Relato a veinte manos: Unos cuantos años (12)

El inspector Lage me saludó levantando una ceja. Intentaba parecer un policía típico o quizás se burlaba de sí mismo. Tuve que pedirle una hora libre a mi jefe, que también levantó una ceja, pero él eligió la del lado derecho de su cara. Bajamos a la cafetería de Anselmo. (Francisco Ortiz)
Nos instalamos en una mesa al fondo y pedimos café, que era por mucho mejor que el de la oficina.Era sin embargo, un lugar poco usual para reunirnos. El inspector Lage no perdió el tiempo en rodeos, una vez que sirvieron el café, me dijo que necesitaban de mis servicios para un trabajo muy peculiar y peligroso. (José Romero)
Le expliqué que ya no era el mismo, que estaba cansado. Le dije que la cara del tipo del último encargo todavía se me aparecía por las noches. Pero a él mis problemas nunca le importaron lo más mínimo. Aún así, me esforcé por explicarle que no podía actuar siempre por libre, que mi jefe empezaba a estar descontento conmigo. El café empezó a hervir en mi estómago mientras sentía que estaba a punto de escupirle a la cara todas las cosas de él que me desagradaban. Lage mantuvo en todo momento su estúpida sonrisa. (Miguel Sanfeliu)
Y pensar que una vez esa sonrisa no me resultó estúpida, que una vez, cuatro años antes, aquella primera llamada del inspector fue como una bocanada de aire fresco que me hizo pensar que mi vida al fin se movía, que, de alguna manera, más allá de los engaños y las palizas, de todos los hombres que acabarían llorando frente a mí, y de todas las mujeres a las que mi comportamiento hacia ellos haría llorar, lamentarse, enviudar, alguien confiaba por fin en mí, tal y como yo merecía. Cuatro años después, cómo pasa el tiempo, Lage tenía muchos menos problemas, todos los que yo le había ahorrado, pero mi vida seguía en el mismo sitio, parada, a la espera. (Miguel Ángel Muñoz)
Y no es que no lo hubiera disfrutado un tiempo, le confesé a Lage. Antes al contrario. Yo creo que todos podemos ser artistas en nuestro curro si le echamos un poco de alma. Hasta putas he conocido que saben gemir como primadonnas cuando su cliente se les derrumba sobre las tetas como niñito tembloroso. Lage sabía que yo era un artista en lo mío, que nadie había como yo para descerrajar cráneos o astillar huesos. Pero un artista también necesita su reconocimiento, qué coño, y cuatro años de ver pasar los bonitos trenes es demasiado tiempo. Se lo expliqué a Lage más o menos con estas palabras. Él asintió al final, comprensivo, dándoselas de hombre de mundo o de filósofo. A continuación, antes de responder, encendió un cigarrillo mientras borraba la sonrisilla de la jeta y me miraba con los ojos un poco vidriosos, como de pariente pedigüeño. (Ricardo Vigueras)
Son demasiados años como para no saber que cada segundo de esa dilación llevaba implícito el grado de dificultad del trabajo. Pegó una calada profunda, la cosa iba a ser complicada. La segunda me dejó claro que sería dura. La tercera me encogió el estómago. La cuarta no la habría resistido, pero empezó a hablar antes.- Alguien de la fiscalía está fisgoneando en asuntos que no le incumben.
Hice un gesto con la cabeza para que siguiera hablando, pero se limitó a escrutarme como si albergara alguna duda sobre si yo era la persona adecuada. Eso me hizo preguntarle:- ¿Alguien a quien conozco?
