William Faulkner: Santuario

Hay libros que no se quedan atrás en el tiempo, a los que no se los lleva ninguna marea, que cuando los lees tienes la sensación de que acaban de publicarse. Son libros que nacieron con mucha sabiduría dentro, con un ingrediente que muy pocos tienen: la capacidad de dialogar con el lector. William Faulkner logró plenamente en "Santuario" levantar los puentes necesarios para que quien se acerque a este libro no se sienta solo, no se canse, no deje tampoco de interrogarse. En sus páginas no se encuentra la extrañeza permanente o parcial que en muchos clásicos hallamos y que nos paraliza, nos incomoda, nos aleja, nos expulsa. Faulkner cree ante todo en la historia que está contando -algo que dejan en segundo plano a veces algunos estudiosos y muchos críticos, empeñados en enmendarle la plana al autor- y busca dársela al lector de la manera más fiel y más creíble: por eso recurre a los diferentes puntos de vista, se vale de recursos técnicos que en su mano no son excesivos sino perfectamente instrumentales y diáfanos y no puede nadie decir que deja de de narrarse en ningún momento, que la historia se encalla. Faulkner quería, ante todo y sobre todo, contar una historia. Y la que cuenta en "Santuario" es de las que no se olvidan, porque tiene unos personajes poderosos y magistralmente mostrados, desde ese Popeye del que intuimos todas las ternuras rotas en su interior hasta esa Temple a la que él viola con una mazorca de maíz y que se entrega a otro hombre que Popeye le lleva con un ardor que la sorprende, la arrebata, la enferma. Pasando por Miss Reba, achacosa y amante de la cerveza, por el abogado Horace Benbow, que se alza sobre sus pasiones quebradas. Todos los personajes y la historia siguen vivos y siguen sacudiendo a los nuevos lectores como a los primeros desde el día en que se publicó la novela.
Decía André Malraux que con esta novela irrumpía la tragedia griega en la novela policiaca. Cuánta razón tenía: los hechos bárbaros que se cuentan son el producto de una mente nada enferma, cavilosa, perpetradora de un mundo en el que quienes lo habitan sufren, padecen y se debaten contra el viento de los males que los azotan como a espantapájaros en una tormenta. Sólo les queda la posibilidad de mirar hacia el cielo y esperar que haya una luz, un claro arriba que anuncie que vuelven el sol y la calma. Entretanto, las pasiones los desbordan, los someten, los arrastran hacia lo peor y lo más verdadero de sí mismos: he ahí el aroma cierto de tragedia de "Santuario". Y no es por culpa de un narrador que no siente ni quiere a sus criaturas, aunque Faulkner declarase alguna vez que escribió la novela para ganar dinero y con demasiado horror en lo blanco y lo negro de sus páginas, porque en escenas como la del linchamiento o la de la vuelta a casa de Horace se percibe el amor por esas criaturas, por sus avatares, comprensión por su dolor y un hermanamiento que mueve a sentir una genuina, nada tramposa compasión. La historia no deglute a sus personajes, están a la misma altura: otra soberbia enseñanza de esta grandísima novela.
"Santuario" puede ser una novela negra. En ese caso, sería la mejor novela negra que se ha escrito. Estaría al lado de "El largo adiós", de Chandler, obra maestra absoluta del subgénero que no ofrece dudas sobre su catalogación. Pero superaría a la excelente novela de Chandler en el uso incomparable del lenguaje, en el distanciamiento con que Faulkner -que escribió cuentos policiacos en "Gambito de caballo" y quizá otra novela negra, "Intruso en el polvo"- aborda la trama mediante distintos puntos de vista, no sujetándose a un solo narrador y a una sola mirada sobre los hechos narrados, en el uso de un sentido del humor a ratos sardónico y ante todo, de la elipsis, fundamental para vertebrar una historia como ésta. En ocasiones he preguntado retóricamente en este blog dónde estaría la gran novela negra, a la altura de las mejores creaciones de Faulkner, quién la escribiría o la habría escrito: la respuesta está aquí, en el propio Faulkner, en "Santuario".

Entrevista con Antonio Muñoz Molina

Esta entrevista surge a raíz de la relectura de "Beltenebros", cuya reseña tenéis en la anterior entrada de este blog. Conocí a Antonio Muñoz Molina en Almería, hace muchos años, y puedo afirmar que sigue siendo la misma persona buena y generosa que era entonces. Más sabio ahora, igual de atento y cumplidor con los amigos. Quienes habéis leído mi novela "Última noche en Granada" sabéis que tengo con este gran autor andaluz muchas deudas que solo se pagan con admiración y con aprecio. No hace demasiado, Muñoz Molina publicó otra novela memorable, "La noche de los tiempos", pero yo he pretendido volver al primer Muñoz Molina, al que nos deleitaba con relatos negros o seminegros, escritos con una prosa fascinante e hipnótica, sin parangón en nuestras letras últimas, no siempre bien entendidos, pese a que se ha escrito muchísimo sobre ellos. Aquí tenéis al escritor y al hombre cercano y sincero, sin pose y siempre humilde que reconoce influencias y reparte halagos como pocos escritores acostumbran a hacer cuando de hablar de compañeros de profesión se trata.


1.- ¿Cómo surge Beltenebros?
La novela nació de varios indicios, de unas cuantas imágenes en torno a las cuales fue cristalizando. Quizás el punto de partida más claro fue la lectura de un libro de Gregorio Morán, "Grandeza y Miseria del Partido Comunista de España", en la que se contaban dos historias que me impresionaron mucho: la de "Quiñones", un militante que reconstruyó el Partido en Madrid, en 1940, y al que la dirección en Moscú acusó de traición. Lo detuvieron, lo torturaron (la policía de Franco), y en la cama en la que agonizaba un médico, militante clandestino, le dijo al oído que acababa de ser expulsado del partido por traidor. Lo fusilaron sentado, porque no se tenía en pie. Otra historia era la de otro presunto traidor, Luis León Trilla, asesinado a navajazos en un descampado de Madrid en 1945, después de pasarse meses escondiéndose por igual de la policía de Franco y de sus excamaradas.

2.- ¿Cómo elegiste la voz narradora?
Como me pasa tantas veces, empecé en tercera persona, y al cabo de unas ochenta páginas tuve que volver al principio, porque no salía. Se me ocurrió la primera persona, y la frase con que empieza ahora la novela, que quizás es demasiado llamativa, no sé. Después resultó que se parecía al comienzo de una novela de Nicholas Blake, titulada en español "La bestia debe morir". Hice una tentativa de intercalar capítulos en tercera desde el punto de vista de otros personajes: la chica, la madre enloquecida, el perseguido, etc. No me salió, y creo que eso fue una desventaja.

3.- ¿De qué temas querías hablar con la novela?
Yo no tengo en la cabeza temas demasiado amplios o abstractos cuando me pongo a escribir. Mi imaginación es muy concreta, y no creo que las ideas generales sirvan para mucho en las novelas. Una cosa que me importaba contar era la paradoja de la lucha comunista en España, la mezcla de heroísmo indudable de quienes participaban en ella y de su oscurantismo ideológico, al menos en aquella generación que venía de la guerra. ¿Qué sabe de España alguien que ha vivido en Moscú desde 1939? También me intrigaba la psicología del traidor, del que actúa en la sombra contra aquellos que en otro tiempo fueron sus camaradas. El comisario Conesa, que había pasado de la policía republicana a la franquista, era un personaje turbio que me llamaba mucho la atención. Y luego estaba el deseo sexual masculino como mixtificación de una mujer a la que nunca llega a verse tal como es, tan sólo como una proyección algo fantástica, como en "Vértigo", película a la que creo que hay alguna referencia en la novela.

4.- ¿Qué mirada tienes, como autor, sobre tu propia novela a los veinte años de su publicación?
Ninguna. No he vuelto a mirarla. La veo a través de lo que me cuentan lectores que se acercan a ella. Y me gusta mucho, claro, que siga teniéndolos, y algunos entusiastas. Durante años me pareció que había perdido la oportunidad de escribir una novela verdaderamente buena, sólida y documentada sobre la lucha clandestina, el ambiente interno del P.C., etc, pero claro, en ese momento me faltaba madurez, y por otra parte ese no era mi propósito. Tuve mucho cuidado en que palabras como "Partido" "Comunismo" , "Franco", etc, no aparecieran. Quería construir una trama a la vez geométrica y nebulosa, como de aquellas novelas de espías de Le Carré antes de que se pusiera literario y barroco, "El espejo de los espías", por ejemplo, o "El espía que volvió del frío".

5.- ¿Te planteas volver a escribir una novela con temática policial o negra?
Siempre he pensado que alguna vez se me ocurrirá una trama perfecta, liviana, fantasmagórica, a la manera de Chesterton, o de algunos cuentos de Borges, con las dosis adecuadas de realidad y de irrealidad, etc.

