Martín Kohan: Fuera de lugar




Fuera de lugar transcurre en geografías diversas: la precordillera, el litoral, el conurbano, los remotos países del Este, una frontera. Y también en Internet, el espacio de todos los espacios. Claro que los personajes que se mueven de un lugar a otro, los que parten y se aventuran, no van a quedar por eso más cerca de la verdad que aquellos que se quedan siempre fijos en un mismo punto. Y eso porque la lógica que se impone en Fuera de lugar no es otra que la del desvío. El desvío: ya sea en las perversiones de las fotos con niños que se narran en el comienzo, ya sea en el viaje en extravío que se narra en el final.
¿Qué es lo fuera de lugar en Fuera de lugar? En parte lo es la aberración: eso que no debería suceder y, sin embargo, sucede. En parte lo es la descolocación: el modo fatal en que se desorientan y se pierden aquellos que más seguros se sienten de estar siguiendo las pistas correctas. Y en parte lo es la forma en que Martín Kohan dispone la trama policial de esta novela: hay actos y hay huellas, hay hechos y hay consecuencias; pero las huellas y las consecuencias aparecen siempre en un sitio diferente del sitio donde se supondría, donde se esperaría, donde se las va a buscar.
«Don para hilar diálogos absolutamente naturales. Kohan escribe con una elegante ligereza, con gran atención al ritmo. Lo suyo es la palabra medida, certera. Impecable escritura» (Ernesto Calabuig, El Mundo).
«Prosa hipnótica. Un escritor dueño de un universo literario y de un estilo propio; un escritor de incuestionable firmeza» (Ricardo Baixeras, El Periódico).
«Un escritor llegado al puerto seguro del talento» (Ricardo Menéndez Salmón).
«Rendido a sus pies, señor Kohan» (Carlos Zanón,Avui).


Edita:  ANAGRAMA

Andreu Martín: La violencia justa

   


   No acierta Andreu Martín con esta novela pues la alarga en exceso, la llena de demasiada acción al final entorpeciendo el buen trabajo psicológico previo y convirtiéndola en algo cercano a lo inverosímil y lo peliculero, con lo que tira por tierra todo cuanto de matizado, bien meditado y noblemente realista había en el punto de partida: la historia de una mujer maltratada que busca venganza y la de un expolicía ante un caso importante de tráfico de niños. Resolverlo todo por la fuerza ciega la conseguida apuesta por las dos voces narrativas -lo mejor del libro-, el buen uso de las diferenciaciones de carácter y de lenguaje, así como el bien calcualdo ritmo con que se acercan el hombre y la mujer y establecen sus primeros vínculos. No es una mala novela negra, sino una novela que se empeñó en culminar a lo estruendoso en lo negro y olvidó lo demás como atraída por un brillo cegador. 

La playa de los ahogados, de Gerardo Herrero




Insulsa película, parecida a un flojo telefilme, de la que dan ganas de alejarse ya a los veinte minutos de metraje, porque todo resulta manido, previsible e insustancial, con una mala interpretación de Carmelo Gómez -gestos desconectados incluso en algunos diálogos- que parece adormilado y distanciado de lo que vive tanto como un mar frío y lejano, una realización plana y sin brío y una trama sin alicientes, sin sorpresas y muy rutinaria. Lástima que el cine español, tan acertado en el cine negro últimamente, pierda el tiempo con el policíaco de esta lamentable manera. 

Andreu Martín y los personajes creíbles

Cuando uno lee habitualmente novelas, no deja de hacerse preguntas, más aún si se es tan crítico como yo con lo propio y con lo ajeno. Muchas, muchas novelas se me han caído de las manos por las malas elecciones de los autores, por las imposiciones de los autores que obligan a los personajes a hacer cosas increíbles, injustificables e injustificadas. Con las películas me ocurre aún más a menudo: me distancio, me salgo de la historia, me alejo kilómetros de lo que estoy viendo. Si algo le exijo a un autor es que justifique lo que cuenta, que no me largue discursos, no siembre tonterías manejando a los personajes como si fueran marionetas. Al fin y al cabo, la novela es para mí una indagación en las particularidades del ser humano, sus conductas, sus problemas, sus contradicciones, sus crueldades y sus amores. Por eso, ahora que estoy leyendo una novela de Andreu Martín quiero ponerlo de ejemplo en lo bueno de esto que digo. Sus libros son una mezcla muy adecuada de acción y de psicologismo auténtico, algo perfecto en la novela negra y en cualquier tipo de novela, y llego a la última página siempre porque no me importan otros fallos, otras concesiones si lo fundamental es de buena calidad, que lo es: decir sin mentir, contar sin mentir, describir sin mentir y ayudar a saber un poquito más del bípedo implume. 



Los atrevidos: el narrador

  


