Prefiero este tipo de novelas a las que están llenas de complicaciones -en la trama y para el lector-, las novelas en que para llegar al culpable hay que dar muchas vueltas, pasar por multitud de preguntas -como si se tratara de una encuesta- y personajes y que embarullan, enmarañan y entontecen para luego, al final, quedarse con uno como en una tómbola, algo que ocurre tanto en las novelas de los epígonos de Agatha Christie como en los de los maestros estadounidenses. Cordelia se queda en la cabaña en la que apareció muerto el suicida y va a ver a algunos de sus amigos, regresa a la cabaña por las noches, deja durante el día una pistola en el exterior, disimulada entre las ramas de un sauco, que duerme junto a ella, cerca, por si la necesita. Hay dos ambientes: el exterior y la cabaña. Donde murió el muchacho y todo lo demás: los sitios que visitó, en los que estudió, amó, se desengañó. Una noche alguien espera a Cordelia, la enrolla con una manta y la tira a un pozo. Es una necesaria escena de violencia que le sirve a ella para saber definitivamente que el muchacho no se suicidó, que hay un asesino suelto. Pero P.D. James no inserta violencia gratuita, no acumula escenas de acción, sino que brinda algunas para recordarnos que estamos leyendo una novela criminal. A diferencia de tantos otros que se valen de la novela negra para embadurnarla de adrenalina y nervios, la autora inglesa la utiliza para hablar de las personas. Y hay emoción, hay aventura - elemento imprescindible para el lector - en la investigación, por supuesto, pero en una medida sabia y que aleja lo escrito de lo fácil y superficial.