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James Lee Burke: Prisioneros del cielo (y 2)




James Lee Burke es un magnífico escritor, un estilista de primer orden. Escribe novelas negras y no por eso rebaja la fuerza y la trascendencia de su prosa ni su creatividad. Prisioneros del cielo es una novela que podrían haber escrito Faulkner o Scott Fitzgerald si alguna vez hubieran pensado escribir novela negra. Vaya esto por delante para que quede claro que Burke es un escritor de gran categoría, que escribe como pocos autores lo hacen hoy en día, que ama las palabras y las cuida y en su importancia confía para ganarnos con sus historias de perdón, violencia, remordimiento y amor. Así, se puede entrar en este libro para seguir la trama policial, que no es particularmente novedosa ni sorprendente, y se puede entrar con los mismos deseos de saborear páginas con que nos dirigimos a la cita con un García Márquez, un Javier Marías o un Proust: sabiendo que podremos parar, hacer altos en el camino y releer muchas páginas, encontrar asociaciones que en la lectura rápida pasamos por alto, pasajes que nos gustará leerle en voz alta a otra persona o a nosotros mismos.
James Lee Burke creó al atormentado, cristiano y violento policía Dave Robicheaux para contarnos cómo es el alma de ciertos habitantes de los Estados Unidos y no nos ahorra detalles en ninguno de los aspectos esenciales, con lo que la narración de este libro es rápida y morosa a un tiempo, transparente y densa a la vez. Burke no es un escritor que lo fíe todo a las sorpresas finales y no juega con el ánimo del lector. Pone las cartas bocarriba y cuenta con adjetivos y con adverbios, los que necesita, crea personajes que no son de cartón piedra y continuamente nos describe lo que Robicheaux tiene delante: a las personas y también los paisajes de Nueva Iberia y Nueva Orleans: nos habla de ríos, de árboles, de pájaros porque el mundo en el que ha crecido y en el que vive Robicheaux tiene todo eso y porque todo eso es importante para Robicheaux: la naturaleza que choca a veces con la naturaleza humana, con los instintos humanos, con los deseos humanos, que los cobija también, los estimula, los entorpece en otros casos. James Lee Burke sabe tanto de paisajes como de almas y con sus libros aprendemos siempre algo más de ambas cosas.
Prisioneros del cielo es la historia de un policía que ve cómo se estrella una avioneta, rescata a una niña -inmigrante ilegal: feo concepto que no queda más remedio que usar- y se la queda, porque la niña quiere y porque él quiere y porque su esposa quiere. Los problemas empiezan a visitarlos después porque los acompañantes de la niña no eran trigo limpio. Y los agentes del gobierno se ponen en marcha, los malos se ponen en marcha y Robicheaux tiene que defenderse. Aún está viva en la mente de los protagonistas la guerra de Vietnam -los hechos de la novela están fechados en 1987- y su violencia y sus secuelas. Ninguno de los personajes tiene miedo al empuñar un arma, ninguno duda en defenderse matando si es preciso. Ninguno sufre si tiene que ajustar cuentas disparando y matando. Robicheaux, alcohólico y vulnerable, sufrirá y más adelante volverá a enrolarse en la policía, de la que salió algún tiempo atrás. James Lee Burke hace con estos materiales poco novedosos verdadera literatura, alta literatura. Robicheaux va mostrando las heridas de su pasado y los límites del hombre que está solo, visita iglesias y se confiesa y pide perdón pero se emborracha, mata a un hombre en acto de servicio, no reniega de sí mismo y sigue siempre adelante. No nos sorprenderá su moral, pues la conocemos por otras novelas y muchas películas que han expuesto el espíritu de cierto estadounidense que en una mano sostiene una biblia y en otra un arma. Pero Burke profundiza, nos lleva al fondo del alma del personaje, nos lo muestra en cinco o seis escenas en que se acuesta con su pareja con y sin ganas, con y sin deseo, en escenas pensadas para que lo veamos trabajando, realizando labores rutinarias, relacionándose con blancos y con negros, con tipos importantes y con otros que no lo son ni lo serán nunca. Así, podríamos decir que se trata de una novela con una fuerte carga psicológica y cercana al estudio de un personaje, un estadounidense medio quizá, producto de una cultura imperialista y fracasada, de vivo pasado violento e individualista, de unas costumbres ancestrales a las que no puede ni quiere renunciar. Al cabo, ¿qué nos queda de Crimen y castigo o de Madame Bovary sino la certeza de haber visto nacer y crecer ante nuestros ojos lectores a un personaje que adquiere tanta importancia como los seres reales que nos rodean? Es lo mismo que nos queda después de la lectura de esta excelente novela que sitúa a su autor en la primera fila entre los narradores no de novela negra sino, más ampliamente-gracias a otras novelas de la serie, como El huracán-, de nuestro tiempo.

James Lee Burke: Prisioneros del cielo (1)




No es esta una novela corriente, una novela negra que se despacha con un comentario cejijunto y frío. Veamos una muestra para juzgar, un párrafo del libro:


Había dejado el departamento de policía de Nueva Orleans como el caballero errante, con olor a alcohol, que decía que ya no podía soportar más la hipocresía política y la brutalidad adictiva que exigía el cumplimiento de la ley. Pero la verdad era que me gustaba, que mi conocimiento de la iniquidad del hombre me hacía sentir bien, que despreciaba el aburrimiento y la predictibilidad del mundo normal tanto como mi curioso metabolismo alcohólico amaba la sacudida de adrenalina causada por el peligro y la sensación de poder sobre un mundo enfermo que, en muchos sentidos, era un espejo de mi propia alma.