   Hace algún tiempo escribí esta novela que, al no estar publicada en papel ni aparecer recomendada en medios, pasó completamente desapercibida. Sin embargo, creo que merece la pena su lectura y por eso voy a dedicarle varias entradas en este blog. 
   El narrador es Luis Castillo, el mismo personaje de Última noche en Granada. Intenté varias veces desprenderme de esta voz y de este tipo, pero no lo conseguí. Me costó acabar de escribir la novela porque no tenía ninguna intención de hacer una serie, algo muy común en la novela negra. Como podéis suponer, el nombre es un claro homenaje al personaje de Ross Macdonald, el lírico y agudo observador Lew Archer, la mejor creación -estimo- del género. Pese a esto, dedicarme a seguir los pasos de alguien que tiene una vida muy marcada, unas costumbres muy establecidas y unos vicios infaltables no me atraía, porque no me gustan las repeticiones en la vida ni en las novelas y porque no quería encadenarme a un personaje, a una sola manera de mirar, de decir, de sentir. Sin embargo, supongo que debido a mis limitaciones, mi mundo algo reducido -eso que llaman obsesiones- y mi conocimiento exacto tan solo de unas pocas cosas me hizo volver sobre mis propios pasos -o los de Luis- y continuar su historia, que al parecer no terminó en la primera novela, toda vez que se me impuso la necesidad de escribir una segunda. 
    En Los atrevidos, Luis es el mismo y es otro. Algo bueno, para no cansarme ni cansar al que ha tenido la voluntad de leer la novela. La historia se lo exigió. En Ultima noche era el sujeto paciente, el sufridor, mientras que en Los atrevidos es un observador, muy en la línea de Archer, que se ve involucrado y participa sin ser nunca el protagonista de la trama, sin tener nunca el foco de lo contado puesto sobre él. Así, es su voz la que nos hace llegar la historia triste de una mujer triste que fue violada por su tío cuando tenía diez años. Es su voz la que se esfuerza por recordar y decir cambiando el tono lo que esa mujer sufrió y aún sigue sufriendo. Es su voz la que procura contar y no exagerar, no mentir, a la manera en que Archer narraba pero también a la manera en que narraba Baroja: por el camino de lo esencial y lo verdadero. Luis Castillo es un personaje que cuenta una historia porque está obligado a contarla, porque aún no la ha asumido del todo -una gran diferencia con la novela decimonónica- y porque no comprende en plenitud qué ha vivido, qué supone para su vida y para la de quienes han vivido esa historia con él. Este narrador no es un sabio, no es un viejo que recuerda, sino alguien que cuenta aún poco distanciado de lo vivido, aún perplejo, aún en proceso de asimilación y envío voluntario y consciente de unos hechos a la cueva del recuerdo. Narra porque está obligado a narrar para que otros sepan, quizá para que le ayuden a saber qué sabe. Si yo asumí que él tenía que contar en primera persona es porque su voz era ya un filtro, un primer tamiz, y haber optado por la tercera persona habría sido una mentira, un acto frío que me habría alejado como lector de esta historia. Somos personas, no dioses, y los narradores de tercera casi siempre me parecen imposibles dioses. Un amigo me dijo hace mucho que un narrador de primera no es creíble, porque nadie puede recordar un diálogo completo, el monólogo de otra persona, tantos detalles. Siempre me pesó esa afirmación. Pero la elección del narrador de tercera me habría parecido en esta novela un truco, un artificio, un teleobjetivo. Contar desde el yo es lo que creo más real y más creíble porque todos somos un yo y todos contamos desde nuestro yo. No hay objetividad y no hay lugar para los demiurgos a estas alturas, con todo lo que ha sido ya visto, estudiado y escrito. Quien cuenta desde la tercera ha de ser prodigiosamente jamesiano para no mentir desde la primera palabra. O al menos eso pienso ahora, esta tarde de junio, mientras medito con el calor atemperado en mi ventana y la tarde apoyada remisa en las fachadas de los edificios más cercanos. 

Eugenio Fuentes y Cinco esquinas

Magnífica reseña de Eugenio Fuentes al último libro de Vargas Llosa: ¿quién puede dudar de la valía de la crítica con un escrito como este? 

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Cayetano

 Hoy, después de cinco años de una enfermedad abrupta y que no ha dado apenas tregua, ha muerto mi hermano Cayetano. Gracias a él aprendí un día a manejar un ordenador y gracias a él ha existido, por lo tanto, este blog. 
   Descansa en paz, hermano. No te quepa duda de que, estés donde estés, de alguna manera siempre estaremos juntos.
   Como decíamos de pequeños: Jau.

Antonio Jesús García: Danzad, danzad, malditos

   




   Exposición de fotografía de uno de los grandes valores de nuestro país, un artista de poderosa mirada y útil imaginación para ver y plasmar, en MECA

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John Le Carré: La chica del tambor

 