Asintió mientras daba una última calada al cigarrillo y lo aplastaba medio consumido contra el cenicero. La forma en que me miró despertó en mí una terrible sospecha:- ¿Una mujer? (Rosa Ribas)
Debí haberle dicho que estaba loco y negarme, pero Lage me tenía atrapado, nunca iba a poder sacármelo de encima, tuve que aceptar. Terminé el café de un sorbo y me despedí no sin antes decirle que estaríamos en contacto. Al salir de la cafetería miré el reloj, todavía me quedaban 20 minutos de la hora que le había solicitado al jefe, así que encendí un Marlboro, cerré el abrigo y me eché a caminar sin rumbo. ¿Por qué Lage me lo estaba pidiendo a mí?, ¿qué era lo que pretendía con semejante propuesta? Claudia F. había sido mi amante y ahora, Lage, que muy bien lo sabía, me estaba pidiendo que la eliminase. ¿Qué era lo que el inspector escondía tras todo esto? Los recuerdos se agolparon en la memoria, se mezclaron con las preguntas, perdí la noción del tiempo. (José Antonio Galloso)
No, no podía matarla. La amé demasiado y la envenené con mi amor. No era necesario que le apuñalara su piel, cuando su corazón se desangraba cada día. Cómo matarla cuando yo lo hice con mis ojos, con mi boca, con mis palabras, con mis silencios. Ella es una muerta viva.Me quedé parado en una esquina, deseando que el semáforo estuviera siempre en verde para permanecer ahí, estático en mis pensamientos. Los recuerdos empezaron a acecharme y busqué en la bolsa de mi pantalón la moneda que ella me regaló. Por años la he cargado, como una prueba de que sigue viva y cuando la vuelva a ver, le enseñaré la moneda. Ahora esa moneda me pesaba. Tenía que aventarla al vacío. Quizá dejarla en una calle parisina o en un rincón mexicano, o simplemente regresarla al Puente de los Suspiros.Me sentía como aquellos prisioneros que contemplan el mar y el cielo por última vez. No. No podía matarla. (Clarice Baricco)
Y tan no “podía” hacerlo que mis labios comenzaron a dibujar una curva que en el mejor de los casos se había convertido en una sonrisa. Recordé una frase escuchada en cierta mala película de detectives, cuando el subordinado recibía una orden similar a la mía: “Ella traicionó a la corporación y ahora sabes qué hacer, lo de rutina en estos casos”. Y esa rutina, válgame tanta claridad, era degollar a la señalada. Pero una cosa era rebanar el cuello de alguien en tiempos donde era tan lícito que policías y ladrones jugaran a los balazos y otra en días como estos, cuando del telenoticiero a la telecomedia hay sólo un paso. Pero se entiende que ya no eran momentos como para ponerme sentimental o dramático; si evaluaba los hechos sólo era un peón de rey y en el ajedrez, las enanas y tristes figurillas de avanzada no tiene otra opción… ¿Matarla como si fuera una desconocida? Evidentemente mi embrollo era ese: la conocía y de qué forma. (Omar Piña)
Decido tomar el tren para intentar poner cierto orden al tropel de cavilaciones que agitaban mi sangre. Ocupo el sillón individual cercano a una de las salidas que comunican con el siguiente compartimento, calculando en el reloj el tiempo que habría de tardar el tren para llegar a la salida Commowealth donde trabaja un ex-policia amigo mío que conoce a Claudia F. Trato de tranquilizarme y otra vez no logro contener la indignación y la rabia.Estos cabrones, hijos de ratas, saben muy bien con quién se la juegan, no sé por qué se les antoja meterme en sus planes. Haré que se arrepientan de haberme llamado.
