Cuesta llegar al final de esta novela, porque no es fácil enfrentarse al último acto de un condenado a muerte. La historia empieza cuando el Presidente de la República francesa se enfrenta a una petición insólita: un condenado a muerte quiere morir. Se reconstruye a partir de ese momento el crimen, la investigación, hasta llegar al momento en que sabremos si morirá ejecutado. El crimen: un hombre descubre a su mujer y a su hija en la cama con un pintor que está realizando un retrato de su esposa, no lo duda un instante y los mata disparándoles con una pequeña pistola que le había regalado a su mujer. De inmediato llama a la policía para entregarse y en todo momento defiende su culpabilidad e incluso, más tarde, su voluntad de ser guillotinado. La maestría de Freeling, desplegada en su mirada amplia, llena de sabio humor, capaz como pocas en el género de crear personajes creíbles, hace que nos sintamos involucrados en el caso y no le pidamos al autor demasiada acción, demasiado entretenimiento, y así vemos que estamos ante una novela importante, de eficaz discurso humanitario y profunda confianza en la sensibilidad humana, por muy equivocados que puedan ser todos nuestros actos si se los mira con frío distanciamiento o quemante lupa. Una novela que basa su acción en los diálogos, los pensamientos, la profundización psicológica, social y hasta política de un asunto que quizás nunca tendrá fin: la abolición o el mantenimiento de la pena capital. No nos da Freeling una de esas novelas fórmula que mienten por los cuatro costados, que parten de premisas reaccionarias, que manipulan al lector para llevarle con los ojos vendados al lugar en que se le dejará solo ante una conclusión inamovible y enteramente falsa, sino que, por el contrario, muestra todos los puntos de vista, los condicionantes, las dudas, las severas seguridades de todos los actores de un drama de este tipo, dándole un papel destacado a un pequeño policía de provincias que no es ningún héroe, que no aspira a serlo y que no lo es y, por eso mismo, representa la mirada de una parte de los implicados en el caso -ya sean como meros testigos, curiosos o lectores -, la mía incluida, sin ir más lejos, pues ambos vemos las cosas desde nuestra posición de hombres estupefactos, cabreados y descontentos ante lo que el mundo crea y sanciona. Con algunas intervenciones directas del narrador que me parecen acertadísimas, con un sentido del ritmo absolutamente envidiable y digno de ser resaltado y alabado, con ecos de los mejores logros psicológicos de escritores de la talla de Dostoievski, con verdades que conmueven hondo pero sin empañar tontamente los ojos, con años de oficio y de grandes reconocimientos detrás a su obra, creo que Nicolas Freeling logró con ésta una de esas novelas que ensanchan los cauces del género, lo elevan a la categoría de alta literatura y nos plantan ante una cita ineludible, una pregunta esencial, que así plasmó en sus papeles el condenado a muerte: "¿Qué necesitamos: un arte de vivir o un arte de morir? "
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Nicolas Freeling: ¿Por qué suenan las cornetas? (4). Policías y detenidos
Cómo me espantan esos policías que acosan a los detenidos, que parecen saberlo todo, que piensan que el mundo es una mierda, todos sus habitantes unos infames, y que ellos, por pertenecer a un grupo cercano a la justicia, tienen derecho a mirar a todo el mundo de soslayo, como a presuntos. Ese nihilismo horrible, doloroso que ves en televisión -en cualquier serie de televisión, sobre todo las españolas: y jamás le piden luego perdón al presunto con el que se han equivocado- y que, exento de cualquier atisbo de humanidad, no es sino militarismo encubierto, exceso de celo, prepotencia, desconocimiento de verdades humanas profundas. No es de extrañar que a Freeling lo considerasen "el único autor del género que puede compararse a Simenon", claro que no: frente a los personajes de cartón piedra provenientes de la literatura negra estadounidense, con malos malísimos y buenos buenísimos (que, aunque cometan errores, como Harry el Sucio, lo hacen por el bien de todos: menuda monserga), debidos al empeño en la mímesis de muchos escritores que no quieren profundizar, que se limitan a contar siguiendo los dictados de la moda, las películas de acción y la sociología de salón, Nicolas Freeling no ofrece respuestas a todo, sino que inteligentemente plantea muchas preguntas y ofrece esbozos, caminos que pueden llevar a algunas respuestas que no existen sin la participación del lector (ay, aquello de lectores machos y hembras de Cortázar, y que no era una diferenciación de género): cuando el detenido porque ha asesinado a su esposa y a su hija y al amante de ambos se niega a colaborar durante el juicio, es Castang, el policía que lo detuvo, quien habla con él, quien le pide que se sincere, que le diga a qué se debe su actitud, quien le pide que sea coherente con su actitud de culpable declarado. Y la conversación es de las que emocionan, porque se percibe autenticidad, vemos a personajes llenos de vida, de vericuetos, de dudas, de insatisfacciones, hondamente humanos, tanto el policía como el asesino, y en esa grandeza narrativa Freeling señala un camino, se distancia de tantos otros y nos comunica una de sus verdades esenciales: el ser humano está solo, sus actos le definen, y en su búsqueda de la paz interior a veces comete gravísimos errores, como matar. Y se habla aquí de alienación, se habla aquí de seres humanos - y se podría hablar del mal visto y no del todo bien definido, de una crueldad que supongo que nace en el corazón humano y escapa a la comprensión humana, por lo que ciertos horrores sólo piden a veces que contestemos con más horror-, de heridos solitarios y de incomprendidos y de papeles sociales y de cómo, con tres crímenes a las espaldas, alguien es capaz de tener una conversación razonable y de hacerle caso a un policía que no acosa, que respeta, que sabe que la distancia entre el detenido y el policía no es tan abismal como parece, pues al fin y al cabo están en el mismo lugar, aunque, por supuesto, no en el mismo lado.