   Novela de amor, novela de espías, novela psicológica y de contenida y sensata acción, La chica del tambor es la sobresaliente novela de uno de los más grandes autores del género negro de todos los tiempos. Su escritura es no solo madura, sino "adulta", cualidad a la que acceden muy pocos autores de novelas, por más que algunos obtengan premios y otros sean jaleados como maestros. Adulta es la prosa de quien no hace perder el tiempo al lector con descripciones vanas ni hurtándole todas las descripciones; la de quien suministra al lector nuevos conocimientos y bellas imágenes a través de frases plenas de creatividad, espejos reales de lo que el mundo no menos real ofrece a las almas sensibles y empáticas; la de quien acude a detalles de caracterización de los personajes para dotarlos de una vida más completa y transmisible en momentos en que la narración ha de nutrirse de su propia vida interna; la de quien trata al lector como a alguien inteligente, evitando la seducción fácil y el discurso altanero, manteniendo la línea de un estilo propio al que sumarse, al que exigir, al que reclamar desde el propio acto creativo. Prosas "adultas", en tiempos de crisis de la novela, apenas hay unas cuantas. Y la de John Le Carré es de la mejores. 
   La inteligencia práctica de Le Carré tiene una altura que admite escaso parangón en la literatura actual. Su narración es viva, destellante, cerebral y sensorial, demiúrgica y empatizadora, un dechado de virtudes y de apuestas sencillas y factibles que llevan a preguntarse por qué es él tan magistral y aún hay tantos en el estadio de aprendices. No ha conseguido ser un verdadero maestro sino tras escribir un puñado de libros, no es algo conseguido por azar sino tras los trabajos de prueba y rectificación, pero su magisterio es tan claro para el lector imparcial que resulta de alguna manera abrumador e imposible de negar, como ocurría -en otro ámbito y con otras maneras- con el gran Julio Cortázar, admirado incluso por sus enemigos. En muchos autores vemos enjundia hueca, discursos envolventes pero distanciadores, encontramos excesivo amor a la literatura y su consiguiente verborreísmo, hallamos talento para encandilar pero vacío de fondo, superficialismo que lleva a dominar lo contable por apresamiento de la mirada únicamente. En Le Carré, en cambio, hay meditación y acción, contemplación y acción, pensamiento y acción: no es un caso único, pero sí uno de los pocos. Y uno de los pocos imprescindibles para saber qué pasa dentro del cruel mundo capitalista. 
   El rapto emocional, la manipulación veloz de la chica elegida por el servicio secreto israelí para sus fines ocupa muchas y muy reveladoras páginas de la novela, constituyen una apuesta valiente y feliz en la que el lector paciente encuentra razones y motivos para aprender, fascinarse y luchar desde su asiento contra las hábiles palabras de los que retuercen ánimos y personalidades con frases y razonamientos que solo ocultan un fin: la captación ciega. Evitando todo maniqueísmo, Le Carré habla crudo y directo, lanza golpes que no duelen, sino que reaniman. Que nadie espere aquí antisionismo, que nadie espere aquí una toma de conciencia propalestina: en el ánimo del gran novelista, del comprometido novelista Le Carré latía una verdad indomable mientras escribía La chica del tambor: hay algo superior a mi opinión, a mis inclinaciones, a mi punto de vista individual: el correlato de acciones, el sentimiento profundo de los actores del drama, sus miedos y sus deseos más profundos, la verdad sencilla de la gente sencilla, que da sentido a esta narración libre y apartada de la cólera y del afán. 
   Le Carré nunca defrauda en ofrecer emoción narrativa, intriga, suspense y denuncia: su conciencia es un ariete puro que se castiga chocando contra muros de mentiras que todos vemos y apenas unos pocos combaten, locos y quijotes que creen en la vigencia de la palabra, los conceptos y las ideas hechas por y para el hombre. Le Carré es el mejor ejemplo de escritor comprometido de la actualidad, el más inconformista y ambicioso, el superviviente de una especie que con libros y ficción cree que pueden limpiarse los pozos, sacar los cadáveres y purificar las aguas para seguir viviendo bajo un sol que iguala y alimenta a todo el mundo de la misma forma. La chica del tambor es una novela inmortal porque no miente ni manipula, porque hiere y sangra, porque no es un objeto de adorno, porque plantea muchas preguntas que se responden leyendo atentamente y saltando en el asiento. La búsqueda del palestino que comete atentados defensivos y la infiltración de una agente inocente y vengadora en su mundo solo son un punto de partida, un trazado en una ruta que a algunos les parece nada más que un producto de la mente adoradora de la aventura y de la emoción primaria, pero este material lacónico en manos de uno de los más grandes novelistas que han existido es un río hermoso y lleno de vida que sirve para mirarse en las aguas más tranquilas y para lavarse y limpiarse y para nadar y para bucear en lo hondo del ser humano puesto ante las grandes preguntas morales, como ocurre en las mejores y más inmortales obras literarias, grupo al que sin ninguna duda pertenece este libro único. 

Asa Larsson: Cuando pase tu ira

   


   Soberbia novela, que ha pasado a ser una de mis preferidas apenas he acabado de leerla. Lo que tantas veces he reclamado está aquí: una novela negra bien escrita, muy bien escrita, en la que tienen cabida la sensibilidad al lado de la dureza, la ternura al lado de la violencia, la rapidez al lado de la pausa, con muchas imágenes y muchas frases memorables, muy aptas para la relectura y para la degustación a posteriori: una novela plenamente literaria, en la que hallamos una historia interesante y una escritura de alta calidad, desgranada en frases cortas y llenas de ritmo, de un gran sentido del equilibrio en el decir y en la manera de ir diciendo. 
   El inicio es magnífico, a dos voces, como un bello canto de lamento en el que nos habla -casi nada- una persona muerta, asesinada, que poco a poco se convierte en la narradora de tercera persona paseándose por los escenarios fríos y cálidos de esta sobresaliente novela nórdica. Como en Mientras agonizo, de Faulkner, la muerta habla libremente, se expresa sin asustar ni asustarse, con una saludable naturalidad. Aceptar este recurso puede parecer que será a través de un esfuerzo de la razón, pero no es así: el que quiera pensará mientras escucha su voz en una acertada meditación sobre el arte de narrar en tercera persona, quien solo siga la trama entenderá que esta voz es creíble, no un ardid, sino una noble plasmación de una jugosa perspectiva narrativa que otorga movimiento y avance muy significativos al texto, ese que sabe acoger buenas meditaciones sobre la ira, la mentira de la familia jerárquica, la soledad de los que no tienen quien los entienda y los quiera, la vigencia del secreto y la forzosa actuación para mantenerlo, aun recurriendo al asesinato.  
   El tono poético -a ratos, y no aislados- va acompañado de una sensibilidad afinada para captar y describir cosas pequeñas en pocas frases, con imágenes duraderas y que resultan cercanas y hasta vivificadoras, lo cual contrarresta con sabiduría la crudeza de la investigación policial y de los hechos que, arrancando en la segunda guerra mundial, dibujan a algunos seres crueles y abrazados al único calor de sus intereses particulares. Sí, es la voz de la muerta la que hace pensar en un canto de alguien que lo dirige a sí mismo, con toda la verdad que eso entraña, y ayuda a distanciar a esta novela de casi todas las que del género negro hemos leído hasta la fecha, ya que Asa Larsson no se esfuerza en volver compleja la trama, en oscurecerla con detalles al trasluz, sino que tomando un molde -¿no estamos todos de acuerdo a estas alturas en que las narraciones puras son para el cine y la televisión, donde tienen plena cabida y donde pueden brillar con fuerza, y en que la narrativa ya ha quedado liberada de esa atadura no obligatoria y es perfecta para apuestas más personales, más políticas, más arriesgadas?- centra toda su atención y empeño en los personajes, en el peso de la culpa sobre algunos de ellos, en las relaciones que los unen y separan sin apuntar a la explicación baldía ni a cerrar círculos que solo vacíarían de verdadero contenido una indagación libre. 
   Prodigiosamente directa y cabalmente realista, la autora no tiene prisa en contar, da tiempo a los personajes para que sean y se expresen, a la historia para que cuaje con toda su potencia sentida y sensible, con lo que logra plasmar un relato dramático y muy humano en la que es sin duda una de las más destacadas novelas negras de los últimos tiempos. 

