Relato a veinte manos: Unos cuantos años (13)


El inspector Lage me saludó levantando una ceja. Intentaba parecer un policía típico o quizás se burlaba de sí mismo. Tuve que pedirle una hora libre a mi jefe, que también levantó una ceja, pero él eligió la del lado derecho de su cara. Bajamos a la cafetería de Anselmo. (Francisco Ortiz)
Nos instalamos en una mesa al fondo y pedimos café, que era por mucho mejor que el de la oficina.Era sin embargo, un lugar poco usual para reunirnos. El inspector Lage no perdió el tiempo en rodeos, una vez que sirvieron el café, me dijo que necesitaban de mis servicios para un trabajo muy peculiar y peligroso. (José Romero)
Le expliqué que ya no era el mismo, que estaba cansado. Le dije que la cara del tipo del último encargo todavía se me aparecía por las noches. Pero a él mis problemas nunca le importaron lo más mínimo. Aún así, me esforcé por explicarle que no podía actuar siempre por libre, que mi jefe empezaba a estar descontento conmigo. El café empezó a hervir en mi estómago mientras sentía que estaba a punto de escupirle a la cara todas las cosas de él que me desagradaban. Lage mantuvo en todo momento su estúpida sonrisa. (Miguel Sanfeliu)
Y pensar que una vez esa sonrisa no me resultó estúpida, que una vez, cuatro años antes, aquella primera llamada del inspector fue como una bocanada de aire fresco que me hizo pensar que mi vida al fin se movía, que, de alguna manera, más allá de los engaños y las palizas, de todos los hombres que acabarían llorando frente a mí, y de todas las mujeres a las que mi comportamiento hacia ellos haría llorar, lamentarse, enviudar, alguien confiaba por fin en mí, tal y como yo merecía. Cuatro años después, cómo pasa el tiempo, Lage tenía muchos menos problemas, todos los que yo le había ahorrado, pero mi vida seguía en el mismo sitio, parada, a la espera. (Miguel Ángel Muñoz)
Y no es que no lo hubiera disfrutado un tiempo, le confesé a Lage. Antes al contrario. Yo creo que todos podemos ser artistas en nuestro curro si le echamos un poco de alma. Hasta putas he conocido que saben gemir como primadonnas cuando su cliente se les derrumba sobre las tetas como niñito tembloroso. Lage sabía que yo era un artista en lo mío, que nadie había como yo para descerrajar cráneos o astillar huesos. Pero un artista también necesita su reconocimiento, qué coño, y cuatro años de ver pasar los bonitos trenes es demasiado tiempo. Se lo expliqué a Lage más o menos con estas palabras. Él asintió al final, comprensivo, dándoselas de hombre de mundo o de filósofo. A continuación, antes de responder, encendió un cigarrillo mientras borraba la sonrisilla de la jeta y me miraba con los ojos un poco vidriosos, como de pariente pedigüeño. (Ricardo Vigueras)
Son demasiados años como para no saber que cada segundo de esa dilación llevaba implícito el grado de dificultad del trabajo. Pegó una calada profunda, la cosa iba a ser complicada. La segunda me dejó claro que sería dura. La tercera me encogió el estómago. La cuarta no la habría resistido, pero empezó a hablar antes.- Alguien de la fiscalía está fisgoneando en asuntos que no le incumben.
Hice un gesto con la cabeza para que siguiera hablando, pero se limitó a escrutarme como si albergara alguna duda sobre si yo era la persona adecuada. Eso me hizo preguntarle:- ¿Alguien a quien conozco?