En ello seguía pensando hasta reparar en que iba casi solo en el compartimento. Apenas un hombre. El hombre era de pelo corto, cincuentón, con pelos negros en las orejas -iba sentado delante de mí-, miraba a todas las chicas que pasaban al otro lado del cristal, y de vez en cuando tambien se fijaba de reojo en una chica, que aparentaba no más de quince o dieciséis años, con minifalda, de postura muy erguida e insinuante pese a su edad, o precisamente por eso. La chica era gordita, poco atractiva, con la cara de facciones claras y despejadas. Se apoyaba lo que parecía el capuchón de un bolígrafo en la boca, al ritmo de la canción que sonaba por los altavoces, "Dime que me quieres", de los Tequila, pero en una versión posterior, de una película llamada "El otro lado de la cama", humorística y sobre las relaciones de pareja. Ella la murmuraba y la he mirado pensando que se cortaría, que no seguiría cantándola, pero ha seguido e incluso ha evidenciado un poco más que estaba cantándola bajito. ¿Soledad, necesidad de comunicación, de complicidad? Me apetece averiguarlo. Además, mirándola bien, su rostro ahora me sugiere que la he visto alguna vez en otra parte. (Ninoska Mermoud-Santiago)
El timbre del móvil lo sobresalta.¿Se habría quedado dormido en el asiento del tren, o, aún despierto, se había transportado etéreamente a algún otro lugar? Como en una especie de viaje astral en clase turista había, entonces, visto cosas que no estaban ahí, que no habían estado nunca. Un espejismo causado por la sed que se llamaba ahora duda, o por el hambre que se llamaba ahora conciencia. Ja, qué ironía, a él que siempre ha vivido con el lema “Los escrúpulos están para servirme y no estoy yo para servirlos a ellos” tatuado en sus bolas y en su billetera, en ambas partes con el tono “Naranja Osama” que tienen los billetes de quinientos euros. La voz neutra de Lage suena al otro lado del teléfono muy parecida a la de su padre, demasiado como para que las manos no empiecen a sudar. “-Ah y sólo por si acaso lo estás pensando –Lage hizo una pausa efectista con la naturalidad y el consabido oficio que tienen los policías curtidos y las dominatrices- no tienes otra opción, por educación y por la amistad que nos profesamos te presenté en el bar la propuesta como si tuvieras opción de rechazarla, perdóname amigo ese exceso de gentileza, la verdad es que debes cumplir con el encargo sí o sí, de lo contrario tu desobediencia será castigada y lo haremos en esa pequeña parte que sabemos que es la que más te duele. Pero, no me malinterpretes, te lo digo sólo en caso de que aún te sientas demasiado atado a la rubia”. El primer impulso fue llamar a la guardería a donde a esa hora estaría Becky, casi de inmediato decidió no hacerlo, sería un innecesaria complicación, más tarde quizás llamaría a la madre, pero sería cuando ya la niña estuviera dormida, no podía tolerar escuchar su voz aguda diciéndole: Papá cuándo vienes, te extraño. Prefería no escucharla, ya viajaría en julio y pasarían diez días juntos los dos. Un músico callejero, apresurado por pedir contribuciones antes de que el hombre de pelos en las orejas y la chica gorda dejaran el vagón, le pisa inadvertidamente el zapato izquierdo, las manos y la expresión en el rostro de él se transforman de inmediato en las de un monstruo, toma entonces del cuello al pobre músico, lo levanta sobre el piso del tren que ahora empezaba a moverse de nuevo: “Maldito vagabundo, fíjese por dónde camina y lávese esas trenzas- le grita furibundo en la cara-, que huelen a orines de llama” .
Más tarde en la casa el timbre del teléfono lo despierta, escucha la voz apresurada de la madre de Becky: “La niña ha estado un poco inquieta, insiste en hablarte antes de dormir”, le dice sin ocultar el fastidio que le causa escuchar su voz (aunque fuera sólo el indefinido monosílabo o el ruido gutural con el que atendió), mientras la mujer llama a Becky escucha en el fondo la voz grave de un hombre, era probablemente el nuevo hombre de Marina. Es uno de los abogados más prominentes de esa ciudad, le había contado, sin él preguntárselo, la hermana de ella en esa única vez cuando coincidieron por casualidad hace tres semanas a la salida del concierto de música de cámara pro beneficencia en el Ateneo. Yo me cago en todos los abogados, gritó para sí mismo, justo antes de que la voz juguetona de Becky le hiciera cambiar la expresión. Sí, princesita de cuento, mañana mismo te envío el peluche del pato Donald, sí, uno igual al de tu amiguita de la guardería.