Magical Girl, de Carlos Vermut

 


   He aquí una de las pocas obras maestras que atesora el cine español, una película sorprendente y sobrecogedora, un acierto desde el primero hasta el último de su metraje, con unas interpretaciones sobresalientes y una dirección de sabio conocedor del medio. Conforme la historia va avanzando, es imposible no empezar a pensar, no tomar partido, no temer y no sufrir por lo que se intuye que puede pasar, eso que tan bien hacía el maestro Hitchcock, único en involucrar al espectador y sacudirlo y zarandearlo y llevarlo de acá para allá embobado y fascinado. En los silencios de esta película hay más vida que en muchísimos diálogos de otras, en la interpretación del excepcional José Sacristán hay un hálito de verdad que remite a los logros de esos grandes del cine lejano con nombre estadounidense o tan cercano con el nombre inmortal de José Bódalo. En la profundidad de la historia, su riesgo y su valentía hay una firmeza que devuelve al cine al mejor lugar posible, ese que emparenta con la alteridad y la fascinación y la empatía y la sorpresa y el encogimiento de los músculos del alma. 
   No creáis que soy hiperbólico con esta película porque sí: buscadla y trata de desmontar cada una de mis afirmaciones. Y dejaos llevar a un lugar del que se vuelve sabiendo que el arte no ha muerto. 

Dennis Lehane: Abrázame, oscuridad

 


   A Dennis Lehane le sobra talento para escribir novelas mejores que esta. Es en lo primero que pienso cuando acabo la lectura de Abrázame, oscuridad, segunda de la serie dedicada a los detectives privados Patrick Kenzie y Angela Gennaro. Y se percibe ampliamente a lo largo del libro, que no es muy original en la trama pero posee no pocos aciertos en la narración. Abordar el tema del asesino en serie sin que el lector se sienta en territorio conocido, demasiado familiar, no es nada fácil. Lehane no lo consiguió con esta novela: es otro asesino en serie más, uno más. Tampoco la investigación, la caza del asesino aporta mucho: hay emoción, hay buena ilación, pero no encontramos sorpresas pujantes ni giros brillantes, deslumbradores. Lehane lo confía todo al peso del pasado, a las acciones erróneas y crueles del pasado, y por ahí el libro se salva, busca otro camino que lo hace diferente y, lo que es más importante, casi (solo casi) creíble. Lehane da por sentado que los lectores ya conocen los trabajos y pasiones de los asesinos en serie y decide entrar en una historia de barrio, familiar, de amigos y conocidos, de bares pequeños y personas que tienen cosas y las pierden por culpa de los deseos insatisfechos: y de nuevo acierta, porque convierte Abrázame, oscuridad en un canto nostálgico, en un homenaje a recuerdos y personas recordadas (habla el autor de su propio barrio, en el que creció y al que está sentimentalmente ligado para siempre), a lugares que no deben morir. Acierta, pero el acierto es corto, una manera tan solo de salir airoso, ya que el exceso de violencia, de muertos lastra la novela, empuja a los rincones (a los márgenes) los capítulos de bellas escenas de inocente amor, de bellas escenas con diálogos vigorosos en los que salta muy vivo el pasado más sencillo y luminoso. La mezcla de durísima novela negra y de evocación de unas gentes y un barrio no alcanza jamás un equilibrio justo (sí el honesto) y deja a la novela a medio camino, en un punto interesante pero no memorable. 

Sergio Leone: Érase una vez en América




   Por la original escritura del guión, por la intensidad en las escenas más decisivas y por el ritmo tan sostenidamente realista me parece que esta película es una de las mejores de la historia del cine y, por consiguiente, una de las imprescindibles del género negro. También hay que sumarle la grandiosa banda sonora de Ennio Morricone, sentimental pero no melodramática, como la propia película, cuajada de bellas melodías que uno puede silbar y recordar con los ojos cerrados mientras reposa en la cama, una tarde tranquila o una mañana de insomnio, dejandose llevar, dejándose ir.
   La imagen final me puso un nudo en el estómago la primera vez que la vi y me lo pone siempre que la veo y pienso en lo que supone para la historia, para las relaciones de los amigos que protagonizan este espléndido film, que es una historia de amor y una historia de amistad y una historia de violencia y una historia social: todo en uno y en las proporciones quizá más sabias que he visto en el cine. Que cuando acaba la proyección -me valgo de este viejo recuerdo, en esta época de pantallas en casa- tengas que pensar y reconstruir o quedarte a ver de nuevo el principio para completar -ah, qué añoranza de la sesión continua-, entender, saborear y sentir inevitablemente más fuerte el nudo es algo que me parece duramente gratificante, un premio que se recoge con el ánimo encogido al principio y restallante al final cuando se comprende que estás ante una obra de arte única, irrepetible. 
   Amapola: la niña bailando y sabiéndose observada, candidez premeditada, niñez total y niñez desgarradamente adulta. Cuando suena Amapola bajas un poco en el asiento, esperas con los ojos entrecerrados, te sacude una emoción pura. Disparo: y el niño cae, cree que resbala, lleva dentro la muerte pero no sale por sus ojos, no estalla hacia fuera, como si morir se tratara de devolver algo que no era nuestro, que solo nos habían prestado. Venganza: que es ajuste de cuentas, situar al pasado en el punto exacto de explosión, de orden imposible, de serenidad que solo cabe en ti, en tu cuerpo aún vivo. Amor: que no es tuyo, que se te ofrece como el reflejo en la superficie de un río que corre imparable, que te vuelve furioso para dañar y dañarte y no reconocer ni reconocerte ni saber qué era el amor. Calle: donde nada eres y donde tienes que luchar para ser y mejorar con risas y picardía, con la mirada puesta en la esquina hacia la que correrás para alcanzar o para huir. 
   Sí, cómo contar de otra manera, cómo hacer crítica o reseña cuando es admiración únicamente lo que te produce lo que has visto. Admiración: visión interior de algo que pasó a formar parte de ti y es tan vivo y real como tú mismo.