Asintió mientras daba una última calada al cigarrillo y lo aplastaba medio consumido contra el cenicero. La forma en que me miró despertó en mí una terrible sospecha:- ¿Una mujer? (Rosa Ribas)
Debí haberle dicho que estaba loco y negarme, pero Lage me tenía atrapado, nunca iba a poder sacármelo de encima, tuve que aceptar. Terminé el café de un sorbo y me despedí no sin antes decirle que estaríamos en contacto. Al salir de la cafetería miré el reloj, todavía me quedaban 20 minutos de la hora que le había solicitado al jefe, así que encendí un Marlboro, cerré el abrigo y me eché a caminar sin rumbo. ¿Por qué Lage me lo estaba pidiendo a mí?, ¿qué era lo que pretendía con semejante propuesta? Claudia F. había sido mi amante y ahora, Lage, que muy bien lo sabía, me estaba pidiendo que la eliminase. ¿Qué era lo que el inspector escondía tras todo esto? Los recuerdos se agolparon en la memoria, se mezclaron con las preguntas, perdí la noción del tiempo. (José Antonio Galloso)
No, no podía matarla. La amé demasiado y la envenené con mi amor. No era necesario que le apuñalara su piel, cuando su corazón se desangraba cada día. Cómo matarla cuando yo lo hice con mis ojos, con mi boca, con mis palabras, con mis silencios. Ella es una muerta viva.Me quedé parado en una esquina, deseando que el semáforo estuviera siempre en verde para permanecer ahí, estático en mis pensamientos. Los recuerdos empezaron a acecharme y busqué en la bolsa de mi pantalón la moneda que ella me regaló. Por años la he cargado, como una prueba de que sigue viva y cuando la vuelva a ver, le enseñaré la moneda. Ahora esa moneda me pesaba. Tenía que aventarla al vacío. Quizá dejarla en una calle parisina o en un rincón mexicano, o simplemente regresarla al Puente de los Suspiros.Me sentía como aquellos prisioneros que contemplan el mar y el cielo por última vez. No. No podía matarla. (Clarice Baricco)
Y tan no “podía” hacerlo que mis labios comenzaron a dibujar una curva que en el mejor de los casos se había convertido en una sonrisa. Recordé una frase escuchada en cierta mala película de detectives, cuando el subordinado recibía una orden similar a la mía: “Ella traicionó a la corporación y ahora sabes qué hacer, lo de rutina en estos casos”. Y esa rutina, válgame tanta claridad, era degollar a la señalada. Pero una cosa era rebanar el cuello de alguien en tiempos donde era tan lícito que policías y ladrones jugaran a los balazos y otra en días como estos, cuando del telenoticiero a la telecomedia hay sólo un paso. Pero se entiende que ya no eran momentos como para ponerme sentimental o dramático; si evaluaba los hechos sólo era un peón de rey y en el ajedrez, las enanas y tristes figurillas de avanzada no tiene otra opción… ¿Matarla como si fuera una desconocida? Evidentemente mi embrollo era ese: la conocía y de qué forma. (Omar Piña)
Decido tomar el tren para intentar poner cierto orden al tropel de cavilaciones que agitaban mi sangre. Ocupo el sillón individual cercano a una de las salidas que comunican con el siguiente compartimento, calculando en el reloj el tiempo que habría de tardar el tren para llegar a la salida Commowealth donde trabaja un ex-policia amigo mío que conoce a Claudia F. Trato de tranquilizarme y otra vez no logro contener la indignación y la rabia.Estos cabrones, hijos de ratas, saben muy bien con quién se la juegan, no sé por qué se les antoja meterme en sus planes. Haré que se arrepientan de haberme llamado.
