No hay en Freeling los elementos repetitivos que invitan a tener la sensación de déjà vu. No insiste en los tópicos y no existe ese cansancio, propio de la fórmula repetida, que nace en el escritor y se transmite con facilidad al lector, que se siente lento y se aburre con la lectura. Freeling medita mucho y bien antes de contar, de narrar, y eso se nota porque conforme la novela avanza vemos que no estamos ante una historia que nos atrape por su intensidad, su acción, sino por su inteligencia, por el acierto con que Freeling acerca la lupa a determinados momentos de la investigación policial y, con una voz y una mirada propias e inconfundibles, nos acerca a donde verdaderamente está el interés de lo que cuenta, el meollo, que se decía antes. Hay muchos ingredientes psicológicos, políticos, sociales en esta novela -"Un pisito sobrio en un edificio ni limpio ni sucio. La pintura verde desconchada no indicaba ni riqueza ni pobreza"-, y nada es gratuito. Han matado a un pintor. Castang, el policía, visita a la viuda, y en seguida vemos que se nos dan más detalles para saber quién era ese personaje, qué le motivaba, qué le hacía singular. Hay una construcción de este personaje que después hemos visto en autores como Vázquez Montalbán -pienso en Los mares del Sur y en su protagonista ausente, muerto, en cuya vida ahonda Carvalho buscando un patrón, una lógica- y un interés por lo psicológico que estaba ya en Ross Macdonald, autor más preocupado por el ambiente, las pulsiones ocultas, las taras consecuencia de un pasado que es como una herida aún sin cerrar. Freeling posee voz propia, y me apena que no se le recupere, no se le lea más, no se le nombre más, porque su talento es innegable y muy, muy perdurable.