6.- ¿Cuáles son tus novelas negras preferidas?
"El largo adiós" de Chandler, sin duda; "La llave de cristal", de Hammett; cualquiera de Maigret, y las cuatro o cinco de Durremmatt. P.D. James es como una Agatha Christie con orquesta y coros, pero me gusta la atmósfera de algunas de sus novelas, y la trama completa de una, "A Certain Justice". Si se pueden añadir antiguas, "La piedra lunar," de Wilkie Collins, que escuchaba de niño adaptada en serial de la radio. Las de Ripley, desde luego. Y las del comisario Brunetti, de Donna Leon, que están muy bien escritas y tramadas, y llenas de agudas observaciones sobre la corrupción italiana. Una novela japonesa que me recomendó Justo Navarro hace muchos años, "La llave maestra", no recuerdo a su autor, una mujer. Scott Turow crea tramas magníficas... Muchas de Ruth Rendell, con esa sordidez inglesa. A estos escandinavos innumerables de ahora no los he leído, aunque me dicen que hay varios muy buenos. Ah, casi se me olvidaba uno de mis preferidos absolutos, William Irish, alucinante siempre, nihilista, con todo el drama de la Gran Depresión. Menos mal que me he acordado. Y James M. Cain, claro.

7.- ¿Crees que hay novelas negras que pueden compararse a novelas de Faulkner o de Onetti?
Raymond Chandler desesperaba de que eso fuera posible. Las normas del género imponen limitaciones muy fuertes, pero no me parece imposible. ¿No es "Santuario" una gran novela negra?

8.- Sé que a ti también te gustaban las novelas de Ross Macdonald hace años, ¿o me equivoco?
Sí que me gustaba, mucho, aunque era demasiado deudor de Chandler, y una vez que encontró un esquema narrativo perfecto lo repitió novela tras novela: el cadáver sin identificar que conecta el presente y el pasado; el muerto que vuelve. Eso lo copié yo en parte en "Beatus Ille".

9.- ¿Qué novelas que no son negras pero tienen ingredientes del subgénero te han llamado la atención?
Tantas... Ciertos ingredientes de lo negro, por llamarlo así, son muy útiles en la literatura, o más ampliamente en cualquier relato, literario o visual. El esquema básico es tan poderoso, tan simbólico en sí mismo, el misterio de la muerte, la búsqueda de lo desconocido, la revelación que lo trastorna todo. Mira lo que hizo Umberto Eco en "El nombre de la rosa", o lo que hace Piglia.

10.- ¿Cuáles son tus películas preferidas de cine negro?
"Laura", "Perdición", las de Fritz Lang en América, "La noche se mueve," "El cartero siempre llama dos veces", "Body Heat", "Cara de Ángel", "Chinatown", "El cebo," de Ladislao Vajda, una obra maestra desconocida, "M"... "El Tercer Hombre"... La lista es muy larga. Creo que en el cine es donde el género ha alcanzado una maestría definitiva. ¡"Los Soprano"! Muchas francesas también. Las antiguas de Chabrol y Truffaut, y algunas extraordinariamente sólidas de ahora.




Foto: Álvaro García (El País)


Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina

En "Beltenebros", el prodigioso narrador que es Antonio Muñoz Molina facilita palabras para ver algunas imágenes que sólo el cine nos ha servido con fidelidad y con pasión después de haber existido en la imaginación de algunos grandes creadores. Y son palabras de una riqueza y una variedad que resultan una auténtica fiesta del idioma, que en manos del gran escritor andaluz se saben queridas, respetadas, acariciadas, nunca manejadas: Muñoz Molina, en cada párrafo, en cada capítulo demuestra un amor por la palabra que pocas veces hemos visto antes en nuestro idioma. Contra quienes quieren creer que el autor de Beltenebros es un estilista se levantan de inmediato cientos de ejemplos en sus libros que aclaran que nunca se entrega a la floritura, al exceso verbal, a la prosa para el oído y el gusto más a flor de piel. La precisión, la envoltura perfecta, el acabado de las páginas es excelente porque Muñoz Molina es además preciso, muy preciso, y su escritura responde siempre a lo que le pide la historia, algo que no siempre los críticos, ciertos críticos y ciertos escritores, han querido ver: hay mucho más contenido en las novelas aparentemente de acción, policiales, de este merecido académico de lo que una lectura sencilla o apresurada, condescendiente puede percibir. Quizá falta aquí alguna hondura en los personajes -pero queda compensado con la equilibradísima armazón de la trama- y hay muchas imágenes emparentadas con otras que nos han llegado a través del cine, pero el lector atento y sin prejuicios encontrará asimismo una verdad profunda en los actos de esos mismos personajes, en sus movimientos delante y detrás de la escena, y donde otros ven homenaje y repetición es posible ver también una sutileza sin engaño, una matización verdadera y nada epidérmica, y una inserción permanente de detalles nada cinematográficos, como los olores, lo palpado y lo soñado, lo ausente y casi percibido que son pura literatura, alta literatura: quizá Muñoz Molina parte en algunos capítulos de escenas que nos recuerdan a otras del cine, pero la pureza de la narración, la sostenida hilazón y lo ejemplar del lenguaje que no recrea, sino que crea sensaciones nuevas, que permite la identificación y la empatía son el producto de una verdad y de un oficio desarrollado con un amor absolutamente noble y sin engaño. Jamás te acerca "Beltenebros" a espacios que prometen y no recompensan, jamás crea esta novela expectativas que no estén sostenidas con el texto y con una riqueza del lenguaje y de la percepción que cualquiera puede ver y compartir con una abierta y reposada lectura.
Con pocos personajes y una trama cuidada hasta el último detalle, en la que la utilización de los elementos cinematográficos responde a una sugestión imaginativa y metafórica de los espejos y del paso del tiempo que crea profundas cicatrices, Muñoz Molina cuenta una historia en la que se fabula abundantemente, a la que no le faltan la simbología ni la concatenación de escenas que están en la memoria y en el presente de lo que viven los personajes hasta llevarnos no a la culminación de una novela de género sino a las puertas de una novela mucho más abstracta y con cierto aire de melodrama de tintes clásicos y emparentado con la mitología que gana porque, como dije más arriba, jamás miente, jamás escapa con excusas y jamás se agota en sí misma, pues si bien parte de unas influencias externas crea unas nuevas imágenes, unos nuevos personajes y unas nuevas influencias que, como ocurre con las obras musicales inspiradas en temas ajenos, son algo nuevo a su vez, una celebración y un nuevo enfoque y una nueva línea que en cualquier caso no puede sino considerarse, en todos los ámbitos y desde todos los puntos de vista, como maestra al hablar de "Beltenebros". Esta es una novela que puede ser leída como negra, y que además invita a una lectura más profunda que puede emprender cualquier lector que, como yo, la relee al cabo de muchos años y halla en ella lo que un día vio, acrecentado y multiplicado y salvado de la intoxicación de la pasión o el rechazo inmediatos, pues en su condición de obra clásica esta novela permite ya una mejor y más reposada visión de conjunto y una valoración altísima que ya quisieran para sí no solo las novelas negras de cualquier tiempo -entre las que esta debe figurar como un logro capital-, sino las llamadas novelas serias que difícilmente consiguen un acabado semejante, que revela la mano segura de un escritor de raza y oficio, y un interés en la lectura que resulta en casi todos los capítulos casi hipnótico. "Beltenebros" ha ganado con el paso del tiempo: se equivocó mi admirado Rafael Conte al considerarla una novela menor.

Eduardo Gallego Cebollada: El sentimiento de culpabilidad en Última noche en Granada




Eduardo Gallego Cebollada: Filosofía, psicología y literatura de la culpa. El sentimiento de culpabilidad en la novela "Última noche en Granada" . Es el título completo del trabajo de este alumno de la Universidad de Zaragoza que nos cede para que sea publicado en el blog:



Introducción



"Gran descanso es estar libre de culpa"


Estas nobles palabras escribió Cicerón, uno de los padres de la oratoria romana. Y en efecto, no se equivocaba. Pero ¿quién no ha sentido nunca que su conciencia revolotea, que intenta escapar dejando atrás los fallos cometidos? Es el remordimiento. El remordimiento que sigue a la culpa.

Todos nos hemos debatido alguna vez entre dos posturas, escogiendo una u otra alternativamente hasta adoptar una firme resolución. El desconcierto es algo muy humano. Pero si hay algo humano es el errar, y salvando a los necios que nunca se arrepienten de sus actos, las personas a menudo experimentan un sentimiento de culpabilidad, un desasosiego que tiene como génesis el arrepentimiento por una acción perfecta, entendiéndola como acabada.

Pretendo situar con estas breves líneas en el tema sobre el que trabajaré: la culpa en la mente de Luis Castillo, protagonista de Última noche en Granada, obra de Francisco Ortiz y su relación con otras obras literarias.