En ello seguía pensando hasta reparar en que iba casi solo en el compartimento. Apenas un hombre. El hombre era de pelo corto, cincuentón, con pelos negros en las orejas -iba sentado delante de mí-, miraba a todas las chicas que pasaban al otro lado del cristal, y de vez en cuando tambien se fijaba de reojo en una chica, que aparentaba no más de quince o dieciséis años, con minifalda, de postura muy erguida e insinuante pese a su edad, o precisamente por eso. La chica era gordita, poco atractiva, con la cara de facciones claras y despejadas. Se apoyaba lo que parecía el capuchón de un bolígrafo en la boca, al ritmo de la canción que sonaba por los altavoces, "Dime que me quieres", de los Tequila, pero en una versión posterior, de una película llamada "El otro lado de la cama", humorística y sobre las relaciones de pareja. Ella la murmuraba y la he mirado pensando que se cortaría, que no seguiría cantándola, pero ha seguido e incluso ha evidenciado un poco más que estaba cantándola bajito. ¿Soledad, necesidad de comunicación, de complicidad? Me apetece averiguarlo. Además, mirándola bien, su rostro ahora me sugiere que la he visto alguna vez en otra parte. (Ninoska Mermoud-Santiago)
El timbre del móvil lo sobresalta.¿Se habría quedado dormido en el asiento del tren, o, aún despierto, se había transportado etéreamente a algún otro lugar? Como en una especie de viaje astral en clase turista había, entonces, visto cosas que no estaban ahí, que no habían estado nunca. Un espejismo causado por la sed que se llamaba ahora duda, o por el hambre que se llamaba ahora conciencia. Ja, qué ironía, a él que siempre ha vivido con el lema “Los escrúpulos están para servirme y no estoy yo para servirlos a ellos” tatuado en sus bolas y en su billetera, en ambas partes con el tono “Naranja Osama” que tienen los billetes de quinientos euros. La voz neutra de Lage suena al otro lado del teléfono muy parecida a la de su padre, demasiado como para que las manos no empiecen a sudar. “-Ah y sólo por si acaso lo estás pensando –Lage hizo una pausa efectista con la naturalidad y el consabido oficio que tienen los policías curtidos y las dominatrices- no tienes otra opción, por educación y por la amistad que nos profesamos te presenté en el bar la propuesta como si tuvieras opción de rechazarla, perdóname amigo ese exceso de gentileza, la verdad es que debes cumplir con el encargo sí o sí, de lo contrario tu desobediencia será castigada y lo haremos en esa pequeña parte que sabemos que es la que más te duele. Pero, no me malinterpretes, te lo digo sólo en caso de que aún te sientas demasiado atado a la rubia”. El primer impulso fue llamar a la guardería a donde a esa hora estaría Becky, casi de inmediato decidió no hacerlo, sería un innecesaria complicación, más tarde quizás llamaría a la madre, pero sería cuando ya la niña estuviera dormida, no podía tolerar escuchar su voz aguda diciéndole: Papá cuándo vienes, te extraño. Prefería no escucharla, ya viajaría en julio y pasarían diez días juntos los dos. Un músico callejero, apresurado por pedir contribuciones antes de que el hombre de pelos en las orejas y la chica gorda dejaran el vagón, le pisa inadvertidamente el zapato izquierdo, las manos y la expresión en el rostro de él se transforman de inmediato en las de un monstruo, toma entonces del cuello al pobre músico, lo levanta sobre el piso del tren que ahora empezaba a moverse de nuevo: “Maldito vagabundo, fíjese por dónde camina y lávese esas trenzas- le grita furibundo en la cara-, que huelen a orines de llama” .
Más tarde en la casa el timbre del teléfono lo despierta, escucha la voz apresurada de la madre de Becky: “La niña ha estado un poco inquieta, insiste en hablarte antes de dormir”, le dice sin ocultar el fastidio que le causa escuchar su voz (aunque fuera sólo el indefinido monosílabo o el ruido gutural con el que atendió), mientras la mujer llama a Becky escucha en el fondo la voz grave de un hombre, era probablemente el nuevo hombre de Marina. Es uno de los abogados más prominentes de esa ciudad, le había contado, sin él preguntárselo, la hermana de ella en esa única vez cuando coincidieron por casualidad hace tres semanas a la salida del concierto de música de cámara pro beneficencia en el Ateneo. Yo me cago en todos los abogados, gritó para sí mismo, justo antes de que la voz juguetona de Becky le hiciera cambiar la expresión. Sí, princesita de cuento, mañana mismo te envío el peluche del pato Donald, sí, uno igual al de tu amiguita de la guardería.
