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John Le Carré: La chica del tambor

 


   Novela de amor, novela de espías, novela psicológica y de contenida y sensata acción, La chica del tambor es la sobresaliente novela de uno de los más grandes autores del género negro de todos los tiempos. Su escritura es no solo madura, sino "adulta", cualidad a la que acceden muy pocos autores de novelas, por más que algunos obtengan premios y otros sean jaleados como maestros. Adulta es la prosa de quien no hace perder el tiempo al lector con descripciones vanas ni hurtándole todas las descripciones; la de quien suministra al lector nuevos conocimientos y bellas imágenes a través de frases plenas de creatividad, espejos reales de lo que el mundo no menos real ofrece a las almas sensibles y empáticas; la de quien acude a detalles de caracterización de los personajes para dotarlos de una vida más completa y transmisible en momentos en que la narración ha de nutrirse de su propia vida interna; la de quien trata al lector como a alguien inteligente, evitando la seducción fácil y el discurso altanero, manteniendo la línea de un estilo propio al que sumarse, al que exigir, al que reclamar desde el propio acto creativo. Prosas "adultas", en tiempos de crisis de la novela, apenas hay unas cuantas. Y la de John Le Carré es de la mejores. 
   La inteligencia práctica de Le Carré tiene una altura que admite escaso parangón en la literatura actual. Su narración es viva, destellante, cerebral y sensorial, demiúrgica y empatizadora, un dechado de virtudes y de apuestas sencillas y factibles que llevan a preguntarse por qué es él tan magistral y aún hay tantos en el estadio de aprendices. No ha conseguido ser un verdadero maestro sino tras escribir un puñado de libros, no es algo conseguido por azar sino tras los trabajos de prueba y rectificación, pero su magisterio es tan claro para el lector imparcial que resulta de alguna manera abrumador e imposible de negar, como ocurría -en otro ámbito y con otras maneras- con el gran Julio Cortázar, admirado incluso por sus enemigos. En muchos autores vemos enjundia hueca, discursos envolventes pero distanciadores, encontramos excesivo amor a la literatura y su consiguiente verborreísmo, hallamos talento para encandilar pero vacío de fondo, superficialismo que lleva a dominar lo contable por apresamiento de la mirada únicamente. En Le Carré, en cambio, hay meditación y acción, contemplación y acción, pensamiento y acción: no es un caso único, pero sí uno de los pocos. Y uno de los pocos imprescindibles para saber qué pasa dentro del cruel mundo capitalista. 
   El rapto emocional, la manipulación veloz de la chica elegida por el servicio secreto israelí para sus fines ocupa muchas y muy reveladoras páginas de la novela, constituyen una apuesta valiente y feliz en la que el lector paciente encuentra razones y motivos para aprender, fascinarse y luchar desde su asiento contra las hábiles palabras de los que retuercen ánimos y personalidades con frases y razonamientos que solo ocultan un fin: la captación ciega. Evitando todo maniqueísmo, Le Carré habla crudo y directo, lanza golpes que no duelen, sino que reaniman. Que nadie espere aquí antisionismo, que nadie espere aquí una toma de conciencia propalestina: en el ánimo del gran novelista, del comprometido novelista Le Carré latía una verdad indomable mientras escribía La chica del tambor: hay algo superior a mi opinión, a mis inclinaciones, a mi punto de vista individual: el correlato de acciones, el sentimiento profundo de los actores del drama, sus miedos y sus deseos más profundos, la verdad sencilla de la gente sencilla, que da sentido a esta narración libre y apartada de la cólera y del afán. 
   Le Carré nunca defrauda en ofrecer emoción narrativa, intriga, suspense y denuncia: su conciencia es un ariete puro que se castiga chocando contra muros de mentiras que todos vemos y apenas unos pocos combaten, locos y quijotes que creen en la vigencia de la palabra, los conceptos y las ideas hechas por y para el hombre. Le Carré es el mejor ejemplo de escritor comprometido de la actualidad, el más inconformista y ambicioso, el superviviente de una especie que con libros y ficción cree que pueden limpiarse los pozos, sacar los cadáveres y purificar las aguas para seguir viviendo bajo un sol que iguala y alimenta a todo el mundo de la misma forma. La chica del tambor es una novela inmortal porque no miente ni manipula, porque hiere y sangra, porque no es un objeto de adorno, porque plantea muchas preguntas que se responden leyendo atentamente y saltando en el asiento. La búsqueda del palestino que comete atentados defensivos y la infiltración de una agente inocente y vengadora en su mundo solo son un punto de partida, un trazado en una ruta que a algunos les parece nada más que un producto de la mente adoradora de la aventura y de la emoción primaria, pero este material lacónico en manos de uno de los más grandes novelistas que han existido es un río hermoso y lleno de vida que sirve para mirarse en las aguas más tranquilas y para lavarse y limpiarse y para nadar y para bucear en lo hondo del ser humano puesto ante las grandes preguntas morales, como ocurre en las mejores y más inmortales obras literarias, grupo al que sin ninguna duda pertenece este libro único. 