Se levantó de la cama, se enjuagó la cara y se dirigió a la casa de Claudia F. No era cuestión de darle más largas al asunto. No. Había que actuar. La acción cura el miedo, y tal vez también curaría la ansiedad y el ahogo y secaría las lágrimas que por dentro le supuraban desde que Becky le envió el beso de buenas noches. Lage no bromeaba. Nunca. Conforme se acercaba al edificio de Claudia F., su imagen empezó a dibujarse en su mente, era una de las actividades que hacía desde su niñez: imaginaba las cosas y paulatinamente las iba acercando como con un zoom. Por la gracia indolente de la lotería genética, Claudia F. conservaba su estampa bronca de veinteañera. Al inicio del ejercicio estaba el cuerpo de ella con una notoria combinación de colores: el blanco como de polvo de arroz, el negro desperdigado, el platino ensordecedor de su cabellera, luego en el acercamiento de su mente de solitario podía ver cómo las cosas, que al principio eran como un manchón poco definido de impresionista, iban adquiriendo mayor definición, mayor rotundez. Desde su puesto de secretaria piernuda, Claudia F. había escalado posiciones en la Fiscalía, justo de una forma que no contradecía para nada al tópico de rigor. No ella, no Claudia F., que no era una mujer para desdecir ningún lugar común ni para hacer ninguna declaración de corrección política. La veía ahora en ese “cinemascope” mental donde proyectaba sus recuerdos con las faldas ceñidas de piel de algún supuesto animal de sangre caliente o tibia, las blusas asedadas de manga larga, los cinturones anchos que parecían abrirle el campo a su derriere de una insólita africanía, los pechos desafiantes y despreciativos del silicón. Lo recordaba todo. Mejor dicho, la recordaba toda. Él había sido un hombre vulnerable a la fuerza que de ella manaba, lo suyo con Claudia F. había sido un caso de “force majeure”, bromeaba en silencio para sí mismo con esa otra costumbre que tienen los solitarios de reírse en silencio de sus propios chistes. Prefirió no tomar el ascensor del edificio, el ruido fuerte de bestia insumisa del mantenimiento y en huelga de hambre de aceite hidraúlico podría despertar a los vecinos. Justo antes de entrar por la puerta de atrás se palpó como por instinto la cartuchera en el tobillo izquierdo, era un gesto innnecesario, desde hacía años no salía nunca de su casa sin portar el cuchillo gurka que le había ganado jugando al póquer a un colega de la Scotland Yard en aquella convención internacional en Liverpool, años atrás cuando aún vivía con la madre de Becky, cuando creyó ella que había redención para tipos como él, cuando hasta él lo creyó por un tiempo. Aún conserva las llaves del apartamento 22, descubre ahora que Claudia F. no ha cambiado la cerradura. (Heriberto Rodríguez)
Advertí que un grueso halo de luz procedía de la puerta, y mis manos dejaron el lugar del precioso gurka para trasladarse al estacionamiento de mi 9 mm sin el menor atisbo de dudas. Al cabo de una rápida ojeada al oscuro pasillo, la pequeña pistola, cortesía de golfos y mejores tiempos con Lage, salió a respirar el aire. Me acerqué lentamente, sin respirar, y apoyando la espalda en las paredes del frío piso agucé el oído. Mal asunto, tragué saliva, y temí tener que gastar balas del juguetito que tenía entre las manos. Me llegué hasta el final del largo túnel, con el corazón al ralentí. Mi mirada cruzó habitación por habitación hasta llegar a la tenue luz del salón.
-¿Claudia? -exclamó mi desconcertada voz a la melena rubia que aparecía entre los orejones del sillón.
Recibí un sepulcral silencio por respuesta. Nada se movía, ni siquiera se percibía vaivén alguno de un respirar humano. Me acerqué al sillón apuntando con la pistola, y mi cuerpo saltó hacia atrás como poseído por un resorte automático. Sudaba como un cerdo. Me sentía estúpido, porque estas situaciones no eran nuevas para mí. Yacía mal colocada en el sillón, impávida, desnuda, blanca como el marfil, perfecta, bella en su frialdad: muerta. Solo había un pequeño detalle de color en aquella marfilada escena, un hilillo de sangre muy roja caía de la comisura derecha de una boca que una vez besé con ansia desesperada.
Me acerqué a la ventana cuyas persianas estaban levantadas y las cortinas apartadas, como si la escena que tenía ante mis ojos hubiera sido un escenario teatral contemplado por un público escogido. No había nadie en ese lado de la calle, ni las hojas de los árboles se movían. Tenía la boca seca y necesitaba un trago antes de decidir si llamar a la pasma o salir de allí como un rayo. (Zuriñe Vázquez)
Avanzamos. Ahora es el turno de Miguel Sanfeliu, de nuevo. Y estamos cerca del final.