En una intención por clarificar el proceso de la escritura y mis propias ideas estructuro esta reseña de la siguiente manera:

-El sentimiento de culpa como móvil de la historia, tomando como base la propia novela puntualizaré algunas páginas en las que la culpa se hace patente y presiona a Luis, a la vez pretendo tender un puente hacia la Filosofía y la Psicología apoyándome especialmente en Nietzsche y Freud.

-El segundo tema descrito será la relación de la novela, más concretamente de este sentimiento áspero y angustioso, con otras obras en la literatura. Predominarán aquí las referencias a la tragedia griega, a libros mundialmente conocidos y a la literatura existencialista.

Antes de comenzar esta reseña, quisiera agradecer cordialmente a Francisco Ortiz sus aclaraciones y la diligencia en sus contestaciones. De otra manera, yo habría estado perdido entre un marasmo de información.



1. La filosofía de la culpa en la novela


Desde mi punto de vista inexperimentado, el primer rasgo que llamó mi atención en la lectura de Última noche en Granada fue la personalidad existencialista del protagonista. Ciertamente, Luis es un hombre particular: soltero, pero integrante de un “affaire” romántico; ex-policía; trabajador nocturno, etc. Ya solo estos aspectos de su vida condicionarían a cualquier persona no positivamente, a mi juicio.

La vida de Luis se desarrolla de una forma un tanto marginada o anormal, a ello hemos de sumar la incertidumbre que provocaría en un sujeto mantener una relación sexual y afectiva con una mujer casada. En este aspecto he podido concebir a Luis como un alumno privilegiado de Zenón. Pero, como sucede a menudo, las apariencias engañan y Luis Castillo no es un estoico, muy al contrario vive una situación de incertidumbre completa, de inseguridad: un dilema moral. No debían sentir algo muy diferente quienes marchaban hacia Tebas y se topaban con la esfinge. La causa de su alienación es su secreto. Su sentimiento de culpabilidad por haber matado alguien en el pasado. Es este arrepentimiento zozobrante lo que define el comportamiento de Luis y da estructura a la novela.

Surge una pregunta al respecto: ¿Hasta qué punto la culpa es culpa de uno mismo?, esto es, ¿es solamente el individuo el único responsable de sus actos y su manera de actuar? Como sucede a menudo, no hay una sola respuesta y sí varias divergentes. Tomaré aquí ejemplos de la filosofía y psicoconducta:

Tenemos por un lado a Nietzsche para quien “el hombre que falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres […] este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la “mala conciencia”. Empero, vemos que Luis no estuvo falto de resistencias exteriores. Por otra parte, sí fue víctima de una angustiosa estrechez, de una decisión impulsiva o, al menos, poco premeditada cuando se le encargó el asesinato. Tanto en el capítulo IV, durante la visita a Pedro, como en el capítulo V, durante su conversación con Eladio, el motivo de la presión externa y la culpa dejan profunda huella en la lectura.

También para Sartre la culpa reside en el individuo, aunque podemos vislumbrar la esperanza a través de “la nausea”. Efectivamente, en Sartre el individuo es un individuo libre, pero no a todos los efectos puesto que el hombre libre siempre está condenado a elegir y sólo él es responsable de sus actos. Parece que Luis se adapta más al traje tejido por Sartre, como demuestra el final de la obra con la elección del protagonista. Esto se refleja sobremanera en el diálogo final entre Luis y Beatriz (páginas 122-123).


2. La psicología de la culpa en la novela


Hasta ahora solo hemos mencionado filósofos, es más, únicamente a dos. No pretendo plantear otras visiones de la culpa como la que tuviera Kierkegaard, para quien el origen del sentimiento de culpabilidad en los humanos nace de su propia consciencia al descubrir que no son perfectos. También hemos visto como estos filósofos atribuyen la culpa de la culpa a un Yo individual. No quiero enraizarme en esta visión, pues pensadores de la talla de Freud, quien fue el maestro del psicoanálisis, contemplaban la culpa desde otra perspectiva.

Y poniendo como ejemplo al mismo terapeuta analítico y su juicio mencionaré que la culpa es anterior, en muchas ocasiones, al delito. Esto fue lo que postuló Freud, quien habiendo examinado a varios pacientes que podían hacer gala de una moral digna de mención en los libros de ética, contempló como muchos de ellos habían cometido hurtos y diabluras varias. Sigmund llegó a la conclusión de que “estas travesuras” no habían sido cometidas malintencionadamente, sino por el mero hecho de ser conductas tabú o comportamientos prohibidos.

La conciencia de culpa afloraba en los individuos cuando las figuras paternas descubrían al individuo. La culpa, a menos que se expiara poco a poco, se estructuraba a cada paso hasta el punto de provocar el trauma en la persona. El Ello (pulsiones e inconsciente primitivo) era el responsable de estos comportamientos y los padres al reprimir al niño los impulsos de amor y sexuales solo colaboraban a acrecentar dicho trauma.

En la página 51 el protagonista reflexiona brevemente sobre la educación recibida. No se señala a la madre como instigadora del sentimiento de culpabilidad, pero el Luis deja entrever muy ligeramente los falsos valores en los que fue educado: la idea de pecado, las pautas de comportamiento ya caducas, etc. En este sentido la madre es contemplada como una deidad omnividente, Luis llega incluso a dudar de si su madre conoce su crimen. Y es que ya sabemos todos lo difícil que resulta mentirle a una madre.

Recapitulando brevemente, podríamos decir que el móvil de la novela, esto es, el sentimiento de culpa, está profundamente marcado por una visión filosófica y psicológica de la vida. Estas marcas se combinan y disponen a lo largo del relato para dar vida a la conciencia de Luis Castillo.




3. La culpa en la literatura precedente


He hablado de la culpa en las anteriores líneas y de sus diferentes concepciones desde diversas ramas de estudio. Resulta arduo esclarecer la palabra sin tener en cuenta más de una disciplina específica. Moviéndonos por la definición de la RAE presenciamos distintas acepciones. La derivada del vocablo latino es: “Imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta”.

En un sentido abstracto esto sería suficiente, pero la literatura, en su calidad de ente universal, no queda satisfecha con una sola definición. Así, ya en algunos de los primeros testimonios literarios, como podrían considerarse los bíblicos, la culpa adquiere otra dimensión: la de “pecado o transgresión voluntaria de la ley de Dios”, que entona más con un carácter teológico.

La visión de Adán, Eva y aquella víbora incitante ya fue duramente criticada por Nietzsche. En la religión católica los neonatos son portadores de una pequeña mancha en su conciencia. Este pecado original es una deuda enfermiza con una divinidad supraterrenal, por ello la moral judeo-cristiana y todos los valores que predica son contrarios a la naturaleza humana. No por ello la pareja del Edén deja de constituir un primer gran símbolo del peso del sentimiento de culpabilidad en la literatura.

Empero, anterior a la doctrina cristiana cohabitaron en Europa muchas religiones. Especialmente influyente en occidente fue el legado grecorromano. Para nuestros antepasados helénicos la culpa era entendida como el sino del héroe: Edipo estaba predestinado a matar a Layo y casarse con Yocasta, podría haber evitado sacarse los ojos, pero Sófocles supo que esto reforzaría la catarsis de su tragedia); Heracles, durante su locura, mató a sus propios hijos; Medea es el prototipo de mujer impía que también acaba con sus retoños y así una larga lista.

En efecto la culpa pesaba en estos personajes como una sombra, no podían librarse de ésta y aquello era lo que daba lugar a la tragedia. El individuo clásico no tenía posibilidad de elección, estaba subordinado a las directrices de las Parcas o Moiras, solo era posible resignarse a su destino.

La Edad Media es heredera en muchos sentidos de la mentalidad cristiana. Las nociones de Dios, pecado y salvación fueron impuestas a los feligreses por diferentes vías. El adoctrinamiento de la población y la censura inquisitorial no dejó que la literatura explorara nuevos horizontes. La culpa fue de Adán y Eva y de nosotros continuaría siendo.

El renacimiento y humanismo marcan una nueva tendencia. Entre las concepciones trágicas de mayor calibre hay que mencionar los dramas shakesperianos, en los que odio, celos y venganza ocupan las primeras filas. Shakespeare, en su calidad de dramaturgo, no dejó pasar la oportunidad que le brindaba un sentimiento como la culpa para dar forma a una de sus tragedias más conocidas: Hamlet.

Aunque en Hamlet prima la venganza, la culpa ya está ahí de antemano. La culpa es de otro. Hamlet es en este sentido un justiciero y por tanto se tendría que analizar la figura de Claudio, culpable del crimen. Shakespeare no descuida este punto y en varios de los monólogos del antagonista el sentimiento de culpabilidad domina la escena.

CLAUDIO.- Aunque la muerte de mi querido hermano Hamlet está
todavía tan reciente en nuestra memoria, que obliga a mantener en
tristeza los corazones y a que en todo el Reino sólo se observe la
imagen del dolor; con todo eso, tanto ha combatido en mí la razón a la
naturaleza, que he conservado un prudente sentimiento de su pérdida,
junto con la memoria de lo que a nosotros nos debemos.