Se levantó de la cama, se enjuagó la cara y se dirigió a la casa de Claudia F. No era cuestión de darle más largas al asunto. No. Había que actuar. La acción cura el miedo, y tal vez también curaría la ansiedad y el ahogo y secaría las lágrimas que por dentro le supuraban desde que Becky le envió el beso de buenas noches. Lage no bromeaba. Nunca. Conforme se acercaba al edificio de Claudia F., su imagen empezó a dibujarse en su mente, era una de las actividades que hacía desde su niñez: imaginaba las cosas y paulatinamente las iba acercando como con un zoom. Por la gracia indolente de la lotería genética, Claudia F. conservaba su estampa bronca de veinteañera. Al inicio del ejercicio estaba el cuerpo de ella con una notoria combinación de colores: el blanco como de polvo de arroz, el negro desperdigado, el platino ensordecedor de su cabellera, luego en el acercamiento de su mente de solitario podía ver cómo las cosas, que al principio eran como un manchón poco definido de impresionista, iban adquiriendo mayor definición, mayor rotundez. Desde su puesto de secretaria piernuda, Claudia F. había escalado posiciones en la Fiscalía, justo de una forma que no contradecía para nada al tópico de rigor. No ella, no Claudia F., que no era una mujer para desdecir ningún lugar común ni para hacer ninguna declaración de corrección política. La veía ahora en ese “cinemascope” mental donde proyectaba sus recuerdos con las faldas ceñidas de piel de algún supuesto animal de sangre caliente o tibia, las blusas asedadas de manga larga, los cinturones anchos que parecían abrirle el campo a su derriere de una insólita africanía, los pechos desafiantes y despreciativos del silicón. Lo recordaba todo. Mejor dicho, la recordaba toda. Él había sido un hombre vulnerable a la fuerza que de ella manaba, lo suyo con Claudia F. había sido un caso de “force majeure”, bromeaba en silencio para sí mismo con esa otra costumbre que tienen los solitarios de reírse en silencio de sus propios chistes. Prefirió no tomar el ascensor del edificio, el ruido fuerte de bestia insumisa del mantenimiento y en huelga de hambre de aceite hidraúlico podría despertar a los vecinos. Justo antes de entrar por la puerta de atrás se palpó como por instinto la cartuchera en el tobillo izquierdo, era un gesto innnecesario, desde hacía años no salía nunca de su casa sin portar el cuchillo gurka que le había ganado jugando al póquer a un colega de la Scotland Yard en aquella convención internacional en Liverpool, años atrás cuando aún vivía con la madre de Becky, cuando creyó ella que había redención para tipos como él, cuando hasta él lo creyó por un tiempo. Aún conserva las llaves del apartamento 22, descubre ahora que Claudia F. no ha cambiado la cerradura. (Heriberto Rodríguez)
Advertí que un grueso halo de luz procedía de la puerta, y mis manos dejaron el lugar del precioso gurka para trasladarse al estacionamiento de mi 9 mm sin el menor atisbo de dudas. Al cabo de una rápida ojeada al oscuro pasillo, la pequeña pistola, cortesía de golfos y mejores tiempos con Lage, salió a respirar el aire. Me acerqué lentamente, sin respirar, y apoyando la espalda en las paredes del frío piso agucé el oído. Mal asunto, tragué saliva, y temí tener que gastar balas del juguetito que tenía entre las manos. Me llegué hasta el final del largo túnel, con el corazón al ralentí. Mi mirada cruzó habitación por habitación hasta llegar a la tenue luz del salón.
-¿Claudia? -exclamó mi desconcertada voz a la melena rubia que aparecía entre los orejones del sillón.
Recibí un sepulcral silencio por respuesta. Nada se movía, ni siquiera se percibía vaivén alguno de un respirar humano. Me acerqué al sillón apuntando con la pistola, y mi cuerpo saltó hacia atrás como poseído por un resorte automático. Sudaba como un cerdo. Me sentía estúpido, porque estas situaciones no eran nuevas para mí. Yacía mal colocada en el sillón, impávida, desnuda, blanca como el marfil, perfecta, bella en su frialdad: muerta. Solo había un pequeño detalle de color en aquella marfilada escena, un hilillo de sangre muy roja caía de la comisura derecha de una boca que una vez besé con ansia desesperada.
