La chica no quiere dejar la prostitución y Spenser debate con Susan qué hacer con ella, cómo ayudarla. Se le ocurre que, en vez de ejercer de la manera en que lo hace, con un chulo de baja estofa y recibiendo a diez o veinte clientes por noche, podría irse a una casa de categoría, con una madame, y seguir haciendo el trabajo que quiere pero recibiendo a un cliente por noche, no a tantos y tan poco selectos. No es una broma. No es una barbaridad, le aclara Spenser a Susan. Ella, psicóloga, se horroriza ante la idea y decide buscar ayuda de otro tipo, propone soluciones institucionales. Pero según va sopesando la idea bárbara de Spenser, y teniendo en cuenta que la chica no va a volver con sus padres y que no acepta el ambiente que reina en su pueblo - " La vida en Smithfield no resulta fácil salvo que uno sea prácticamente indistinguible de los demás habitantes" - y que quiere seguir ganándose la vida con su cuerpo, se da cuenta de que una cosa es lo que pensamos a priori y otra lo que la realidad nos tira a la cara. Spenser quiere ayudarla, dice, y no juzgarla. Y busca la salida que estima menos mala y la que tenga en cuenta el parecer - equivocado o no- de la chica. Decisiones adultas.