Hamlet, escena III, acto I

Mucho más adelante, otro genio de la literatura y considerado por muchos como el padre de la novela negra, Edgar Alan Poe, se servirá de la culpa en algunos de sus relatos. Especialmente llamativo es El corazón delator, en el cual el protagonista se ve presionado por su conciencia hasta tal punto que le lleva a confesar su crimen.

La culpa adquirirá de nuevo un gran protagonismo en la literatura realista. Gogol (El capote) y Dostoievski, por quien Francisco Ortiz siente predilección (el mismo confiesa que Crimen y castigo es uno de sus libros preferidos), dan un nuevo impulso a la culpabilidad del individuo materializándola como estructura del relato.

En los escritos del novelista ruso este sentimiento se condensa en forma de trasfondo psicológico, lo que en gran medida se refleja también en Ultima noche. El protagonista de Memorias del subsuelo pasa largo tiempo proyectando sus venganzas y desagravios, imagen que también está presente en las cavilaciones de Luis. No obstante, Luis cuenta con un soporte, un cayado que le ayuda a mantenerse en pie y no hundirse desesperadamente: Beatriz. Ella, en calidad de amante, trata de redirigir sus pasos y de salvar a su compañero. Dostoievski, por el contrario, contempló la evasión de este sentimiento de culpa en Dios. Según Fiodor: “la religión es la única forma de superar las desdichas humanas”.

Ya en Dostoievski se atisban rasgos como la presencia de un individuo torturado en su interior y la búsqueda de sentido de la vida. Esto nos acerca a las tendencias puramente existencialistas que encuentran en Kafka su máximo exponente.

Los personajes kafkianos son el mejor ejemplo de pesimismo. La soledad de éstos, su visión frustrante y absurda de la vida y su lucha contra un poder abstracto que no comprenden dan cuentas de ello. ¿Podemos decir entonces que Luis es un existencialista? Sí, aunque hay que salvar algunas diferencias: la angustia de Luis no es algo crónico y él es bien consciente del motivo de su arrepentimiento. Además, no debemos pasar por alto detalles como el final de los relatos: la inmensa mayoría de los personajes kafkianos acaban con su novela, eso es, mueren (La condena, El proceso, La metamorfosis, etc.); Luis logra vencer este sentimiento y superar su situación o al menos la novela deja entrever un atisbo de esperanza. No es en este sentido un personaje absurdo, como se consideraría al protagonista de El extranjero, estandarte del existencialismo humanista de Camus.

Y es necesario para concluir recalcar este hecho. Luis no es enteramente o solamente Luis, es Luis y Beatriz. La mujer juega un papel determinante en el pensamiento del protagonista de forma que me atrevería a decir, salvando las distancias, que podría llegar a analizarse como una pauta de conciencia de Luis, una madre que extirpa a su hijo de la mortificación de su ser, la conciencia que le permite afrontar su culpa.

Cinco minutos de gloria, de Oliver Hirschbiegel

Con unas interpretaciones sobresalientes de Liam Neeson y James Nesbitt, un guión mimado hasta el último detalle y sin innecesarias concesiones a la galería, esta película aborda el problema del terrorismo y la reconciliación de una forma tan madura y diríamos que tan sentida que sorprende y cautiva, rodeados como estamos de tanto cine infantil con apariencia de adulto y tanto intento falso que solo sirve como entretenimiento. Por supuesto, se critica a la televisión y a los detestables programas creados para generar muchos ingresos en publicidad dando morbo y chocolatinas baratas, pero lo importante de esta cinta en la que el hermano de un asesinado y el asesino, ex terrorista, van a volver a verse cara a cara muchos años después de que el segundo le clavara tres balazos a una víctima indefensa es que se da tiempo al espectador a ir asimilando lo que se le muestra, las sorpresas forman parte de la trama con coherencia y no son impostadas y no hay malos muy malos y buenos muy buenos, como vemos en tantas historias hollywoodienses de medio pelo. Este es cine que habría gustado a los grandes maestros del medio, a los más comprometidos directores, a los que aún piensan que el arte no es para degustarlo con palomitas y entre risas enlatadas. Estamos ante un conflicto moral, en el territorio de las mejores narraciones y con los materiales más honestos con que puede ser servido un argumento. Es una de las grandes películas de los últimos años.

Robert Wilson: La ignorancia de la sangre

Éste es el libro que cierra una tetralogía dedicada al personaje del inspector jefe Falcón, de Sevilla, ideada por un escritor del Reino Unido y que alcanzó su momento más destacado en la segunda entrega, "Condenados al silencio", novela de la que he hablado en este blog. Robert Wilson es un buen escritor. Se pone al servicio de una novela negra que tiene tópicos insalvables (o casi) dentro, difíciles de sortear cuando se quiere abarcar mucho. Porque aquí hay una historia de venganza, otra de espías, otra de amor, otra de padres e hijos, otra de pasados complejos que saldrán a la luz antes o después, otra de mafia, otra de terrorismo. Es mucho, quizá incluso para una tetralogía. Pero Wilson no desfallece, y se pone, como digo, al servicio de lo que ha imaginado y del género que ha elegido y se mueve en él con libertad, con soltura y con oficio, con gran dignidad, además de con algo aún más interesante: mimbres de autor con un mundo propio y una capacidad destacable para crear personajes e hilar historias. No es un autor menor Robert Wilson y los fallos de estos libros hay que achacárselos más a las servidumbres planteadas por el subgénero que a la impericia del creador. "La ignorancia de la sangre" es una novela para amantes del género, no vamos a engañarnos, y no sale del mundo acotado de la novela negra. Pero dentro de ese mundo hay que reconocerle a Wilson su buena labor manejándose en un país que no es el suyo, con personajes que ha tenido que crear digamos que desde el principio, sin agarrarse a lo que ha visto o leído, sumergiéndose en otra cultura y en el carácter de los españoles y de los andaluces. Es creíble el inspector Falcón y son plausibles las tramas. Además, de vez en cuando el lector encontrará frases, diálogos de gran calidad, en los que late la capacidad de este buen escritor para acercarnos a reflexiones que no son vanas.
Como se cierran varias historias, iniciadas en libros anteriores, aunque el libro puede leerse sin saber nada de ellas, diré que en esta aventura Falcón tiene que lidiar con una trama rusa, mafiosa, que hunde los pies en varios fangos de corrupción y tráfico de influencias y de drogas que sabemos que no están sacados sólo de la mente de este escritor. Enfrentarse a los que matan sin pensárselo supera a cualquier polícía, pero Falcón va a resolver los casos gracias a que trabaja en grupo y cuenta con un equipo leal y bien preparado, de anónimos policías que dan el do de pecho, que no sucumben, que se entregan de verdad. Es un poco idílica esta visión, pero a ratos los lectores de novelas negras queremos creer en estas cosas.
Con todo esto, con un capítulo muy destacable, inolvidable y de lo mejor de la tetralogía, que es el de un acto terrorista en alta mar contado casi desde dentro de la mente del personaje que lo lleva a cabo, tenemos como resultado un libro cuya lectura resulta muy atractiva, que entretiene más y mejor que ninguna película que aborde temas parecidos y que nos deja con ganas de leer más historias protagonizadas por Javier Falcón.

"Última noche en Granada", en la Universidad de Zaragoza





Comparto con vosotros esta noticia que me ha llegado hoy:



Uno de los trabajos propuestos en la asignatura de Teoría de la Literatura (en el Grado de Filología Hispánica de la Universidad de Zaragoza), que imparte el profesor Alfredo Saldaña a los alumnos que cursan 1º, es el estudio de la novela Última noche en Granada, de Francisco Ortiz.

Manuel Rivas: Todo es silencio

Se equivoca Manuel Rivas en esta novela en el tono y en el aliento cercano a lo mítico con que pretende contarnos una historia que, de haber salido más despojada y sin excesos literarios (algo caprichosos algunos, como ese intento chirriante y sucesivo de lenguaje lírico y aparición de frases hechas y propias de la lengua hablada, tan antagónico y tan poco compenetrado en este texto), y sin desconocimientos del pasado de un subgénero que le habrían evitado reducir algunas escenas a lo más superficial y rayano en la inocencia de un guión cinematográfico primerizo (como ocurre con el soborno al sargento Montes y los billetes que se caen) habría resultado más creíble, menos impostado. Quiere tallar Rivas, crear figuras que perduren, y el intento se nota demasiado, el aroma se vuelve demasiado personal y el autor dialoga hábilmente con sus criaturas, nos hace llegar sus voces y lo que les ocurre, pero los personajes quedan detrás de la voz del autor, que manda demasiado en ellos, que los lleva como en volandas. Manuel Rivas es sin duda un escritor que atesora méritos y logros, tiene una prosa en la que entra la poesía con fuerza y sabe tomar los caminos más certeros, pero esta historia requería un acercamiento de otro tipo, quizás hubiera sido mejor con algo más de ingenuidad y sin filigranas (cansa ese abuso del presente que marca acciones apareciendo en el territorio del pretérito, distrae innecesariamente), que distanciara y contrarrestara la voluntad del escritor de dejar en exceso su huella. Como indicaba un maestro de la narrativa cuyo nombre ahora no recuerdo, en la novela es preciso que haya una cierta ingenuidad por parte del autor, una calma que le recuerde que es preciso lo vulgar y lo anecdótico (pero funcional, de lo que ha dejado muchos ejemplos el gran novelista Juan Marsé en obras como "Un día volveré") en según qué trechos para que el conjunto resulte equilibrado. Se equivoca Manuel Rivas con este libro porque hay demasiado autor y falta novela, como a veces le ocurría a Francisco Umbral cuando se adentraba en el género novelesco. Falta arrastrar los pies y oír el ruido de la arena mientras el mar acerca su respiración pesada e infatigable.

