Ésta es una verdadera novela negra: habla de la corrupción, de los excesos, de los secretos, de las verdades oficiales, de los policías y de los delincuentes, también de algunos policías que son policías y, a la vez, delincuentes. Connelly es un seguidor de los clásicos del género, ha creado un personaje memorable y no ha incurrido en el defecto de tantos otros autores de la actualidad, que ofrecen mucha forma y poco, poquísimo fondo. Connelly es un autor que parte de premisas, de ideas - de una ideología, incluso, por decirlo claramente - y que articula su narración de manera que lo que pretende decir quede claro y bien expuesto, sin tapujos y sin indefiniciones. No hay aquí tópicos que cansen ni giros artificiosos que capten la mirada durante un rato para luego saturarla y dejarla cansada, aburrida. Es de admirar que Connelly tenga las ideas claras, sepa lo que quiere contar y no dé rodeos, no abuse de los hallazgos ni de las caracterizaciones. Al final, sentimos que la soledad de su policía, de ese Harry Bosch desengañado y dolido, también puede ser la nuestra, aunque no seamos policías y sí sólo lectores.