Thomas Rydahl: El ermitaño

   



   En una árida playa de la isla de Fuerteventura aparece, en el maletero de un coche, el cuerpo sin vida de un bebé. No hay restos del conductor, no hay huellas, no hay denuncia, no hay, pues, caso. La policía quiere cerrar la investigación para evitar otro escándalo Madeleine. Pero no cuentan con Erhard, al que todos conocen como «el ermitaño»: tiene setenta años, nueve dedos, lleva casi veinte años de taxista en Fuerteventura, es afinador de pianos en sus ratos libres, un loco del jazz, algo bebedor, vive con dos cabras y, en sus momentos de relax, se sienta en una sillita plegable que lleva en el maletero del taxi a devorar novelas. Es peculiar, solitario, muy observador y tiene un pasado oculto.

Como la policía quiere dar carpetazo al caso sin apenas indagar, Erhard decide tomarse la justicia por su mano y honrar al bebé descubriendo lo que ha sucedido en realidad. El hombre mayor, ya de vuelta de todo, desaparece: ahora Erhard sólo quiere justicia y no se doblegará ante nada ni ante nadie para llegar al fondo de la cuestión.


   Edita: Destino

Stieg Larsson: Los hombres que no amaban a la mujeres

   


   Larsson supo urdir una buena historia y la contó de una manera directa, sin apenas adjetivos ni adornos que cargaran las frases de belleza o de argumentos para la reflexión. Leyendo la novela se comprende que tenía un par de personajes bien definidos y muy bien creados y una trama que iba a enganchar a los lectores y que no buscaba nada más. Tampoco nada menos. Porque hay ambición en esta historia, en estos personajes, sin ninguna duda, y es la de alguien que quiere decir algunas cosas que tiene muy claras y que intuye que merece la pena compartir. Por supuesto, no cambió nada con esta novela si lo observamos desde el punto de vista del filólogo, pero si observamos con nuestros ojos de adictos a la ficción habría que decir, junto con Vargas Llosa, que Lisbeth Salander no es un personaje cualquiera, sino más bien un personaje llamado a ser inmortal. Hay tanta profundización auténtica, no manipulada ni manipuladora, en la caracterización de esta mujer maltratada y solitaria que no cuesta nada suscribir lo dicho por el gran escritor peruano. Salander es un personaje vivo, muy vivo, nada previsible ni etiquetable, nada reductible a cuatro líneas de explicaciones psicológicas ni de índole social. Salander es Millennium, es el logro mayor de Stieg Larsson, es su legado inmarcesible a la posteridad de la literatura. No por sus piercings, tampoco por su fe en la venganza -muy propio de los justicieros de las novelas estadounidenses-, tampoco por sus logros de rebelde y contestataria: lo es por lo que no se entiende de ella, lo que no se dice, lo que solo se intuye, lo que no se sabe si es negro o gris, pozo sin fondo o pozo con cercano fondo. Salander resulta un personaje irrepetible por lo que calla Larsson, por lo que se muestra como en un reojo, por lo que imaginamos que es: porque Larsson nos ha metido dentro de ella, nos ha hecho bucear en ella, ser un rato ella mientras leemos esta novela negra que tiene una investigación muy bien llevada, con sorpresas lógicas y asumibles, que encierra una crítica útil a nuestro tiempo y al capitalismo que nos domina inmisericorde, pero sobre todo a una Lisbeth Salander que, como ocurre con los mejores personajes de la ficción, nos deja visitarla y ser ella sin reducirse ni empaquetarse como mero objeto de adorno, pasa a nuestro recuerdo y a nuestras conversaciones como una referencia tan poderosa y tan real como los quijotes y los sanchos que se mueven por nuestras expresiones habituales y nuestros pensamientos cotidianos. 

Jorge Riechmann: Autoconstrucción


 

   

   La cultura predominante desprecia profundamente las ventajas de los vínculos colectivos y los valores comunes para hacer frente a los asuntos que son de todos y cada uno. Sois libres, nos dicen, porque podéis acumular ilimitadamente bienes materiales, aunque eso suponga el sufrimiento de otros seres humanos y el colapso del planeta. Hoy son muchas las personas que se plantean la necesidad de llevar a cabo un cambio cultural, que no desean simplemente plegarse a los mecanismos que nuestra sociedad —toda sociedad— tiene ya dispuestos para ahormarnos; también son muchas las que se sienten impotentes ante las dificultades que obstaculizan esa transformación. Para todas ellas está dedicado este libro. Porque a diferencia de, por ejemplo, los chimpancés, los seres humanos tienen muchas opciones de modificar reflexivamente su conducta, de ahí que Jorge Riechmann nos muestre algunas de las rutas para emprender el camino de una autoconstrucción crítica, tanto personal como colectiva. ¿Quiere esto decir que quienes quieren cambiar los estándares culturales del consumo conspicuo estén en contra de los placeres en la vida cotidiana? No; están en contra de la desigualdad y, por lo tanto, contra aquellos refinamientos y placeres que se compran a costa del padecimiento de otros. Por eso, este libro se interroga por algunas dimensiones culturales de esa posible transformación y desemboca en propuestas como las ecosofías, el descentramiento del ego y la militancia de la alegría.