Marta Sanz: Black, black, black

Fallida novela negra en la que se sustituye la rudeza de algunos clásicos por un exceso de literatura, de juego literario que deja sin armas a la trama policíaca y vuelve irreales a los personajes, faltos de esa encarnadura que los maestros de la novela negra conseguían mediante la caracterización objetiva y la observación atenta de realidades que acaso nada tenían que ver con las suyas pero a las que sabían revestir con el lenguaje adecuado para que resultaran creíbles y plausibles. "Black, black, black" es un noble intento por abrir otras vías, por sumar otra visión, pero resulta una narración exangüe, producto de una mente demasiado culturalizada, que no atina a descargar de posmodernismo a sus personajes y que no logra llevarlos a esa zona en que nos revelarían sus verdades, las que tan hábil y tan humanamente escritores como Ross Macdonald ponían ante nuestros ojos sin hacernos pensar que eran sólo personajes, una creación sobre un papel. Marta Sanz, una escritora a la que aprecio por otros libros, se ha equivocado al insistir en los recursos comparativos extraídos de anteriores novelas negras -cómo me agradaría no toparme con más alusiones y comparaciones con Marlowe, como en la música radiada no oír más la palabra corazón en las canciones de amor- y de guiños cinematográficos, pues aunque su labor sea la de limpiar y la de situar en otro espacio, en otro país y en otro lugar, no ha escapado a la corriente homenajeadora y forzosamente divertida por la que discurren muchas actuales novelas negras, que llegan a un callejón sin salida y no pueden saltárselo porque se han creado su propio lastre, que es consustancial e indisoluble de la concepción de la historia que nos narran. Son muchos los que han intentado, además, desviar a la novela negra hacia el camino de lo culto y lo evidentemente literario, pero este tipo de postura revela un distanciamiento equivocado, algo altivo y acomplejado, ya que "El largo adiós", de Chandler o "El hombre enterrado", de Ross Macdonald, por ejemplo, son novelas de una categoría fuera de toda duda, cuentan historias de absoluta vigencia, no desmerecen al lado de la más alta literatura y lo han logrado apostando por lo que este género mejor ofrece: la sinceridad como primera arma, la desnudez expositiva, la confrontación de espacios sociales y, sobre todo, el absoluto convencimiento en los materiales usados, que pueden provenir de zonas de derribo pero convenientemente tratados sirven para levantar obras de valía absoluta. No creo que esté todo dicho, que todo se haya contado desde todos los ángulos posibles, no creo que el mundo del siglo XXI, tan injusto y tan marcado por las desigualdades, con tantos problemas mentales y de sentimientos, no ofrezca historias en las que sumergirse con toda la perspicacia, con todo el convencimiento, con valor en sí mismas, alejadas del posmodernismo y de la estolidez. Falta quizá algo más de valor, de libertad, que se conseguirá probablemente apartándose de los circuitos más comerciales, de las plazas donde sancionan los que tienen una tribuna fija, y apostando por llegar de nuevo al corazón del dolor y del deseo de seguir viviendo pese a todos los contratiempos, pese a todas las trampas de la existencia que a cada uno le ha tocado en suerte.

Manuel Vázquez Montalbán: La rosa de Alejandría

Creo que "La rosa de Alejandría" es la novela más literaria, más cercana a la perfección del ciclo Carvalho. Vázquez Montalbán nunca estuvo más cerca de hacer lo que pretendía, esa novela-crónica que es hija de un tiempo y define ese tiempo con las armas y las palabras y las verdades y las realidades más inmediatas obtenidas de ese tiempo, en un ejercicio de creatividad casi instantánea y tocado por la gracia de la sugerencia y de la capacidad de síntesis más verdadera. La misma estructura, con esas dos historias que sólo coinciden al final, no aparece en ninguna otra obra del ciclo y demuestra que Vázquez Montalbán se tomaba muy en serio estas novelas de policías y ladrones, pues nunca antes ni después veremos tan claramente a Carvalho actuando de elemento catalizador, en un papel de mirada necesaria, de filtro para acercarnos a una historia de amores antiguos y fracasados con trasfondo de novela negra.
"La rosa de Alejandría" es más una novela de amor que una novela negra. La mitad del libro está dedicada al viaje de un marino, a su alejamiento de una Barcelona en la que ha vivido una historia de amor que se inició en su adolescencia y que sólo ha tomado cuerpo en la edad adulta. El marino huye y se busca, se reboza en los recuerdos morbosamente, medita y mira constantemente dentro, muy dentro de sí, para acabar de comprender qué ha sido de su vida, a qué obedecen los fracasos en las relaciones humanas, qué es el destino, qué el valor y qué ha sido de él, de sí mismo, en tantos años lejos de la mujer a la que quería. Vázquez Montalbán nos cuenta una educación sentimental en "La rosa de Alejandría", nos habla de los hombres y las mujeres que no podían amarse libremente, que se debían a una sociedad y una cultura que impedía el normal desarrollo de los sentimientos, del deseo, del amor. La mujer a la que siempre ha amado el marino se casó con un hombre de posibles, tiró hacia lo que le recomendaban, buscó el refugio del dinero y no se atrevió a buscar el reposo al lado de quien realmente la quería.
Pero los años no pasan en vano, y el autor de esta novela nos recuerda que no somos los mismos con dieciséis o diecisiete años que con cuarenta. La vida nos malea, nos arrastra hacia nuestras más íntimas verdades, la edad las saca a flote y las pone en manos de la oportunidad. La mujer amada de la adolescencia ya no es la mujer a la que amas en la edad adulta. Puede no serlo. No lo es en este caso, que se convierte en criminal porque aún hay quien se siente inocente dueño de su pasado, quien no comprende que el pasado y los sueños del pasado son pura ilusión cuando los enfrentas a la verdad cambiante del presente, a los ojos de quien quizá te amó pero ahora ya sólo te utiliza. Y de la frustración, del desengaño a la destrucción -propia o ajena- hay veces sólo un paso.
Con la narración de los días del marino que no sabe si volver a una Barcelona en la que le espera la realidad de la muerte, Vázquez Montalbán dejó una lección poco asumida por los continuadores de la novela negra española. Abrió ventanas y dejó que la casa del subgénero se ventilara. Nunca fue tan claramente novela con letras mayúsculas. Con la prosa trufada de imágenes poéticas y bien matizadas por un distanciamiento irónico y pudoroso -revelador del arma de artista del propio Vázquez Montalbán, a quien quisimos tanto-, con tantas y tan buenas páginas de literatura para la memoria y para el rescate de momentos que sólo la novela puede fijar y arrancar del olvido -las cortas apariciones del parado que no sirve para ayudar en casa y cuando hay una crisis se refugia en el cuarto de baño; el recorrido por un Águilas presente y un Águilas mítico que pervive en la memoria de Charo, la compañera de Carvalho, mediante las narraciones de su madre-, indicó caminos a los practicantes de la novela negra que no han de obviarse, que siguen abiertos, que a él le aseguraron un lugar en ese sitio al que no siempre van el crítico y el estudioso pero al que siempre regresa el que justifica todo el trabajo del que escribe: el lector.

