Antonio Muñoz Molina

Hubo una época en que queríamos ser Antonio Muñoz Molina. No como él, sino él. Le habíamos conocido en unas jornadas literarias desarrolladas en Almería y su carácter, su bonhomía, su cercano parecer y sus comentarios nos deslumbraron, nos pusieron en la senda de sus seguidores más fieles. Le vimos otra vez -mi amigo Juan Herrezuelo y yo-, en Granada, y nos invitó a comer. Eramos dos jóvenes con una mano delante y otra detrás -como decía Herrezuelo-, temerosos de hallarnos en una situación a la que sólo pudiéramos responder con evasivas y excusas: pero Antonio -así le llamábamos entonces- ni siquiera dudó. Pagó con su tarjeta y todos nuestros miedos -y nuestros temores a hacer el ridículo- se disiparon. Menudo alivio. La comida tuvo lugar en un restaurante cercano al Hotel Victoria, hoy restaurado, y muchas veces, andando por aquella acera, recuerdo y me digo que nunca sentimos tanta admiración por nadie a quien hubiéramos llegado a conocer en persona, ni antes ni después. En un programa de radio plasmamos esa devoción y se lo dedicamos a Antonio: lo emitió Radiocadena Española. Otros tiempos, sí. Me comenta Emilio, de la Librería Atlas, en Granada, que pasaba a menudo por allí a comprar libros y, en una ocasión, una colección de comics: Spirit. ¿Para él o para su hijos? No lo sabemos. También Antonio padecía de ciertas nostalgias. Seguro que Herrezuelo y yo daríamos algo importante de lo que poseemos -si es que hay algo valioso y algo digno de ser ofrecido a los dioses del tiempo, pongamos por caso- por volver unos minutos a aquella edad y a una de las charlas que mantuvimos con quien luego fue Premio Nacional de Literatura. El invierno en Lisboa era nuestro libro de cabecera, el que aparecía en cualquier charla, con aficionados a la literatura y con quienes no habían leído nunca, si nos lo permitían. Así se forja una identidad, me digo ahora.


Foto: Ideal