Me acerqué a la ventana cuyas persianas estaban levantadas y las cortinas apartadas, como si la escena que tenía ante mis ojos hubiera sido un escenario teatral contemplado por un público escogido. No había nadie en ese lado de la calle, ni las hojas de los árboles se movían. Tenía la boca seca y necesitaba un trago antes de decidir si llamar a la pasma o salir de allí como un rayo. (Zuriñe Vázquez)
Me acerqué al mueble bar y me detuve. Algo comenzó a arderme en el estómago. Pese a que soy un hombre acostumbrado a contener los nervios, sentí que iba a vomitar de un momento a otro. Decidí no tocar nada y salir de allí lo más rápidamente posible. Llevaba puestos los guantes y mi calzado no había dejado huellas, así que nada podía delatarme. Salí al rellano y descendí las escaleras, sin encender la luz, por si a algún vecino curioso le daba por contabilizar las idas y venidas de los demás. Salí al exterior y comencé a caminar, notando cómo las lágrimas me humedecían el rostro. Entonces un coche de policía apareció en la calle. Escuché algunas sirenas más, deteniéndose a la altura del edificio que acababa de abandonar, y estuve seguro de haber escapado de una trampa muy elaborada. Giré por el primer callejón que encontré y, casi sin darme cuenta, eché a correr. Corrí todo lo deprisa que pude, sin rumbo, sin saber dónde estaba, sólo girando esquinas, buscando los callejones más oscuros y solitarios.
Más tarde, en la barra de un bar, frente a un vaso de whisky sin hielo que me cortaba la garganta a cada trago, intenté repasar la escena. Visualicé de nuevo el cuerpo de Claudia, sin vida y todavía hermoso, desnuda frente a la ventana con las persianas levantadas. No percibí ningún objeto descolocado, todo parecía demasiado impecable, demasiado artificial. Mi zoom mental repasó la estancia sin conseguir detectar nada extraño, ningún rastro de lucha, hasta detenerse de nuevo en el rostro de ella, en la sangre que manaba entre sus labios. Con un gesto mecánico, eché un vistazo a mi alrededor y me llamó la atención la presencia de un hombre de pelo corto que parecía observarme. Por algún motivo, tuve la sensación de haberlo visto en otra parte. Dejé un billete junto a mi vaso vacío y salí de allí.
Pasé la noche en un vagón de tren, frente a una muchacha gorda que parecía susurrar canciones, un vagabundo que la acompañaba con un acordeón y un anciano desdentado que reía sin cesar. Me despertó una voz metálica que anunciaba por los altavoces que había llegado a mi destino. Miré a mi alrededor, pero sólo el viejo desdentado continuaba allí. Eran las ocho de la mañana. Tomé un café y llamé a Lage con mi teléfono móvil.
Tardó en contestar y, cuando lo hizo, su voz sonó muy débil.
—Dentro de una hora, en la cafetería de Anselmo —dije.
Una hora más tarde lo vi entrar en la cafetería y pude comprobar que su eterna sonrisa se había borrado y que ya no levantaba la ceja para saludar. Estuve seguro de que sabía algo que aún no me había contado. De todos modos decidí no precipitarme.Se sentó frente a mí, con gesto cansado, como si de repente le dolieran todos los huesos.
—He terminado el trabajo —le dije—. Ella está muerta.
Y esperé su respuesta. Su mirada rehuyó la mía y cayó pesadamente en el medio de la mesa.
(Miguel Sanfeliu)

Avanzamos. Ahora es el turno de Rosa Ribas, de nuevo. Y estamos cerca del final.