(Con un saludo para mi amigo José Abad)

Ross Macdonald: Los maléficos

Pocas veces una novela negra ha llegado a una altura creativa tan alta y tan digna de celebración como "Los maléficos". Ross Macdonald inició el nuevo camino pensado para su detective Lew Archer alejándolo de los tiroteos, de las exhibiciones de músculo y fuerzas tan proclives al género. Lo llevó al territorio de Dostoievski, donde se habla de maldad humana, de deseos humanos, de pasiones humanas, de frustraciones del ser humano. En las páginas finales de "Los maléficos" hay un asesino al que entendemos, al que comprendemos gracias a la calidad literaria con que está escrito este libro; un asesino que se explica y nos explica cómo ha llegado a convertirse en asesino y al hablar lo hace de sí mismo, pero también, y eso es lo más importante, de todos nosotros, que no somos asesinos pero sí compartimos con él un fondo de tristeza, de pérdida, de nostalgia inherente al ser humano que en unos se nota más y en otros menos pero en ninguno falta. Nacemos así, nos dice Macdonald mediante el relato del asesino, y nuestra obligación es conocernos, informarnos, saber cómo se llega a donde cada uno finalmente llegamos, llevados por nuestras motivaciones, nuestros instintos, nuestros miedos. La benigna influencia dostoievskiana toma cuerpo de manera ejemplar y honesta y "Los maléficos" se convierte en una de las novelas imprescindibles del género. La corriente freudiana, la indagación en los motivos que generan la culpa y el egoísmo laten aquí con una fuerza imparable y se muestran bajo una luz que no ciega y sí sirve para ver más claro y mejor. Como muy bien señala Rodrigo Fresán en el prólogo de "El expediente Archer", a Ross Macdonald se le echa de menos en esta época de asesinos en serie monolíticos y asociales, de explicaciones simplistas sobre el arte de matar y el azar de morir. Recuperar un libro como "Los maléficos" dignificará a la editorial española que dé el paso al frente.
En "Los maléficos" hay un punto de partida que no es el habitual. Un hombre que se ha escapado de un hospital y está perturbado busca a Lew Archer para que lo ayude. Y cuando Archer se pone en acción nada puede pararlo. Las mentiras caen y con claridad se dibuja el retrato íntimo de una familia rica que tiene mucho que callar, que oculta demasiado. Pero no esperen una investigación al uso, nada escabroso ni morboso: Archer tiene interés en saber por qué las personas hacen lo que hacen, por qué se convierten en lo que nunca hubieran esperado convertirse. Y la novela avanza hacia los conflictos privados, hacia los desencuentros en las relaciones familiares, en esas en las que el elemento distorsionador y separador del dinero nunca brilla por su ausencia. Archer es un detective y un psicólogo y un doctor que escarba pero que siente, que se inmiscuye, que quiere saber porque intuye que detrás de cada nuevo descubrimiento hay algo útil y necesario también para él, otro ser humano a fin de cuentas. Y esa labor de Archer lo diferencia del resto de detectives de ficción, acercándolo a las historias griegas de tragedia y muerte. Ross Macdonald lo convierte en un símbolo y a la vez en el detective más creíble que ha dado la novela negra, sensación que aumenta cuando le vemos criticarse a sí mismo, mirar sus fallos y señalarlos, imponerse alguna penitencia. Hay mucho de Graham Greene también en "Los maléficos", hay una mención al existencialismo cristiano. Hay una conclusión tajante y expansiva que no puede pasarse por alto, pues a todos nos afecta: tras cerrar el caso, Archer, en lugar de estar satisfecho tras haber descubierto al culpable y haber conseguido que la justicia triunfe, llega a esta conclusión: "Todos éramos culpables. Teníamos que aprender a soportarlo". Y me parece claro que cuando todos los elementos encajan, cuando el narrador cuenta con tantas imágenes que son pura poesía, cuando un relato consigue implicar al lector de una manera tan efectiva no podemos menos que concluir que estamos ante un libro imperecedero.

Patricia Highsmith: Un juego para los vivos

Matan a un mujer que recibía visitas, caricias y amor de dos hombres que se conocen y se respetan y se consideran amigos. Uno es mejicano y el otro es alemán: Ramón Otero y Theodore Schiebelhut. El primero ama la religión católica. El segundo, aunque de familia rica, parece estar cerca de ciertos postulados existencialistas. Poco después de encontrar a la mujer asesinada, Ramón se confiesa el autor y la policía lo detiene. Pero lo sueltan, porque creen que, aunque se echa la culpa, no mató a la mujer. Desde ese momento, Ramón vive atormentado, empeñado en demostrar que él es el asesino. Y Theodore, que en principio lo señalaba como el más lógico culpable, por su temperamento en ocasiones fácilmente desbocable, decide acogerlo en su casa, ofrecerle de nuevo su amistad, ayudarlo a curarse del mal que le agobia: una culpa sin fundamento.
En manos de Patricia Highsmith, la historia no puede resultar sino fascinante. Con un desarrollo que le debe mucho a "Crimen y castigo", de Dostoievski, pues no en vano hay conversaciones sobre el sentido de la vida, la culpabilidad, la iglesia católica, la libertad que seguramente sin las sabias y resposadas lecturas que la autora hizo del gran maestro ruso no existirían.; con la misma facilidad, con la misma hondura que no cansa ni embota, con la misma sencillez para incluir debates sobre temas eternos (o casi) que Dostoievski, con la misma habilidad para que los personajes sean a la vez ideas personificadas y personajes de los pies a la cabeza, Highsmith enfrenta dos visiones de la vida, dos maneras de sentir, estar y de pensar y, con mucha inteligencia, no deja a ninguno fuera del podio, a ninguno por encima del otro. Resulta fascinante verlos en la intimidad, volviendo a ser amigos, comunicándose con los silencios. No creo que exista otro escritor capaz de contar la normalidad de las vidas de dos seres heridos con la solvencia y la sensación de verdad que muestra Patricia Highsmith a lo largo de este libro que no es una obra maestra pero que tampoco necesita serlo para quedarse en nuestra memoria, para fustigarnos a ratos y a ratos conmovernos, con ese sistema que llamaba con tanto tino Francisco Umbral "el de la rosa y el látigo". Si se reeditan sus obras, si sigue mostrándose inclasificable, incómoda en sus afirmaciones novelísticas, es porque hay Patricia Highsmith para rato. Algún día ya vendrá quien diga que es un clásico universal de las letras.

Entrevista (Carolina Molina)

Esta es la entrevista que apareció en El Heraldo del Henares:



"Creo en el relato, pero no lo enfrento a la novela"

Francisco Ortiz



Entrevista de Carolina Molina.



Francisco Ortiz (Ugíjar, Granada, 1967) es un escritor que con paso firme está construyéndose su propio camino en el mundo de la literatura. Sus relatos han aparecido en distintas antologías y edita su propio blog dedicado a la Novela negra y el Cine negro. Pero ahora, da un paso más allá y publica su primera novela, Última noche en Granada (Mira editores) con la que demuestra que es capaz de hacer mucho más y que está dispuesto a demostrárnoslo.



En esta entrevista concedida a El Heraldo del Henares, Ortiz habla de su novela y de sí mismo.

EHH- Francisco: Ultima noche en Granada ¿en qué género literario la encuadrarías?

FRANCISCO ORTIZ: No creo que pueda encuadrarse en el que parece más fácil: la novela negra. Porque hay al menos dos capítulos -los más largos y más literarios del libro- que responden a otros intereses: el diálogo teatral y la indagación psicológica. Además, tiene una parte importante de indagación existencial (me he formado como escritor leyendo a Sartre y a Camus, no puedo olvidarlo). Así que es difícil ponerle una sola etiqueta. Salio, eso sí, y se está vendiendo como una novela negra.

EHH: Hay una gran proyección del personaje protagonista. El estilo es intimista y contado en primera persona, son casi unas reflexiones sobre la vida y la muerte.

FRANCISCO ORTIZ: Claro. Si alguna influencia tiene la voz del libro es la de algunos narradores que he encontrado en novelas de Dostoievski, el autor al que más admiro y al que con más atención leo. Esos narradores que se interrogan sobre su vida, sus acciones, sus carencias, sus miedos, su situación en la sociedad en la que han nacido y crecido.

EHH-¿Quién es Luis Castillo, el protagonista?

FRANCISCO ORTIZ: Un personaje que le debe más a la vida real que a las novelas, a la ficción. No ha surgido de mis lecturas, sino de la calle, de las conversaciones íntimas y los secretos contados en lugares propicios. Creo que todo cuanto dice y vive es perfectamente creíble y cuenta una historia que podría haberle ocurrido al vecino de la puerta de al lado.

EHH.-Tu personaje busca la verdad sobre sí mismo, se analiza, se reprocha sus acciones, sin embargo es una persona aparentemente fría y distante. Es un hombre de sentimientos extremos. ¿Cómo juega esta disociación en la novela? ¿Te inspiraste en alguna persona real para enfrentarte al personaje de Castillo?

FRANCISCO ORTIZ: No creo que Luis Castillo sea frío. El que es frío no se cuestiona sus errores, no se reprocha nada. Actúa y no se para a ver las consecuencias de lo hecho, asume y olvida de inmediato. Lo que le ocurre a Luis Castillo es que está en un callejón sin salida, que ha sido un inocente y no ha percibido la trama que mueve al mundo, esa maraña de intereses en los que se empiece por desear el poder y se acaba por matar a quien se ponga en medio de lo que desea conseguirse.

Él ha sido un peón más o menos inconsciente en un ajuste de cuentas y sólo con el paso del tiempo y la distancia física necesaria va dándose cuenta de quién es en verdad, qué cree, en quién y en qué cree. Con mucha gracia, su compañera le dice “Mi Luis, el anarquista”.