John Le Carré: El hombre más buscado

  


Hay un tiempo para la sutileza y hay un tiempo para la denuncia frontal, para el golpe seco sobre la mesa, para el golpe seco con las palabras. John Le Carré, no solo el mejor autor de novelas de espionaje sino también uno de los grandes escritores vivos de la actualidad, apuesta por decir las verdades sin medias tintas en El hombre más buscado, denuncia implacable y señala a los culpables, los manipuladores, los ejecutantes de una justicia sin tribunales y sin leyes -o con leyes torticeras- expresamente, mirándolos a la cara, con una valentía encomiable y casi inaudita en esta época nuestra de escritores lights, entretenidos con los metajuegos y las historietitas de andar por casa. Le Carré mira hacia la escena internacional y estudia el estado actual del mundo y lanza sus dardos exponiéndose, señalando, implacable pese a sus ochenta años y una obra detrás que invita a recoger premios -a los que ha vuelto la espalda- y a saborear las mieles del triunfo. Airado, decepcionado, sobrecogido ante el avance imparable de la mentira y la manipulación, se atreve a abordar el conflictivo tema del terrorismo internacional con un personaje checheno, algunos alemanes, varios ingleses y algún que otro estadounidense sin cortarse, sin censurarse, sin quedarse a las puertas de la nada. Quizá a los lectores de ahora esta novela no los sorprenda en exceso, no los invite más que a un asentimiento tranquilo o borrascoso, pero no me cabe duda de que Le Carré ha levantado acta furibundo y con mente despejada para que en el futuro no solo la literatura y la palabra de los vencedores sobreviva, una empresa que aún le queda por acometer a la novela, ese género vilipendiado que cuenta lo que nos hurtan las historias generales, los documentales pacatos y los libros de texto escritos al dictado: y que tiene una o varias misiones que cumplir todavía, si no faltan autores valientes, arriesgados, comprometidos con el perdedor como el maestro Le Carré. 

John Le Carré: La gente de Smiley

 


   Un hombre busca a su enemigo más antiguo, a quien le destrozó la vida y, pese a eso, ha dado sentido a su labor al frente del servicio secreto británico durante muchos años. Smiley busca a Karla, el que manda en los espías soviéticos, desde que un día lo conoció, lo tuvo a su alcance y lo dejó escapar. Cada uno alza mentiras, dirige a hombres, da órdenes a un lado y al otro del telón de acero para defender una manera de entender la libertad y el poder, una idea de civilización. Son dos hombres que no se parecen, que no se valen de los mismos métodos, que se combaten ciegamente, obsesivamente. Hasta que uno de los dos caiga. 
   John Le Carré y Ross Macdonald son los dos grandes estilistas de la novela criminal. En La gente de Smiley encontramos a Le Carré en uno de sus mejores momentos creativos. La novela está escrita en estado de gracia, y en ella podemos encontrar párrafos y frases para releer una y mil veces. El escritor maduro halla su materia, la domina y crea con confianza y sabiduría. Y, ante todo, con algo parecido al amor, a un sentimiento limpio que está en todas las líneas de todo el libro, resplandeciente, vibrante, como una sonrisa sincera y afectuosa: el milagro ocasional de quien hace justo lo que tenía que hacer y lo siente, lo sabe, lo disfruta. Porque La gente de Smiley es un placer para el lector, para cualquier tipo de lector que lee despacio y asimilando sin prisas, que vuelve una páginas atrás para paladear de nuevo el hallazgo de un adjetivo inusual junto a un sustantivo conocido o una meditación de un narrador de tercera persona cálido y humano, tan humano como todos sus personajes. 
   La economía de medios en el despliegue de la trama resulta admirable en esta admirable novela. Le Carré no desperdicia el tiempo del lector planteándole trampas innecesarias, no lo lleva por vericuetos imposibles y antinaturales. Centra su acción en mostrarnos a un viejo espía gordo, que actúa con prudencia y es viejo y está ya fuera del servicio activo pero vuelve a trabajar cuando se produce el asesinato de uno de sus antiguos agentes. Involucrado casi más sentimentalmente que por otro motivo en las averiguaciones subsiguientes, vislumbra la posibilidad de llegar hasta el mayor enemigo de su país, de Occidente, y se pone en marcha. Pausado, astuto, calculándolo todo milimétricamente, obviando la violencia aunque acercándose con sus métodos cada vez más a los usados por su viejo enemigo, que tanto aborrece, Smiley no se altera mientras avanza hacia el momento más esperado de toda su vida, se recrimina a sí mismo en silencio, duda de él y de quienes están con él, habla poco y espera. Y no deja de dar pasos en la única dirección que marcan los acontecimientos. Y así Le Carré expone ante el lector a un personaje complejo, creíble, único, inimitable, mediante un narrador en tercera que no teme cederle la palabra a medio párrafo, que transcribe fielmente sus pensamientos, que no es  sólo una voz de timbre único, sino varias voces que integran, explicitan, se acercan a la implosión controlada y nunca abandonan uno de los tonos más auténticamente pausados y nunca pesarosos que este lector ha enfrentado en su larga existencia ante los libros. Y así Le Carré eleva la novela de espías a arte de primera magnitud con su pulso de orfebre, a literatura de alta calidad, e inscribe La gente de Smiley en la nómina de las imprescindibles del género y de la época. Pues es una novela que está muy por encima de las escritas por casi todos los que están en el género negro y, como obra maestra que es, se codea sin ningún rubor con las mejores de los más destacados autores, más laureados autores vivos.