Nicolas Freeling: ¿Por qué suenan las cornetas? (3). Y llega la violencia
Siempre he pensado que el gran problema de la novelas de Raymond Chandler era que la violencia no molestaba, no sorprendía, no aparecía golpeando al lector. Una violencia asumida campea por esas novelas y no nos extraña que surjan cadáveres, que haya tiros, que alguno acabe en el suelo herido, muerto. Me ha parecido siempre un gran error. Estamos predispuestos, nos pertrechamos, por tanto, y sabemos que al empezar a leer una novela negra nos servirán las dosis de violencia seguras e insoslayables. Al maestro Chandler le faltaba sorprendernos en este aspecto. Lo logra, en cambio, Freeling porque la violencia no es un elemento común en sus obras, porque aparece como en la vida real: cuando menos te lo esperas y en un momento en que nada indica que pueda surgir. El policía Henri Castang sufre un ataque al bajarse de su coche: un tipo con una media en la cabeza y una cadena se abalanza sobre él. Freeling no narra nada que no podamos haber visto o leído antes, pero gracias a la absoluta credibilidad de sus tramas, a la sensación mantenida de que sus personajes son reales y no meras encarnaciones literarias, sólo papel, la violencia es un ingrediente necesario pero no excesivo, no es grandilocuente sino preciso, tan creíble como las comidas en casa del inspector, las conversaciones con su mujer, todo aquello que normalmente los autores que no tienen tanta categoría como Freeling desechan, centrados únicamente en la investigación, la emoción, las armas y las descripciones de cada cadáver y cada autopsia, elementos recurrentes y que acaban por saturar, aburrir, descabalgar al género de los logros mayores: el análisis de la sociedad, de ciertas conductas y hechos, de ciertas personas y de ciertos representantes de la ley. Con más autores como Freeling, la novela negra sería considerada un género mayor.
Nicolas Freeling: ¿Por qué suenan las cornetas? (2). Vidas privadas
No hay en Freeling los elementos repetitivos que invitan a tener la sensación de déjà vu. No insiste en los tópicos y no existe ese cansancio, propio de la fórmula repetida, que nace en el escritor y se transmite con facilidad al lector, que se siente lento y se aburre con la lectura. Freeling medita mucho y bien antes de contar, de narrar, y eso se nota porque conforme la novela avanza vemos que no estamos ante una historia que nos atrape por su intensidad, su acción, sino por su inteligencia, por el acierto con que Freeling acerca la lupa a determinados momentos de la investigación policial y, con una voz y una mirada propias e inconfundibles, nos acerca a donde verdaderamente está el interés de lo que cuenta, el meollo, que se decía antes. Hay muchos ingredientes psicológicos, políticos, sociales en esta novela -"Un pisito sobrio en un edificio ni limpio ni sucio. La pintura verde desconchada no indicaba ni riqueza ni pobreza"-, y nada es gratuito. Han matado a un pintor. Castang, el policía, visita a la viuda, y en seguida vemos que se nos dan más detalles para saber quién era ese personaje, qué le motivaba, qué le hacía singular. Hay una construcción de este personaje que después hemos visto en autores como Vázquez Montalbán -pienso en Los mares del Sur y en su protagonista ausente, muerto, en cuya vida ahonda Carvalho buscando un patrón, una lógica- y un interés por lo psicológico que estaba ya en Ross Macdonald, autor más preocupado por el ambiente, las pulsiones ocultas, las taras consecuencia de un pasado que es como una herida aún sin cerrar. Freeling posee voz propia, y me apena que no se le recupere, no se le lea más, no se le nombre más, porque su talento es innegable y muy, muy perdurable.