Ignacio del Valle: Soles negros

   


   Con Soles negros, Ignacio del Valle se ha puesto al frente de la mejor narrativa negra española. Carece esta de autores con buena prosa y con un estilo literario de alta calidad, pues aún se opta por apostarlo todo al número Hammett o a la liviandad disfrazada en tono ameno. Así, se invierte mucho tiempo en preparar las tramas y se descuida aún más en redactar y decir bien, pese a que toda novela debe cuidar de la misma manera lo que se cuenta y cómo se cuenta. Lorenzo Silva está a veces cerca de conjugar todo lo bueno en una sola cosa, Eugenio Fuentes es cada vez mejor escritor y no tan buen novelista, Juan Madrid y Andreu Martín son maestros con voz propia e indiscutible, Vázquez Montalbán siempre será el referente porque nadie ha mostrado antes ni después tanta clarividencia. Ignacio del Valle se suma a este grupo exquisito, al de la primera división de nuestra novelística negra. Y lo hace porque es un escritor de un gran talento, que narra con las mejores armas de la mejor literatura, con versatilidad y con la limpieza y el entusiasmo que reclama la novela negra de aquí y de ahora que no es epigonal ni mero pasatiempo.
   Soles negros se asoma a la cima en la que brillan Los mares del Sur, El inocente, con una escritura de más largo aliento, más literaria y más impregnada de la belleza que aporta el conocimiento de las otras grandes obras, las que no son negras y sí son también alimento para las almas más soñadoras y a la vez más terrestres, más exploradoras. Del Valle escribe muy bien, y me atrevería a decir que en el futuro será unos de los mejores escritores de nuestro país, una referencia, a poco que siga siendo humilde y atrevido, fiel a lo que sabe e inconformista con esto mismo. Las partes dedicadas a la sufriente narración de una niña son de lo mejor que he leído últimamente, dentro y fuera del género. Hay muchas páginas, frases, meditaciones de arrebatadora calidad en Soles negros, una alegría literaria para el lector atento que no suele darse habitualmente en este reino del menos es más por no confesar que nada más puede sumarse, mostrarse. Y su autor es alguien que no intenta vivir del cuento, de la repetición, de la fórmula, que no retuerce el trapo a ver si cae alguna gota más de lo ya probado y tirado y recogido después. No lo digo solo por ambientar la novela en la España de la posguerra, sino por su fino oído y su fina sensibilidad para hablar de lo que todos tenemos delante, de lo que cualquiera puede sentir pero no trasladar con soltura a un papel. La ternura, el odio, la muerte, las luces del día, las interpelaciones a uno mismo aparecen estas páginas manejadas por una mano que no las usa como a piezas fáciles, sometidas, reducidas a un poder cierto y al cabo desdeñoso, sino como a piezas valiosas, a fragmentos con sentido, a vislumbres ciertos y muy comunicativos. Ignacio del Valle, en esta novela negra que tiene quizá más de tragedia en el sentido teatral que de negra en el sentido tradicional, construye con la pericia de los grandes. 
   Pero aquí cabe empezar ya con las objeciones: delimitado el mundo de la novela, habría que pedirle a su creador que escapase de algunos lugares comunes en las caracterizaciones de los personajes, de imágenes demasiado cinematográficas, de diálogos demasiado elevados que no resultan verosímiles, un contrapeso que ahoga la verdad de lo común, el mayor valor de esta historia, que cuando se aleja del mejor realismo se equivoca buscando lo trascendente mediante lo elevado de la palabra. Hay tantas instantáneas relevantes de una época y de unas gentes, de sus pesares, miserias, anhelos y contadas alegrías que parece evidente qué brilla con más fuerza en el texto, qué fuerzas son las más recomendables para el uso de quien está narrando. 
   Notable novela, con apuntes magistrales y cimas sobresalientes, Soles negros es el fruto sólido de un autor que se ha plantado en el centro de lo mejor que la narrativa de ahora puede ofrecer. 

Antonio Lozano: La sombra del minotauro




Las Palmas de Gran Canaria. En su despacho, el detective José García Gago recibe la visita de María Elena y José Miguel Bravo, hijos de un acaudalado empresario de edad avanzada, que ven peligrar su herencia próxima y sustanciosa por la relación que su padre mantiene con una joven dominicana. El asesinato de ésta convertirá sin embargo lo que parecía una investigación anodina en una rocambolesca historia que obligará al detective a asociarse al inspector Márquez, y que conducirá a ambos a través de los laberintos de la actividad mafiosa de la isla, con el análisis satírico de la doble moral de una burguesía rancia y trasnochada como telón de fondo.




Una trama en la mejor tradición del género negro sobre la que, permanentemente, planea la sombra del Minotauro. Y, tal vez, la mejor novela de Antonio Lozano, que fuera ganador de la primera edición del Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona por su celebrada y memorable "El caso Sankara".