John Le Carré: Nuestro juego (y 5)

Algunas veces he escrito que la novela negra necesita grandes autores, prosa más elaborada, temas que busquen un mayor alcance. Nuestro juego es una de esas novelas que cumplen con todos los requisitos. Es una novela negra porque dentro del género cabe la novela de espías y porque Le Carré inserta en la trama los elementos necesarios para así poder considerarla. Pero a veces las clasificaciones son lo de menos, aunque estemos en un espacio dedicado a la vindicación de la novela negra, y lo que importa va más allá del género -sobre todo cuando lo supera, lo amplía, lo dignifica, lo lleva a un lugar que lo acendra, incluso- y de la denominación incluso de novela. Los problemas de nuestro tiempo piden un acercamiento crítico, riguroso, desde dentro, alejado del turismo literario, del turismo de las ideas. Le Carré ha sorteado muchos obstáculos para entregarnos esta novela y creo que es preciso celebrar su valentía, su coraje y su voluntad de ir más allá, de viajar por la historia y por los errores humanos hasta desembocar en una apuesta por los débiles, los oprimidos, los que están a punto de quedarse sin nada. Existe la izquierda literaria -anda renqueante la política-, no lo duden, y uno de sus representates es este escritor inglés con pasado de espía que sabe escribir libros como pocos, crear personajes como pocos, que ha asimilado varios siglos de tradición escrita como pocos. La historia de un formador de espías que ha perdido a su compañera, mucho más joven que él, porque ella ha decidido cambiarle por una de sus creaciones, un agente doble que daba información a los ingleses y a los rusos, es el punto de partida de una novela escrita con un estilo altamente literario, evocador, lleno de una inteligencia constructiva y discursiva que no está para deslumbrar y aumentar la categoría del autor sino para ennoblecer la trama, para tratar con respeto y cercanía al lector, con eso que llamamos complicidad. He leído Nuestro juego despacio, paladeando frases y palabras e imágenes creadas tan sólo con un nombre y un adjetivo. El tiempo no me acuciaba, ni dentro ni fuera del texto. Y las desventuras del narrador y protagonista Timothy Cranmer las he seguido sin distanciarme nunca, comprendiéndole y reprochándole, quejándome alguna vez por ciertas demoras, esperando lo que siempre he encontrado algunas páginas más adelante: interés y verosimilitud.
 La novela tiene tres partes claras: una primera de caída a tierra de Cranmer, que ha de asumir que su alumno, Larry, y su compañera, Emma, lo han dejado solo. Una segunda de reacción: sabemos incluso que intentó matar a a Larry una noche y lo abandonó creyéndolo muerto. Y una tercera en que se inicia un viaje, físico y emocional, hacia los lugares donde se deciden historias que afectan a millones de personas y hacia el fondo de sí mismo, hacia ese lugar donde Cranmer descubre que, en lugar de estar habitado por su alma, estaba habitado por la nada más espantosa que pudiera imaginarse. Y la novela, claro, es una toma de conciencia, un quitar velos, un sacudirse la complacencia y la sumisión y la sensación de derrota y el sentimiento de ser el centro del mundo. Porque con sólo mirar intensamente a los ojos a los derrotados vemos que hay otros mundos. Y John Le Carré nos lo cuenta apelando al espíritu de Joseph Conrad, de algunos clásicos de la novela negra, de algunos clásicos de la novela sentimental y de la novela viajera -sin olvidar nunca, pero sin hacerlo pesar hasta ahogarse, que él es también ya un clásico- para crear algo nuevo, compacto, útil, con una voz inolvidable y un desarrollo casi magistral, y deja dos personajes en pie, incólumes, el del forjador de espías con espíritu lleno de huecos y de falsedades que al cabo se da cuenta de que forjaba según él mismo es y el del forjado agente doble que conoce el bien y el mal y no se decanta por ninguno y busca las palabras pequeñas, los lugares pequeños, a las personas pequeñas y vencidas por la historia que, en definitiva, somos casi todos, lo sepamos o no, lo queramos ver o no. Es Nuestro juego, por supuesto, una obra de referencia en la novela negra -apartado espías-, y además es mucho más que eso: la novela que piden unos lectores que apagan el televisor, desearían leer las noticias al revés, sentarse cabeza abajo para repensar el mundo, su papel en él. Nuestro juego es empezar cuando la partida primera ha acabado y hemos perdido. Es empezar de nuevo.