Nicolas Freeling: ¿Por qué suenan las cornetas? (1). Autorrespeto
Supongo que a todos nos pasa: leemos a determinados escritores como si les oyéramos, nos resultan cercanos, tanto que parece que estamos con el libro y el autor al mismo tiempo, en el cuarto elegido para nuestros ratos de lectura, tan acompañados que parece absolutamente real. Con estos escritores el tiempo transcurre deprisa y sin agobio, sin desesperación, y nos sentimos como cuando se cumple un deseo: todo es memorable y ensancha los cauces por los que se mueve nuestra vida. Así, leer no es ya tan sólo un acto placentero y mágico -saber de otra gente, inventada, de otros lugares, inventados, de otras historias, inventadas, y todo resultándonos tan cierto como la existencia que vemos latir en nuestras manos y sentimos en nuestro pecho, en nuestra piel -, sino además un acto justo: nos merecemos haber encontrado a este autor, nos merecemos leerle, nos merecemos ser felices con esas páginas ante nuestros ojos: una recompensa. Freeling es, para mí, uno de esos autores que escriben con tanto acierto para lo que reclama mi sensibilidad lectora que, al cerrar la novela para salir con mi mujer a dar un paseo o para hacer la comida o para dormir, me siento satisfecho, compensado, hasta diría que -es una hipérbole, pero bueno- me siento justificado -porque a ratos parece que hasta el vivir ha de justificarlo uno: exceso de exigencia, de confirmación de lo vivido -, me siento también a gusto como lector, como ser pensante. En esta novela llego a ese punto pronto, en la página 33, y entonces me paro y escribo esto. Un inspector de finanzas, un hombre importante, telefonea a la comisaría y pide que la policía vaya de inmediato a su casa. Ha matado a su mujer y a su hija, también a un pintor, mientras estaban haciendo lo que sus desnudeces claramente indican. El encargado del caso, Henri Castang -personaje habitual en una serie de novelas de Freeling-, le interroga con tacto y prudencia y hábilmente se nos muestran sus pensamientos mientras escribe a máquina transcribiendo las declaraciones del autoinculpado. Hay una gran sensibilidad, una hondura admirable en la narración, y uno siente que Freeling no le da gato por liebre, no se apresura ni nos fascina con artes bajas, sino que medita conforme va contando la historia y deja lugar para que percibamos sus meditaciones y a la vez surjan y se expresen por sí mismas las nuestras. (Freeling trata al lector como a un ser adulto, ya que para lectores adultos escribe sus novelas.Y no es ésta una afirmación baladí: podéis recordar cuántas novelas habéis dejado de leer porque el autor os tomaba el pelo, se pasaba de listo o no había sido capaz de esconder las costuras). Así, en el momento en que van a meter al detenido en una celda, este gran novelista inglés escribe: La Touche miró con indiferencia los dibujos pintados en las paredes; ni siquiera arrugó la nariz por el olor a sopa de col rancia, desinfectante y suciedad impregnada, que contribuían poco al autorrespeto del detenido. Una caracterización, una percepción de las cosas, una manera de contar que me admira y me parece sumamente adecuada y plena. Como si el autor de verdad sintiera su novela, sintiera lo que escribe, lo que dice. Y me parece estar leyendo una página más del gran Dostoievski, llena de realidad y atino, y sigo leyendo con la plena atención que le dedico a quien me cuenta algo esencial y verdadero que él mismo ha vivido o presenciado.
Nicolas Freeling: El rey del país lluvioso (2). La pasión en la gente del norte

Como el desaparecido al que busca el inspector Van der Valk es visto en compañía de una muchacha, menor de edad, y su esposa lo sigue pero no parece demasiado afectada al saber que su marido no vaga por ahí solo, la meditación del policía sobre la pasión que se nos brinda a mitad de la novela no es baladí en modo alguno y, además, resulta interesante. En dos entradas tendremos la oportunidad de saber qué piensa un inspector de policía holandés sobre la pasión amorosa.
Van der Valk pensó en la pasión... Se dijo que había de dos clases. Está la propia del norte, que se juzga elevada en el tono emocional y que es alta solamente en cuanto a la dosis de imaginación. "Es la que conocemos nosotros. Yo, los alemanes, los escandinavos, los ingleses, los americanos. Muy dados todos a la confusa irrealidad y al sollozo y al ahogante melodrama. No tenemos pasiones, pero nos las imaginamos con tanta fuerza que nos sugestionamos y nos creemos listos para los grandes gestos dramáticos. Ése es nuestro romance, que no es tal cosa, en absoluto, sino romanticismo. Lloramos abundantemente motivados por la pasión, pero no la tenemos. Incurrimos siempre en el suicidio, y es por culpa de una pura autocompasión. Nuestros grandes gestos son impulsados por un rico y profuso sentido teatral".
