, la más esperada, sobre todo para el abogado, que espera que cambie y le ame, aunque si quisiera ver se daría cuenta de que es imposible. Pero lo imposible desaparece a veces, se diluye como azúcar o sal en el agua, y pasmosamente vemos que deviene algo concreto e innegable. Archer dialoga con ella y la ve niña, muchacha enamorada sin fundamento, mujer joven presa de los celos, mujer desengañada, mujer casi loca, mujer que se entrega a lo imposible para seguir siendo niña. En sólo unos minutos, tras unos cientos de palabras dichas y pensadas, con un muerto por un disparo en la sien al que ella no quiere ver, no quiere reconocer, no quiere mirar para concederle su estatus definitivo. No es la primera vez que leo esta novela - y no soy un devoto de las relecturas - y me alegro: es una de las mejores novelas negras que he leído en toda mi vida, es una de los mejores libros que he leído jamás.