Robert Wilson: Los asesinos ocultos (2): Regresar a una dictadura benévola


Es inglés, vive en una granja apartada, en Portugal, pero como la novela se desarrolla en Sevilla no duda Wilson en hablar de la actualidad española. Presenta en las primeras páginas a los personajes con caracterizaciones claras, muy definitorias, y así nos encontramos con un político que ha pertenecido al Partido Popular pero "lo había abandonado furioso ante la imposibilidad de conseguir que nada cambiara" y se ha unido, como relaciones públicas, a otro partido de derechas, más pequeño, llamado Fuerza Andalucía. Las amistades de este hombre, cuñado del inspector Falcón, se quejan de que se ha maltratado a unos buenos políticos tras el 11-M, se les ha dado una patada inmerecida y se les ha apartado del gobierno injustamente. También creen que al país le vendría bien volver a tener una dictadura benévola. Buen oído el de Wilson, inglés, habitante de una granja portuguesa pero atento a lo que sucede en España. En estas presentaciones de los personajes -sin marcarlos, sin menospreciarlos, con una mirada atenta y unos oídos muy abiertos asistimos a la descripción de una clase social adinerada, que no es extraña en Sevilla y que vive gozosa, con las ideas muy claras, muy asentadas, desde antiguo: un juez, una rica heredera, una restauradora, un inspector jefe de buena familia. Y Wilson procede a contarnos cosas de la realidad reciente, las que se dicen y se sienten y se expresan no siempre en voz baja ni en privado, las que resulta tan difícil insertar en una historia de ficción.


(Foto: Gustavo Rodríguez. Más fotos se pueden ver en: http://gedlc.ulpgc.es/~gustavo/viajes/viajes.htm)


Os recomiendo este blog, de Javier Ruiz: http://deporteria.blogspot.com/

Ninoska Mermoud-Santiago: La novela negra


En mi época de teenager, recuerdo que de un momento a otro, mi padre tuvo un curioso y nuevo pasatiempo. Se duchaba, se acomodaba ropa apropiada a la hora de ir a la cama, y comenzaba a leer un librito con tanta dedicación que ni se acordaba de ir a darme las buenas noches. Curiosa, decidí averiguar qué leía mi padre. Después de verle marcharse al trabajo, entré subrepticiamente a su alcoba. A un costado de la cama vi el dichoso libro. “Diez negritos” era el título, de Agatha Christie. Decidí leer un poco para saber por qué mi padre lo leía tan interesado. Y su historia me absorbió tanto, tanto que solo deseaba ver llegar el siguiente día para continuar su lectura. Allí nació mi amor y curiosidad por la novela negra. Un amor que a veces ha degenerado en desamor y olvido, pero de forma pasajera, porque tarde o temprano vuelvo a dejarme poseer por el suspense de una nueva historia, de una nueva jornada aventurera en donde la muerte es provocada y casi nunca quedan impunes las manos parricidas. Los norteamericanos se atribuyen haber hecho de la novela negra el género que es hoy. Recurren a Poe, y a los duros del movimiento "hard boiled", con Chandler y Hammett a la cabeza, para probar esta premisa. Recurren a la literatura del proletariado en los 30s, la inclusión de nuevos elementos narrativos que le ha dado expansión estilística y aceptación universal. El profesor en Hartford, Connecticut, Ronald Thomas identificó tres puntos fundamentales en la evolución de la novela negra: 1) Invención de la forma con Poe y sus tres historias de C. August Dupin, "Murders in the Rue Morgue," "The Purloined Letter" y "The Mystery of Marie Roget". 2) La perfección de la fórmula por Conan Doyle y sus historias de Sherlock Holmes. Y 3) El rechazo de la época dorada con los trabajos de Hammet y Chandler en los 20s y los 30s. Esta generalización de Thomas no es totalmente aceptada por ciertos estudiosos y teóricos del género debido a que Thomas falla, aducen, en demostrar claramente la lógica detrás de su clasificación. El escritor sueco Henning Mankell, quien no se cree el cuento gringo, piensa que la mejor novela del género es “Macbeth” y su creador puntal no es Edgar Allan Poe, sino que "fue inventada cuando nació la literatura, y es una de las tradiciones más antiguas que tenemos". Por su lado, algunos eruditos judíos se