John Le Carré: Nuestro juego (4). Voces, perspectivas

Con qué inteligencia nos hace llegar Le Carré las distintas voces que conforman la historia. Narrada en primera persona, sabemos sólo lo que nos cuenta Timothy Cranmer. Pero Le Carré compone la obra de tal manera que vemos -creo percibir aquí ecos de Graham Greene -, sentimos y oímos a los otros dos personaje fundamentales. Emma le ha dejado y se ha ido con el ex agente y ex pupilo Larry Pettifer. Han vendido joyas que él le regaló a Emma. La policía acecha a Cranmer pensando que oculta -y es responsable de- una estafa o una fuga de capital. Y Cranmer investiga por su cuenta, llega hasta la casa donde Emma y Pettifer vivieron bajo nombres supuestos y rescata papeles del fuego, se apropia de otros y entonces entramos en una nueva sinfonía: si hasta este momento sólo escuchábamos la voz solista de Cranmer, llena de reverberaciones que llenaban la historia y sonaban como un concierto para lamentación de hombre solo, ahora -en los escritos de un cuaderno, en las notas que se dejaban Emma y Pettifer, en las cartas que recibían - comienza otra composición diferente, la música nos habla de lo bobalicón que es Cranmer, lo manipulador, lo insensible que se muestra siempre; nos habla del amor de Emma y Pettifer -notas de él sobre todo, henchidas de entusiasmo enamorado-, de los secretos que acaso nunca debió de conocer Cranmer. Y con una narración en primera persona y estos textos podemos ver a los tres personajes, sus relaciones, sus miedos, sus encuentros y desencuentros, su amor y desamor. Le Carré utiliza la perspectiva de manera brillante, sin que chirríe nada, con una naturalidad exquisita. Y es a la mitad de la novela cuando el cuadro empieza a completarse, cuando conocemos en profundidad a todos los actores, tanto por lo que dicen y piensan como por lo que dicen y piensan los demás, esos tres, triángulo imposible, imprevisible y de alguna forma indisoluble. Porque ésta es una historia de espías, pero también de amor, de conflictos íntimos, de deseos que laten fuertes y de compromiso con la vida y con lo que hacemos con nuestras vidas.

John Le Carré: Nuestro juego (3). Ella y él

 Si leemos esta novela sin prejucio alguno, con la mirada limpia, veremos que hasta la página 157 estamos leyendo a un gran escritor y una interesantísima historia en la que, con un trasfondo negro, se nos está contando la historia de un ex funcionario (ex espía también) que descubre que la mujer con la que vivía y su mejor amigo -ex espía al que captó y formó- le han estado engañando, y a partir de ahí recontruye los momentos vividos con ellos. La maestría de Le Carré estriba en contar una historia sentimental con tal grado de intensidad y sabiduría en la distribución de los elementos, tal seducción en la voz narradora, tal imbricación de presente y pasado (que se alternan con el uso del presente de indicativo o del pretérito imperfecto y seguidos, en párrafos sucesivos en ocasiones, aunque representando el presente lo más alejado en el tiempo y el pretérito lo más cercano, el momento en que se está haciendo, creando la novela) que el lector no pide más acción, no exige tiros ni cuchillos ni más pistolas (Hay una escena violenta y absolutamente necesaria en que el protagonista acaso mata a su amigo, pero no sabemos si es del todo cierto). Este Le Carré no es el de sus primeras novelas, no está atado al género y explora y modifica y amplía y saluda nuevos horizontes que gozosamente parten de la casa común y desembocan en el lugar que el reconocimiento pueda otorgarle más allá de todo tipo de etiquetas, libre y veraz, en cierto modo único y generador, tan necesario como lo fueron en su día Hammet o Chandler, pero también Faulkner o Hemingway.