Beryl Bainbridge: Lo que dijo Harriet




Primera novela de Beryl Bainbridge, Lo que dijo Harriet fue escrita a finales de los 60. Sin embargo, el argumento resultó demasiado desagradable para la sociedad de la época, por lo que no fue publicada hasta 1972, momento en que fue aclamada como una pequeña obra de arte.
Basada en un crimen real que conmocionó a la sociedad británica de la época (el caso Parker-Hulme, retratado por Peter Jackson en su película Criaturas celestiales), Lo que dijo Harriet relata la historia de dos amigas que se reencuentran durante unas vacaciones de verano en una localidad playera. Ambas esconden una relación enfermiza. La narradora, una chica sin nombre, solitaria e introvertida, se deja llevar por la corrosiva influencia de la bella Harriet. Entre las dos pergeñan un plan para seducir al Zar, un hombre mayor e infelizmente casado, y tan fascinante como repulsivo, sin ser conscientes de las catastróficas consecuencias que puede causar su degenerado juego de niñas. Unthriller sobre la crueldad de la infancia y sobre la capacidad del ser humano para manipular y seducir a los demás. Un cóctel molotov sobre la inocencia y la maldad, y un clásico que resulta hoy tan subversivo como cuando se escribió.


   Edita: Impedimenta

Rubem Fonseca: Paseo nocturno




   Hay autores con los que se tiene una gran afinidad aunque no se los frecuente demasiado, aunque se los lea de cuando en cuando. Es el caso de Rubem Fonseca y el que suscribe. Este relato, que acabo de leer, es pariente de uno que escribí hace mucho y está publicado en el libro Almería 66. Paseo nocturno lo escribió en los años setenta del pasado siglo Rubem Fonseca y pertenece al libro Feliz año nuevo. Los dos son duros, cortantes como piedras afiladas, están despojados de todo lo innecesario y resultan seguramente crueles, aunque está matizada la crueldad por la narración en primera persona y una falta absoluta de regocijo en lo morboso. Son como una breve crónica, un acercamiento a la mente de alguien a quien diríamos a primera vista que es dominado por el mal. Pero la intención va más allá: late el elemento social, el inconformismo, la desazón de saber que la violencia anida cerca y es a veces producto de la frustración causada por una sociedad injusta y muy estratificada. Son relatos negros, claro que sí, y son a la vez relatos vigorososos de denuncia. El de Rubem Fonseca es una obra maestra, el mío una minucia no del todo incómoda. Que se parezcan solo me beneficia a mí.

Ramón J. Sender: Imán

   



   Imán es sin duda una de las mejores novelas que he leído, una de las más sinceras, quizá la más inolvidable de todas. Desde la primera línea me quedé atrapado por su estilo directo, exento de florituras pegajosas y falseadoras, por su contenida plasmación en secuencias cortas, proclives al dibujo breve y revelador de una situación o de un personaje, y puedo decir que ese estilo y esa secuencialidad pasaron a formar parte desde la primer lectura de mi manera de entender la narrativa propia, de abordarla, de sentirla y de plasmarla (también Vázquez Montalbán y el Julio Llamazares de Luna de lobos tuvieron mucho que ver). Admiro sin reservas todas y cada una de las páginas de esta intensísima novela, que sin miedo diré que me parece una de las ocho o diez mejores de la narrativa española del pasado siglo. Y lo afirmo porque este relato de guerra y de seres rotos no se despeña jamás por el lugar común, es valiente como pocos denunciando y señalando a quien se denuncia, porque es una historia que nació libre y aún hoy nadie ha domesticado ni llevado a ningún chiquero: es la novela de un autor libre y entregado a la consignación de lo vivido y lo visto en una guerra cuyo fin es -como en la de todas- la muerte del débil y el juego de fichas del poderoso. Sí, es la novela de quien no tiene ataduras, de quien levanta una crónica poderosa e indestructible para generaciones venideras porque se siente obligado a decir su verdad y, de paso, lo dice todo con palabra cierta, irreductible, con palabra libertaria a la que no cabe echarle el lazo para atarla ni doblegarla. 
   Pero es que, además, Imán no es solo una novela de prosa depurada, de un solo tono: hay aquí inteligentes adjetivos; ocasionales ritmos con palabras que se repiten, muy afines a la mejor poesía; monólogos interiores de hondo calado; diálogos vivos y muy creíbles; una estructura sencilla y sapientísima; y una inusual narración en presente de indicativo que poquísimas veces ha lucido tan vibrante y cercana, tan comunicativa y tan brillantemente narrativa. Aunque fue escrita por un joven menor de treinta años, aunque contaba lo que había visto y padecido, aunque hubiera una primera intención, por encima de todo, de crónica verdadera, el texto resultante no puedo por menos de afirmar que es un monumento novelístico, de joven genio de las letras sin edad y hasta sin conciencia de qué había parido: un hito en las letras españolas, en las letras universales. Porque Sender resuelve todos los escollos de manera magistral: vigoriza el paisaje por el que se mueve Viance, el sufrido soldado inmersos en la guerra de Marruecos, con cuatro destellos arrancados al mejor Balzac; se adentra en las batallas con la equilibradísima mirada de horror y de familiaridad con la muerte del mejor Tolstói; ausculta los temores y los recuerdos sustentadores de Viance como el mejor Dostoievski. Y aunque la novela tiene un solo tema, aunque el campo de batalla es el escenario fundamental, nunca nuestra percepción se ve embotada ni presa del quietismo: aquí todo avanza, todo lleva a la siguiente acción, todo se hilvana con un rigor y una lógica elementales y sapientísimas que convierten al lector no en un observador de la miseria ajena, sino en un compañero de fatigas, un compañero de marcha y de lucha, de sorpresas y de gratos reencuentros, de un deseo de huida o de fin que no sea a los pies de la muerte. Son pocas las ocasiones en que el lector podrá entender plenamente qué es una guerra desde dentro de manera tan cabal, sin que el autor se haya torcido por el lado de la violencia gratuita o de la emoción dirigida con un propósito espurio. Se denuncian las atrocidades de la guerra, pero sin el espectáculo gratuito y de doble rasero moral de tantas historias urdidas en la actualidad, ya sean para el papel o para la pantalla. Viance sufre y se cuenta su sufrimiento, pero no hay en Imán ni un gramo de más de actos violentos, de enfrentamientos de sangre, de muerte vulgarizada. Insisto: es una obra mayor de un autor al que Rafael Conte consideraba uno de los tres más grandes novelistas del siglo pasado en España. Es una novela magistral página tras página, una de esa novelas que abres no importa por dónde y siempre ofrece alta literatura, humanidad a raudales, sinceridad a manos llenas, un pasaje hipnótico o una imagen que prende en ti de inmediato. Una novela para leer y releer durante toda una vida.  
   Imán es, sin duda, una novela a la que le debo mucho, de la que me siento feliz deudor y eterno aprendiz. Uno de los libros más perfectos a los que he tenido la oportunidad de acercarme. Uno de los inmortales, que diría mi admirado Conte: uno de esos libros que solo con haber leído justifican y dan fuerza y sentido a esta aventura solitaria de leer y de creer en la valía de lo que viven los otros, esos que están tan cerca y sin los que nada valdría la pena.  

