La novela avanza y, sorprendentemente, apenas pasa nada. La chica desaparecida ha dejado tras de sí un colgante con una cadenilla rota, parece que estaba interesada en un escritor de pueblo que financiaba la publicación de su propia obras y, ante todo, el matón y la profesora pasan muchas horas juntos. Aquí se ve que la novela tiene calidad, que Somoza ha entrado en el género negro pero no para dejarse llevar por él sino para pisar un territorio conocido en el que se mueve a su entera libertad y a su entero capricho, sin dejarse comer el terreno. El viejo matón, junto a la delicada profesora, componen una figura original y digna de ser seguida: una cabeza, la de ella, bien amueblada, y un cuerpo, el de él, con muchas muertes en sus manos. Ella habla, deja que su mente vague, y él la escucha y se siente vagamente atraído, la protege, empieza a respetarla y a gozar hondamente de su compañía. Una sola figura, una pareja que centran la atención del lector, que contempla sus gestos y acercamientos, su improbable unión. Pero es en la provisionalidad cuando en ocasiones surge lo verdaderamente revelador, lo auténtico, lo definitivo.