John Le Carré: Nuestro juego (2). Taimado, rencoroso, tramposo.

Le Carré es un gran escritor, dotado de un aliento narrativo verdaderamente notable y de una profundidad psicológica mercedora de los mayores los elogios. No son pocos los que lo señalan como uno de los autores fundamentales de nuestro tiempo. Lastrado por su adscripción a un género, también hay quienes lo desdeñan a la ligera, prejuiciosamente. No es mi caso. Soy habitual lector de la obra de Juan Benet desde hace más de veinte años, de la de Juan Goytisolo, Heinrich Böll y Faulkner, y pienso que no hay que limitarse a leer sólo un tipo de literatura, que hay que abrir los ojos a las obras que a priori pueden parecernos menores, hechas para el entretenimiento, para un gran número de lectores. Como ejemplo del buen hacer de Le Carré, valga este párrafo:


No, Marjorie, cariño -pensé-. yo no he dicho nada parecido. Lo que digo es que Larry era un ladrón de afectos sobre un balancín y tan pronto como tuviese a CC en el bolsillo, correría a mí y cumpliría con su obligación porque, además de espía, era el hijo de un párroco y no poseía un sentido de la responsabilidad muy desarrollado, así que necesitaba la absolución de todo el mundo para traicionar a todo el mundo. Lo que digo es que, pese a su ostentación de mala conciencia, sus peroratas moralistas y su supuesta amplitud de miras intelectual, se entregaba al espionaje como un adicto. Lo que digo es que era un hijo de puta; que era taimado y rencoroso y te quitaba a la mujer a la primera ocasión; que tenía dotes innatas para este oficio y para la magia negra, y que mi delito fue fomentar en él al tramposo en perjucio del soñador, razón por la cual a veces me odiaba un poco más de lo que merecía.






Caracterización, relaciones humanas, lo dicho y lo callado, sentimientos y sensaciones, el tiempo, los trabajos secretos, la religión, la culpabilidad, el perdón, la entrega, la fidelidad y la infidelidad. Hay tantos temas en este párrafo que podríamos dedicarle una jornada entera a meditar sobre cuanto se nos dice. Y es que Le Carré es algo más, mucho más que un simple narrador de género.

John Le Carré: Nuestro juego (1). Espías jubilados




Un profesor de universidad -Larry Pettifer- y antiguo espía ha desaparecido. La policía anda tras su pista. Dos agentes van a hablar con uno de los amigos del profesor, Timothy Cranmer, que miente en cuanto les dice, ya que también fue espía. Es este personaje el que narra la historia. Y, con el talento habitual en la novelas de Le Carré, gran escritor más allá de cualquier tipo de clasificación, mientras le interrogan, recuerda Cranmer algunos momentos vividos con Pettifer, uno sobre todo de los que no abundan en las novelas de espías. Porque la imagen del espía es casi siempre -deuda televisiva- la del tipo rápido, sagaz y oscuro. Nunca nos lo imaginamos viejo. Como tampoco se lo imagina el propio servicio secreto. A Cranmer le comunicaron que debía informar a Pettifer de que lo retiraban y lo colocaban en una universidad. Y Cranmer tuvo que cumplir con su obligación. Pettifer quiso oponerse: "No quiero un refugio seguro. Nunca lo he querido. Al diablo con los refugios seguros. Lo mismo que con las estasis, los profesores, las pensiones indicadas y con salir a lavar el coche los domingos. Y también al diablo contigo." Pero las órdenes son las órdenes. Y Cranmer las transmite sin dejar lugar a más objeciones, aunque en verdad no demuestra lo que piensa: "Sin embargo, tengo un nudo en la garganta, no puedo negarlo. Apoyaría una mano en su hombro, tembloroso y caliente a causa del sudor, pero el contacto físico no es natural entre nosotros." Tantos años trabajando juntos, tanto fingimiento que marca la vida. La vida que te abandona y te jubila y te aleja de tu vida elegida y te deja a merced de una universidad, de unos alumnos, de un refugio seguro nunca pedido y que sólo puede ser semejante a una tumba. Así se siente este espía jubilado.