Pero es hijo de un fascista que se enriqueció durante el franquismo, es un ex policía sin vocación, un pasivo que no ve que el tiempo pasa irremediablemente. Por fortuna, su compañera, más realista y vital, le va trayendo de vuelta y lo pone a este lado del espejo.

EHH-¿Cuál fue tu método de trabajo previo a la novela? ¿Te documentaste para recrear el mundo policial?

FRANCISCO ORTIZ: No me interesan las técnicas policiales, aunque las conozco bien, y no leo apenas novelas protagonizadas por policías. Me he documentado preguntándoles a dos policías, es verdad, pero solo para no cometer errores imperdonables. Tenía la historia en la cabeza, sabía a dónde quería llegar con ella, y apenas me moví del guión mental.

Apenas tomé notas y la escribí pausadamente, en Almería y en Granada, en cuartos y en balcones y en terrazas y donde se presentaba la ocasión. Lo más importante para mí de una novela es la labor de poda que hay que llevar a cabo con los borradores: quitas tantas tonterías y tantas equivocaciones que cuando mandas la novela por ahí, para que se lea, lo haces con una humildad sanísima.

EHH.-Los diálogos entre Luis y Beatriz, su novia, son muy reales, lo mismo ocurre con los que mantiene Luis con su amigo Pedro, el policía. Eres un gran observador del carácter humano, parece que fotografíes a los personajes. Sin duda es debido a tu vocación de fotógrafo. ¿Hasta qué punto se relacionan tus dos vocaciones, la literatura y la fotografía?

FRANCISCO ORTIZ: Procuro que no tengan relación ninguna. Si escribo, no hago fotos ni en los cumpleaños. Y si me dedico una temporada a fotografiar no leo libros de ficción. Puede parecer, por la manera de presentar la historia de manera parcelada y continuamente interrumpida por espacios en blanco entre los párrafos, que escribo con fotografías en la cabeza, uniendo imágenes mediante palabras, pero esto es anterior a mis trabajos fotográficos y obedece a un instinto por el que me dejo llevar y refleja mi visión de la realidad en el siglo XXI, tan fragmentada, creíble solo sumando detalles, uniendo fragmentos, dando saltos hacia delante y hacia atrás continuamente, observando ya no en conjunto, como Balzac, sino lo más cercano, lo que se domina, lo que está casi en nuestras narices.  

EHH. -Respecto al estilo utilizado juegas a intercalar largos diálogos con párrafos dominados por la reflexión. ¿Piensas que el estilo es más importante que la historia o la historia más importante que el estilo?

FRANCISCO ORTIZ: Yo me traigo a casa libros que me deslumbran por el estilo, que ante todo están bien escritos, sin profusión de frases hechas y cuidando con mimo el lenguaje. Me deslumbran autores actuales como Javier Marías y John Banville, pocas veces he repasado tanto las páginas de un libro como las de “Luna de lobos” de Julio Llamazares.

Pero me gusta que el estilo esté aplicado a la historia que se cuenta, que se vuelva indisociable, que no se convierta en fuegos de artificio, en vehículo de lucimiento. Leyendo a Mario Benedetti, a Ernesto Sábato, uno se cura de todo deseo de exceso y rimbombancia y puede observar cómo se ha de ajustar lo que se cuenta con cómo se cuenta.

EHH-Háblanos de tu faceta como cuentista. Tus relatos han aparecido en antologías como Narrativa actual almeriense o Microrrelato en Andalucía. ¿Cómo surgió tu interés por el cuento y qué esperas de él?

FRANCISCO ORTIZ: Quizá nunca he pensado en serio más que en las novelas, pero aun así tengo un libro de cuentos breves que he acabado hace poco y espero que pueda publicarse dentro de no demasiado tiempo. Creo en el relato, pero no peleo por su valía, su vigor, ni lo enfrento a la novela ni a nada de nada, como hacen ahora muchos practicantes que quieren alzarse tirando obstáculos que sólo ellos ven.

Los grandes escritores se han valido siempre de la forma y han plasmado en más o menos palabras sus historias según tuvieran que decir y contar más o menos. Eso es todo. Cuando escribo un cuento es sabiendo que hay una imagen, dos o tres, una par de ideas, y a veces algo perentorio, algo que solo puede decirse de golpe, como cuando recibes una noticia que te afecta mucho y tienes que contársela a un ser querido rápidamente. Ese es mi método.

EHH-¿Cómo ves el panorama literario del relato corto? ¿Qué crees que se podría hacer para mejorarlo?

FRANCISCO ORTIZ: Leer más a autores como Raúl Ariza y Miguel Sanfeliú y olvidarse un rato de mucho consagrado por los medios que no aporta nada nuevo y no conmueve más que a un grupo de incondicionales del relato que además, como puede verse en ciertas actividades blogueras, solo quieren llevar adelante proyectos personales buscando amparo en famosos y en detentadores del poder. Y digo bien: detentadores.  

EHH.-Has editado tu propio blog de novela negra Novela negra y Cine negro. En él incluyes un lema de Dostoievski: “Y no venderá su alma ni trocará su libertad moral por la comodidad.” ¿Es éste tu objetivo en la literatura?

FRANCISCO ORTIZ: También lo tengo en el pórtico del otro blog en el que escribo, “En la Aurora”, que prefiero al de novela negra aunque sea menos conocido. No me importa no publicar nunca en grandes editoriales, no me importa si no venden nunca muchísimos ejemplares de mis libros (si hay más), no me importa no ser nunca muy conocido. Escribo para unos pocos, a los que les hablo ofreciéndoles algunas preguntas que intento que sean más afiladas y más útiles cada vez. No me importan los premios, no me importa no tener una imagen pública, no salir nunca en televisión. Si tengo que decir alguna cosa, la digo y procuro que sea con pasión y con plena convicción. Lo demás no me conmueve ni me apremia.

EHH-¿Estás satisfecho de la acogida de este blog? Cuéntanos cómo surgió la idea de elaborarlo.

FRANCISCO ORTIZ: Surgió para apoyar el blog de un amigo que tenía uno de antes, para mandarle lectores que yo pudiera ganar con el mío. Pero como siempre he sido lector de novela negra, no me quedé ahí y he hablado en él de los autores más representativos y de las novelas que considero fundamentales dentro del género. Pero me he cuidado también de no encerrarme en una habitación sin ventanas y de cuando en cuando hablo de libros como "Las ciegas hormigas" de Ramiro Pinilla, para oxigenar y no volver fanáticos a mis lectores. En el otro blog hablo de todo y dejo caer escritos más personales también.  

EHH.-¿Y respecto a la fotografía? ¿Es un pasatiempo o te dedicas a ella profesionalmente?

FRANCISCO ORTIZ: Nunca me dedicaría profesionalmente a la fotografía ni a la literatura. No me gustaría convertir en mi oficio algo a lo que sólo me acerco cuando tengo algo que decir o sobre lo que meditar.
 
EHH-¿Qué tienes ahora mismo entre manos?

FRANCISCO ORTIZ: Lo que más me importa: una lectura apasionante, un libro con el que llevo un mes: una novela de Dostoievski de la que he ido juntando cuatro ediciones y cuatro traducciones y que confronto y leo sin ninguna prisa, dedicándole mucho tiempo, para ir acercándome todo lo posible a las meditaciones que el gran autor ruso (lástima de mis limitaciones con los idiomas) quería acercarnos con su obra.

Y escribo, claro. Y paso todo el tiempo que puedo leyendo a algunos creadores que tienen blogs interesantísimos y de los que aprendo muchísimo, como Francisco Machuca o Herminia Luque.

Entrevista en El heraldo del Henares

La escritora Carolina Molina me planteó unas preguntas muy interesantes en una charla en la que tuve la ocasión de hablar de asuntos que me interesan y que quizá puedan interesaros.

Aquí tenéis la entrevista.