Foto: Willy Ronis
Recomiendo: La entrevista con Rafael Azcona que trae a su blog Miguel Sanfeliu, emotiva y llena de tantas verdades humanas que asombra vivamente y engrandece aún más a este inigualable creador.
Foto: Willy Ronis
Recomiendo: La entrevista con Rafael Azcona que trae a su blog Miguel Sanfeliu, emotiva y llena de tantas verdades humanas que asombra vivamente y engrandece aún más a este inigualable creador.
Nicolas Freeling: El rey del país lluvioso (1). Ámsterdam, Granada

Ya en 1965 se quejaba Nicolas Freeling del despropósito en que se hallan inmersas las ciudades modernas, su supeditación al entramado servido en bandeja al tránsito automovilístico, de la sinrazón de los gobernantes que andan un paso para adelante y dos para atrás (en mi ciudad, Granada, se eliminó el tranvía y ahora, agobiados por el tráfico, los atascos y ojalá que la mala conciencia, los que mandan lo recuperan llamándolo metro pero con un trazado más de superficie que subterráneo). Se quejaba de que todo se vuelve utilitario y se abandona la belleza, se la arrincona, se la hurta al disfrute del que pasea a una velocidad humana, con sus pies y sus ojos defraudados como única compañía (el boulevard que han instalado en mi ciudad -instalado y dejado caer, como prefiráis, porque es más bien un injerto- carece de árboles que den sombra, luce por el cemento y la mala planificación de principio a fin). "...y muchas personas dignas se alojan ahora en unas buhardillas o desvanes a los que prudentemente se da el nombre de pisos", escribe Freeling (¿los minipisos de ahora?). "Hay allí una gran abundancia de altisonantes don nadies, delegaciones, misiones y consulados, y también una gran cantidad de sucios picapleitos" (como ahora, como ahora). "Circulan camiones obstaculizantes, de rechinantes ruedas". Freeling veía lo que todos vemos. Y en sus novelas negras dejó constancia y se quejó. Motivos para admirarle aún más.
Nicolas Freeling: El rey del país lluvioso (y 4). Crítica
Leyendo a Nicolas Freeling se obtiene una intensa sensación de realidad, algo que escasea en la novela negra, demasiado dada a crear figuras míticas y poco creíbles. No importan demasiado las tramas -conseguir esto ya lo sitúa a una gran altura, más acá y más allá de cualquier valoración acotada por el género-, importan los personajes y sus actos y la mirada del narrador y de los personajes sobre la historia que se nos narra. Porque los personajes hacen la obra, participan de lleno en su creación con sus meditaciones -¿leería Freeling al Unamuno de "Niebla"?, ¿le gustaría esa obra?: preguntas que quedan tristemente sin respuesta-, la hacen avanzar y la hacen real de una manera espléndida y muy digna de estudio. Freeling no malgasta la pólvora en salvas -no hay tiroteos idiotas, violencia novelesca, embrollos estúpidos, enigmas imbéciles -, no engaña al lector jamás: así, sus creaciones alcanzan un grado de intensidad y cercanía sorprendente y mu difícil de igualar, lo que espero sirva para que se rescate a tan gran autor, para que se reediten sus libros, para que se le lea sin complejos ni pétreos alejamientos.
"El rey del país lluvioso" le debe su título a un poema de Baudelaire. Y en sus versos se halla la explicación de una vida, el tormento de una vida rota e ineficaz, la de un millonario que escapa de su vida y de sí mismo sin dirección, sin control, sin ideas seguramente y sin saber que corre hacia su propia destrucción. Le sigue Van der Valk, un inspector de policía holandés que se considera ante todo -seguro y sincero, sabedor de sus limitaciones- un profesional, un hombre sin demasiada imaginación, un funcionario. Pero sólo imaginando puede llegar hasta el fugitivo, que en su huida ha conseguido un apoyo muy necesario: una joven y hermosa muchacha que se ha enamorado de él. Freeling no nos abastece de acción, no nos deslumbra con persecuciones de coches, sino que indaga en el alma humana, se concentra en mostrarnos cómo son el fugitivo, la esposa de éste y el policía que está metido en la historia sólo porque ha de cumplir con su trabajo. Y la indagación es brillante, profunda, enriquecedora. Cuando se acaba el libro, el lector puede estar seguro de que no ha perdido el tiempo, de que no lo ha matado leyendo otra novelita más del género negro, y por contra podrá decir que es un poco más sabio, mejor conocedor del ser humano, sus miedos, sus anhelos y sus frustraciones. Si algunos afirman que la novela negra es la literatura social de nuestro tiempo, que en la novela negra hay un acercamiento a la realidad como no lo hay en ningún otro tipo de novela, quizá sea porque han leído a Freeling.
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