mofan de tal apreciación y presentan varios relatos de “El Talmud” que pueden ubicarse como pertenecientes al estilo negro. En lo particular prefiero novelas negras que siguen el modelo "hard boiled" de la escuela norteamericana y no el whoudinesco del estilo clásico inglés que amaba y defendía Borges, y que daba mas importancia a la inventiva del detective y no a las circunstancias y psicología de los personajes que intervienen en la historia del crimen. Sobre las virtudes literarias del género las polémicas abundan. Para Paco Ignacio Taibo II, la novela negra es "la nueva novela social del siglo XXI". Para Roland Barthes, el mundo de los gángsters es "el último universo de lo maravilloso". Para otros, como el académico George Grella, estamos ante un género ambiguo, "una metáfora que expande la culpa e inmoralidad universal". ("Murder and the Mean Streets: the Hard-Boiled Detective Novel"). Foucalt se refiere a la ficción detectivesca como "el discurso de la ley y la reafirmación del orden socioeconómico". Ralph Willet argumenta, sin embargo, que "aun cuando esta novela reproduce la individualidad burguesa al hacer diégesis de la sociedad capitalista y al descubrir el crimen", también busca mixtificarlo, al camuflagear las relaciones entre clases sociales, raza y sexo. "El problema que plantea esta literatura", parece coincidir Jesús Alonso Ruiz en su ensayo "Evolución de la novela negra: del detective duro al monstruo educado", "no es la solución del crimen, sino el grado de culpabilidad asumible por los buenos o los malos, cuya frontera se desvanece". Y yendo más lejos todavía, Xavier Antich asevera en La Vanguardia, que "Frente a la pretensión de explicar la realidad de acuerdo con teorías genéricas y universalistas, la novela negra opta, muy aristotélicamente, por prestar atención a lo irrepetiblemente singular: no hay tipos sino sólo casos, y cada historia es un universo fragmentado cuyo sentido, en última instancia, sólo puede reconocerse, provisionalmente, atendiendo a lo que tiene de irrepetible." ¿Por qué nos gusta leer novelas negras? Algunos sostienen que se debe a la afición por resolver rompecabezas, y como las reglas del juego son la ley de las posibilidades y de la verosimilitud, el lector piensa que en el relato él es el detective. Pero creo que mirar un juego de fútbol no es lo mismo que jugarlo. El placer de leer ficción detectivesca está en el reconocimiento de lo familiar contra el shock de la novedad, la emoción de lo oculto contra la satisfacción de lo descubierto; la interrogación de los sospechosos, el cuerpo argumentativo contra la revelación de la personalidad, es como si fuera tener al desconocido en el living-room. Otros hablan del lector como un voyeur o un masoquista reprimido que halla deleite en la pugna del instinto de la muerte contra el de la vida. Lo cual carece de lógica. La mayor parte de lectores vemos en las historias detectivescas un modo de reasegurarnos, creo, de que los individuos pueden triunfar donde el gobierno falla. Y aunque los detectives son gente común y ordinaria, que se entregan a riesgos extremos por defender lo que consideran su verdad, parecen sugerir con su conducta a todos sus fans que no importa cuán intrascendentes sus vidas puedan ser y cuán peligroso parezca el mundo, esa verdad será defendida por encima de todos los deberes y circunstancias y todas las trabas del sistema. Detrás de todo este razonamiento me queda clara la razón del uso de una estilística preconcebida en la novela negra. La preferencia por describir cosas en vez de ideas, los adjetivos intentan limitarse para reportar qué ha pasado y qué fue dicho, por encima de cómo se ha sentido. Algunos autores inventan una jerga propia de policías, detectives, criminales, abogados y políticos, porque como profesionales que experimentan circunstancias similares, ellos necesitan un discurso propio. En general, el lenguaje de la novela negra convencional tiende a ser lacónico, acérbico, conciso, pero sin dejar de ser ingenioso y provocador al mismo tiempo. Lenguaje que aísla y contiene, circula objetos y los pulveriza hasta hacerlos casi invisibles, "lenguaje tan