Alicia Giménez Bartlett: Nido vacío

Consolida Alicia Giménez Bartlett a sus personajes Petra Delicado y Fermín Garzón en esta novela que es quizá la mejor de la serie. La adecuación, el equilibrio de las historias profesionales y las personales halla aquí un punto que no he visto en anteriores obras y que deja como resultado no un producto mejor, sino una historia creíble, guiada mediante unos adecuados tintes humanistas y con una mirada sobre un caso con delitos sexuales y menores de por medio que no se puede contar con más acierto emocional. En las novelas de esta autora suelo encontrar casi siempre un exceso de páginas y de peso de las cuitas extraprofesionales de Petra Delicado, pero no ocurre así en "Nido vacío" porque Giménez Bartlett ha encontrado una sabia medida con la que descansamos del caso policial sabiendo más de la vida privada de la inspectora pero sin que en esta ocasión sea sólo un escape, sino un complemento. Es más floja siempre en las tramas de la escritora la parte dedicada a la vida íntima de los personajes, quizá por un humor que lo envuelve todo en una liviandad que a veces es excesiva y emborrona un poco la caracterización firme de los personajes. Siempre prefiero la parte policial porque en ella no hay excesos, encontramos una meditada crítica a nuestra sociedad actual y son muy convincentes los pasos de los investigadores: es un realismo nunca crudo, siempre exigente -nacido al pie de la calle- al que poco puede discutírsele. Respeto que Giménez Bartlett tenga una visión feminista del mundo -siempre he considerado a una mujer un ser más completo y mejor que un hombre-, y los diálogos que se derivan de la dureza y el afán de soledad de Petra Delicado no me cansan, pero sí le reprocho a la autora que quizá no tamice, no recorte algunos pasajes que desembocan en el costumbrismo. Asimismo, el epílogo me parece absolutamente prescindible e incluso chocante con la estética y los valores que defienden Petra y Giménez Bartlett.
"Nido vacío" empieza con un robo: a la inspectora Petra Delicado le quitan su pistola. Quien se la lleva es una niña que no ha cumplido aún diez años. A partir de ahí, hay algún que otro asesinato y una historia de mafias de pornografía infantil, de niñas desvalidas y madres que no lo son tanto, con el paisaje de la explotación sexual y la inmigración de fondo, que, como en buena parte de las novelas negras actuales, atisbamos según se desarrolla la investigación de los policías. Esto, que es a priori una rémora de este tipo de novela, pues no hay profundización en los temas ni personajes vistos desde dentro sino desde la mirada de los investigadores, queda aquí compensado porque vemos cómo todo eso les afecta a Garzón y a Petra, como influye en sus vidas, y la empatía con el lector fluye con naturalidad. Quizá haberse metido dentro de las mafias, haber contado los horrores desde más cerca y con mayor detalle sólo nos habría llevado al tremendismo, a la exhibición impúdica del dolor y el sufrimiento de los seres humillados y ofendidos. Ya digo: creo que Giménez Bartlett ha acertado esta vez de lleno. No faltan en la novela meditaciones muy interesantes, diálogos que tratan los problemas abordados con inteligencia, y esa manera de ir deslizando en el transcurso de la trama algo más, mucho más que la simple narración desnuda de los hechos es un acierto sin duda de esta escritora que escribe novela negra pero no renuncia a su talento y a su buen hacer, demostrado en otras novelas que no son de género. "Nido vacío" es una buena novela, de esas que aprecian y acogen con alegría los aficionados al género.

Raúl Ariza: Elefantiasis


No se dejen engañar: quizá no les resulte conocida esta editorial, tampoco el nombre del autor, pero se encuentran ante unos de los mejores libros del año. Raúl Ariza ha ido dejando buenas muestras de su talento en un blog al que ha ido subiendo sus relatos con una asiduidad perfectamente establecida para que sus lectores siempre esperemos más y nunca nos sintamos del todo satisfechos. Tampoco nunca decepcionados. El talento de Ariza es grande, su estilo es versátil y su atención por los detalles y por la caracterización afortunada y eficaz de los personajes y los lugares que aparecen en sus historias demuestran a las claras que este autor empieza a publicar tarde -con algo más de cuarenta años- pero tiene un bagaje detrás que le sostiene y le hace a uno preguntarse cómo no ha aparecido antes en el mundo del libro. La mayor parte de los relatos de este volumen son notables, algunos realmente sobresalientes, y si la desidia y la ceguera de algunos degustadores de cuentos no se repite una vez más, veremos cómo se celebra esta aparición, este sensacional debut literario. "Sus días y sus noches", "La habitación desnuda", "Fuego", "Al sol de marzo": son ejemplos de lo que el relato corto debe ser, no un caminito de agudeza y sonrisas, sino pura literatura, gran literatura.
En pocas líneas, Ariza cuenta historias, crea personajes, apunta detalles que extrae en caliente de la vida real y en caliente nos los hace llegar, como si trasplantara emociones. Con su capacidad sintética, elusiva, con su vocabulario ajustado -mediante el que que consigue que sus historias vibren como las notas en un piano, despaciosamente, hasta que se pierden en una cercanía envolvente-, con su sinceridad -esa cualidad tan necesaria para mí en una época plagada de autores mentirosos, enfermos de posmodernismo, citas y recitas, homenajes y autohomenajes-, con su sencillez -el relato corto que cuenta, que no divaga, que condensa de verdad en pocas líneas algo que interesa saber-, con su bonhomía -Ariza ama escribir, se desnuda escribiendo y no se viste de ropajes de feria ni con trajes encopetados para buscar méritos ni reconocimientos- se presenta en el ruedo literario y gana, se impone, deja un libro que no se olvidará, que cuenta además con un prólogo que, como los relatos de Ariza, puede leerse varias veces, porque está muy bien escrito y cargado de razonamientos que suelen escasear en los que ponen con sus letras un prefacio a un libro.

Henning Mankell y una frase

Es una frase sencilla, muy del gusto de los narradores que han leído a Kafka, pues a primera vista no se aprecia gran cosa, pero cuando nos paramos a verla con más detenimiento encontramos ecos interesantes.

La ventana estaba abierta, la cortina que Mona había colgado se mecía al suave vaivén de la brisa y él se tumbó en la cama, relajado.

Es poca cosa, como digo. Pero ambienta al lector a la perfección con pocos detalles: esa ventana abierta, esa cortina, la mujer a la que ama, el cansancio y la relajación, una fatiga que intuimos que es algo más que física. Quizá faltan las frases que van antes o después para percibir cuanto digo. Wallander ( en el primer relato de "La pirámide") es joven, anda reñido consigo mismo porque no quiere volver a participar en ninguna manifestación contra las personas que protestan. ¿Por qué estaba abierta la ventana?, nos preguntamos. Sola no se ha abierto, claro está. Si Wallander la halla de repente así es porque él la ha abierto o la ha dejado antes abierta y no le ha prestado atención hasta que la brisa ha empezado a mecer la cortina. Pero si no llega a estar abierta, no habría visto cómo se mecía y quizá no habría sentido ganas de tumbarse y de relajarse. Algo se mueve sin que Wallander lo perciba por completo y él también se deja llevar por esa brisa y reposa y sus pensamientos se asientan.
A la par que este libro estoy leyendo uno de Almudena Grandes: "Atlas de geografía humana". Es una novela de gran categoría, escrita sabiamente, con aciertos psicológicos de primera magnitud. La prosa de Grandes es radicalmente contraria a la de Mankell y superior en casi todo, excepto en la concisión. Grandes suma y suma, Mankell cuenta sustrayendo. Con Grandes a veces uno siente la fatiga que producen las montañas de palabras, los largos parlamentos o las extendidas indagaciones que los personajes hacen dentro de sí mismos. La vida, nos dice Grandes, es un chorro de palabras, un cúmulo de detalles, está llena de escenas a las que podemos extraerles el sentido analizándolas detalle tras detalle: es preciso un esfuerzo. La vida, según Mankell, está llena de ideas que van y vuelven y se muestran fugaces aunque percusivas, en forma de breves imágenes que se mezclan con las imágenes que planta delante de nosotros el presente y no nos hacen ir siempre hacia delante, pues nos pellizcan y nos paran un rato y nos recuerdan que algo está sin resolver: es preciso recordar y juntar. Y hay una fuerza subterránea, precisa, que en la frase de Mankell además despierta la empatía del lector, le trasplanta al cuerpo de Wallander y logra que olvidemos que ha sido mediante letras y palabras como ha se ha producido ese milagro. No es poca cosa: se trata del milagro de los libros, del milagro que ayuda a que siga escribiéndose y sigan leyéndose libros en el siglo XXI, el de las pantallas y las conexiones a la red y el deslumbramiento de la ficción en tres dimensiones.
Por supuesto, lo ideal sería tener ambos estilos en un solo libro. Pero es difícil que un autor que escribe con frases largas y disfruta contando una escena en 20 páginas resuelva mostrarla en 4 ó 6. Y es muy difícil que un autor que basa la fuerza de sus estilo en la narración, en la sucesión de imágenes y de escenas apueste por detenerse de repente 20 páginas para acercar la lupa a un momento de la historia que quedaría en suspenso y detendría el avance de lo que se está contando. Quizá sólo unos pocos autores geniales o particularmente osados se lanzan a arriesgar, a combinar, a dar textos mestizos. Quizá si los hallamos encontremos a los escritores que mejor están contando en qué se ha convertido la vida aquí y ahora, cómo es nuestro tiempo.


Imagen: Adolphe Bouguerau

.38, nº 8


Ricardo Bosque, escritor y editor de .38, una revista imprescindible, me invitó a colaborar y acepté de inmediato. Es para mí una alegría ir dentro de ese barco que navega tan firme y con tanta elegancia. La revista puede leerse y descargarse. Encontraréis firmas tan interesantes como las de José Ramón Gómez Cabezas, Javier Abasolo, Raúl Argemí, Rosa Ribas y Domingo Villar. Yo me he subido con dos relatos bajo el brazo.
Que lo disfrutéis.