Pero después llega la violencia, la definitiva, la que no tiene remedio y aboca a cada personaje a su oscuridad interior y le pone ante el espejo de sus propias miserias, sus miedos, sus desesperanzas. Porque cuando llega la violencia y trae consigo sangre y muerte no quedan resquicios para el optimismo, no sirven los recuerdos de celebraciones ni de momentos que creímos guardados indelebles en el lugar más grato de la memoria. Porque al ver muerto a quien querías dudas de la vida y de tu propia vida y sabes que nada tiene un sentido definitivo, nada ocupa un lugar eterno. La violencia es siempre azul y negra, está llena del azul que ven los moribundos en el cielo o en el suelo, está llena del negro que vela nuestra mirada al enfrentar la escena en que hay alguien que nunca más nos dirá una sola palabra. No hay muertes justas, seguramente, por muy deseadas que sean, pero hay muertes como la de esta novela, cerca de su final, que orillan la luz y llenan de oscuridad el entendimiento, la razón y la voluntad. Una muerte que cierra una vida y quizá clausura también la de todos los que rodeaban al que muere. Y ahora cada uno ha de buscarle un sentido individual a la tristeza, a la pesadumbre, al desconsuelo.