Alejo Carpentier: Los pasos perdidos





   Después de 56 años de su primera edición, Los pasos perdidos, la extraordinaria obra de Alejo Carpentier, continúa siendo un clásico de la literatura hispanoamericana. Todavía hoy despierta el interés de los lectores porque, desde sus primeras páginas, reúne todos los elementos de una gran obra. Nos hallamos ante una gran aventura, la aventura del viaje a lo desconocido, en las profundidades de una selva como la amazónica hasta un poblado primitivo. Para alcanzarlo se necesitaron sólo unas pocas semanas. No obstante, parece que han transcurrido cientos, miles de años porque, al viajar, se ha desandado en el tiempo, hasta el punto que, al final del periplo, nos encontramos con el ser humano en su estado primigenio, cuando comenzaba sólo a nombrar las cosas. Quien realiza este viaje es un hombre amargado, enajenado, procedente de la civilización más adelantada tecnológicamente y, al mismo tiempo, más implacable y destructora espiritualmente. Nuestro protagonista tendrá que decidir si quiere permanecer en un mundo primitivo, carente de bienes materiales pero donde ha encontrado la felicidad, o retornar a la civilización donde es infeliz aunque posea «todo». Difícil dilema que puede ser el de cualquiera de nosotros. En resumen, Los pasos perdidos constituye una profunda reflexión sobre el mundo de la modernidad y la situación en la que vive el ser humano, todo ello dibujado a través de lo real maravilloso y de un lenguaje barroco que Carpentier, como nadie, llevó hasta sus últimas consecuencias; en definitiva, una obra maestra de la literatura. 


   Edita: Akal

Dennis Lehane: Un trago antes de la guerra

   


   Seguramente, Dennis Lehane es el único autor al que leo sin incomodidad cuando en sus novelas me topo con muchas páginas de tiroteos, de violencia: porque sé que no es gratuita, que tiene un sentido dramático, necesario para la trama y la comprensión de la historia que se narra. Lehane no abusa de la violencia, no se recrea en ella, y él mismo ha confesado una de sus principlaes influencias es Shakespeare. La violencia es algo común en algunos lugares, es una palabra, una frase, un gesto habitual en los habitantes de algunas ciudades. Y Lehane lo recoge y lo plasma en libros como este, Un trago antes de la guerra, que se presentan duros y directos, sin concesiones, pero también con mucha sensibilidad y mucho sentido detrás de lo que se cuenta y de cómo se cuenta. 
   Lehane es uno de los grandes de la narrativa negra actual. Pocos libros pueden compararse a Desapareció una noche, excelente novela que plantea problemas morales con difíciles soluciones, que surgen sin manipulación emocional y sin excusas que eviten al lector enfrentarse a dilemas que están en la base deformada de nuestra borrosa sociedad del espectáculo y de las apariencias. Con Un trago antes de la guerra inició la serie de Kenzie y Gennaro, los detectives privados de Boston, y no pudo hacerlo mejor: un trago hondo y que deja buen sabor. Con las ideas muy claras -como pocos en el género, tan abierto a los paseantes y a los buscadores de fortuna-, con un afán evidente de abordar temas crudos y que requieren de un pulso firme y de una mente atrevida, Lehane encaja a sus detectives en una historia de mucha violencia con bandas urbanas que libran una lucha a muerte, con maltratadores que destrozan a sus familiares sin miramientos, con políticos que tienen mucho que ocultar, y los zarandea, los acerca a los golpes, permite que metan sus almas en rincones quemados de los que solo se puede salir con dolorosas e inocultables quemaduras.
   Con una estructura sencilla, sin grandes enigmas que develar, sin acogerse a esquemas previos -marchando como los grandes escritores acostumbran: no paran hasta llegar a la última gota de sudor y al último rictus-, sin abusar de caracterizaciones psicológicas que pueden acabar mostrando un ropaje de cartón piedra, comprometiéndose con los débiles y los humillados, de una manera muy natural Lehane nos va llevando a escenarios que los lectores cómodos no conocemos, pero no nos horroriza, no nos castiga por nuestro alejamiento físico y espiritual, ya que una recia y arraigada capacidad de comprensión y una sutil, nada pringosa piedad se deslizan por toda la novela junto a los hechos más violentos como en una vía paralela y absolutamente compensada y equilibradora que ofrece oxígeno, sentimientos positivos-dudas saludables-, un poderoso aroma a honestidad y una congruente relajación al final del sufrido camino de los personajes investigadores y protagonistas de esta valiosa primera entrega de una serie inolvidable que dio después cinco afortunados frutos más