Como veis, no estamos ante el típico policía, sino ante un ser complejo, un personaje que se vuelve muy real cuando nos adentramos en las fascinantes páginas de una novela que tiene en la voz narradora y en su desgarradora sinceridad su apuesta más segura y conseguida.

James Lee Burke: El Huracán

En otros textos de este blog habréis podido leer sobre mis deseos de hallarme ante una novela negra tan importante como una novela de William Faulkner, con enjundia narrativa y creativa, que se acerque al género negro desde una perspectiva estrictamente literaria. No diré que "El huracán", de James Lee Burke, es esa novela, que cumple todo lo pedido, pero está en el camino.
La novela negra actual se halla empantanada en homenajes vacíos, investigaciones de técnicos y aficionados increíbles, sobrevive ahogada entre tantos volúmenes creados para las buenas ventas y para reportar beneficios cuantiosos y camina muy lejos de la verdad. Dashiell Hammett sigue siendo el faro porque bajó a la calle y desde allí contó lo que se cocía en su tiempo. Raymond Chandler sigue siendo un referente indispensable porque le puso literatura al invento y una dignidad creativa -en "El largo adiós" sobre todo- inigualable. Ross Macdonald nunca dejará de ser un maestro, porque dotó a los personajes de una profundidad psicológica sin parangón. Giorgio Scerbanenco añadió piedad y elegía a sus historias. Dennis Lehane trata temas con cuestiones morales al fondo que implican a la fuerza al lector. Lorenzo Silva, en nuestro país, nos ha acercado al mundo del policía realista y anónimo y sin grandilocuencia, cierto y fácilmente entendible. Y James Lee Burke, ese admirador de Faulkner que no desentona apenas, ha conseguido hacer historia con el Katrina de fondo y con un ritmo y unos personajes absolutamente creíbles y de una altura literaria magnífica.
"El huracán" es una gran novela. Quizá es un drama con ingredientes policiales, si queremos afinar en la catalogación. Todos los personajes tienen vida, se alzan ante nuestros ojos con atributos, con luces y sombras, y revelan que Burke es un escritor de gran talento, que nada tiene que envidiarle a ningún gran escritor de fuera del género. Nos habla de la pena y la redención, de la culpa y del remordimiento, de los pobres y los ricos, de los actos que condenan y los actos que ayudan a limpiar, de la familia y de los solitarios, de la venganza y del miedo, de la policía y de los delincuentes sin separarlos de manera brutal, como acostumbran en la mayor parte de las historias policiales y negras. La voz del narrador es cercana, confesional y arrebatadoramente sincera, incluso cuando habla del oficio de su dueño, un policía ex alcohólico y vulnerable que es, ante todo, persona y sabe mirar a su alrededor y sabe distanciarse y sabe criticar y criticarse. El poso de violencia de la historia no corre hacia un pozo aún más negro -o rojo, como prefiráis- y las historias que se cuentan no acaban todas en medio de escupitajos de armas de fuego. Son cuatrocientas páginas sin desperdicio, sin excesos, sin prisas pero sin pausas, que levantan una trama en la que hay lugar para lo muy destacable y también para lo reseñable a pie de página, para lo que destella y para lo que se muestra con una pequeña luz en medio de la tiniebla. Dave Robicheaux es un personaje muy faulkneriano, la novela y su ambientación son claramente faulknerianas, el acercamiento a los temas religiosos y trascendentes es faulkneriano. Y no como homenaje, sino como resultado del caminar por una senda. Burke tiene su propio mundo, pero también tiene un maestro y no oculta sus cartas. Se ha arrimado a un buen árbol.
Me gustan estas novelas en las que no hay prisas -sólo me disgusta el final, algo peliculero y ligero, algo fuera de lugar entre tantas buenas escenas-, en que los personajes se construyen ante nuestra mirada, en que se relacionan entre sí con asco, con vehemencia, con aburrimiento, con alegría o con dolor, como en la vida misma, en que vemos cómo las familias actuales sobrellevan el peso de la historia con fuerzas mermadas e ilusiones reverdecidas, en que un narrador que pertenece a las fuerzas del orden tiene los ojos abiertos y ve el mal fuera y dentro de su espacio de trabajo, en que los hombres y las mujeres luchan para mirarse en los espejos sin que haya vanidad de por medio. Me gusta que en "El huracán" no se abuse de la fuerza de un hecho histórico, que se haya integrado en la novela y en la historia no como un efecto ni como un relleno, sino como algo natural y de lo que había que hablar porque se ha vivido. Y es que, en definitiva, las mejores novelas son aquellas que nos hablan de vivencias y de recuerdos, nuestros o ajenos, posibles siempre, y nos dejan a personajes que nos hacen creer que están vivos y son tan reales como nosotros mismos.


Texto recomendado: "Revista Batarro", en el blog de Miguel Sanfeliú