Relato 1: "Matar al padre", de Francisco Ortiz



Para Zuriñe Vázquez


Se puede matar al padre sin pena, se lo digo yo. Puedes matarlo y quedarte tan pancho, se lo digo yo. Hasta te quedas con la sensación agradable de haber cumplido con una obligación de la que otros se escaquean. Créame que es así. Estaba harto, cansado, se lo advertí dos veces y, a la tercera, ¿no dicen que va la vencida?, pues yo lo vencí. Lo dejé hablar, chillar, aporrear la puerta, ponerse bravo, muy bravo, crecido, muy crecido, y le di tiempo a que supiera que mis amenazas no iban en vano. Me da igual que usted me dé o no la razón. Estamos en la cárcel y no me duele ni me apena. Somos compañeros de celda y se lo cuento porque hay que matar el rato. A mí me da igual que me miren de lado o que piensen lo que quieran. En el fondo todos me dan la razón. Suena fuerte lo de matar al padre, y seguro que más a usted porque tiene dos niños, dos me dijo, ¿no? Si yo no quiero que nadie se ponga en mi lugar. Que no, hombre, que no. Todo lo contrario: hice lo que hice porque era la manera de poner sobre aviso a unos cuantos padres cabrones. Yo se lo avisé. Una más. La próxima te rajo. Quiso salirse con la suya y volvió. Le solté quince o veinte puñaladas, de eso no me acuerdo exactamente. No las conté, por supuesto. Mientras seguía retorciéndose pensaba que aún no se moriría y tuve que clavarle el cuchillo más veces. Sufrió poco, porque no era la cuestión que sufriera. Precisamente lo maté para ahorrar sufrimientos. Yo se lo había advertido, él volvió, lo acuchillé y me senté a su lado, en el suelo, en plena calle, a esperar que viniera la policía. ¿Que qué se me pasó por la cabeza? No tuve ganas de vomitar ni pensé en nada. Miento. Sí, en mi madre. Y también en un chaval que una vez me puso una navaja en el cuello a la salida de una discoteca para robarme. No me acuerdo de la cara, pero sí de la navaja. Sentado en el suelo, pensé en esa navaja y en lo traicionera, lo particular que es la memoria, que olvida lo que le interesa sin consultarnos: decide que esto lo borra, pues hala, a su bola. El policía que me ayudó a levantarme se pensaba que yo había visto cómo mataban a mi padre y le estaba llorando, pero cuando un vecino le dijo que tuviera cuidado, ja, ja, pegó un respingo y hasta sacó la pistola. ¿Qué has hecho, muchacho? Matar a mi padre. ¿Qué estás diciendo? Le pareció una locura, claro. Pero no es una locura cargarse a un cabrón que molesta a tu madre cada vez que le viene en gana, que se pasa por el forro de los cojones la orden de alejamiento del juez. Sí, un padre maltratador. Pero maltratador sólo de la madre. A los hijos nunca nos puso una mano encima. Todo lo pagaba con mi madre. Así que no había otra elección. Se lo avisé, que no volviera, ni una más, pero hizo lo que le salió del alma, como siempre. Sólo lo estuve pensando un rato, la verdad. Una tarde, en el hospital, en urgencias. Mientras le daban unos puntos a mi madre pensé que había que encontrar una solución y que, conociendo a mi padre, no lo iba a parar ni un juez ni un policía ni un terremoto. Hasta que matara a mi madre, eso fijo. Pensé que era una partida y que una ficha tenía que perderse. Mi madre, mi padre, yo. Como mi madre no ha sabido nunca defenderse, ella era la más débil, y mi padre lo tenía claro, por eso no había quien razonara con él. ¿Mi madre se defendería? No. Alguien tenía que defenderla. ¿Mis hermanos? Mucho rollo legal y confiar en policías y jueces. Pues bueno: mejor que cayera mi padre que no mi madre, ésa fue mi conclusión. ¿Yo? Me da igual. Ya le digo: mi madre o mi padre. Yo elegí a mi madre, lo demás no me importa.