dedicado a la yuxtaposición de objetos y sujetos que su coincidencia en un solo lugar viene a parecer como cierta presencia colosal: están allí en toda su contingencia bruta" (Gregory Forter). Otra preferencia estilística que advierto es el desarrollo de la acción en un ambiente urbano o la "jungla urbana", en donde las calles son inseguras, amantes resultan siendo asesinos (“El halcón maltés”), los amigos se revelan falsos y cínicos (“El largo adiós”) o un policía es probablemente el asesino (“La dama del lago”). Autores preferidos no tengo, sí puedo hablar más bien de obras preferidas: “Farewell, my lovely” (“Adiós, muñeca”) de Raymond Chandler, tal vez la novela mejor escrita del género, donde se maneja el tema de la lucha por alcanzar éxito a toda costa, y como antítesis de cualquier sentimiento amoroso. "The Underground Man" (El hombre enterrado”) de Ross Mcdonald por su complejidad en la trama y el inicio de temas que nunca antes habían sido tratados en el género: devastaciones ecológicas, las drogas y la alienación en la cultura de los jóvenes, que vino a denominarse después como la "brecha generacional". Hace tiempo, al leer la novela "El largo adiós", otras de mis favoritas, me encontré con la declaración de un personaje que ejemplifica un tema recurrente entre los autores de novela negra: "No hay ninguna manera honesta de hacer cien millones de dólares", dijo. Esta aproximación hacia los adinerados, la desconfianza que ellos inspiran y sus "tejes y manejes" en los enclaves de poder, están presentes en la novela negra de Chandler y los demás de su escuela, de ahí que el detective prefiera presentarse viviendo en modestas circunstancias, señal de probidad, como lo opuesto a los excesos de políticos corruptos, plutócratas decadentes, industrialistas descuidados e insensibles, policías criminales, mafiosos, explotadores, amantes del cohecho y el soborno. La novela negra es el espejo donde quedan retratadas las marcas siniestras de la sociedad que nos damos, el concepto del caos babeliano es un nudo interminable que puede a veces desatarse gracias a la imaginación de autores geniales y la participación de lectores cómplices como Francisco Ortiz y los visitantes de este blog. Este sitio se ha convertido en vocero útil para debatir temas del género, para hacer coloquio sobre novelas recién editadas o para recuperar el valor de las novelas clásicas y enjuiciarlas a la luz de esas vertientes y corrientes nuevas que van aportándonos autores contemporáneos. Misión cumplida, Francisco. Tu blog merece leerse. Sigue poniendo más y mejor tinta al tintero, tal como has venido haciendo hasta hoy.


(Texto solicitado a Ninoska Mermoud-Santiago como comentario a la encuesta realizada en este blog y para celebrar el primer año de publicación de textos)

Relato a veinte manos: Unos cuantos años (12)

El inspector Lage me saludó levantando una ceja. Intentaba parecer un policía típico o quizás se burlaba de sí mismo. Tuve que pedirle una hora libre a mi jefe, que también levantó una ceja, pero él eligió la del lado derecho de su cara. Bajamos a la cafetería de Anselmo. (Francisco Ortiz)
Nos instalamos en una mesa al fondo y pedimos café, que era por mucho mejor que el de la oficina.Era sin embargo, un lugar poco usual para reunirnos. El inspector Lage no perdió el tiempo en rodeos, una vez que sirvieron el café, me dijo que necesitaban de mis servicios para un trabajo muy peculiar y peligroso. (José Romero)
Le expliqué que ya no era el mismo, que estaba cansado. Le dije que la cara del tipo del último encargo todavía se me aparecía por las noches. Pero a él mis problemas nunca le importaron lo más mínimo. Aún así, me esforcé por explicarle que no podía actuar siempre por libre, que mi jefe empezaba a estar descontento conmigo. El café empezó a hervir en mi estómago mientras sentía que estaba a punto de escupirle a la cara todas las cosas de él que me desagradaban. Lage mantuvo en todo momento su estúpida sonrisa. (Miguel Sanfeliu)
Y pensar que una vez esa sonrisa no me resultó estúpida, que una vez, cuatro años antes, aquella primera llamada del inspector fue como una bocanada de aire fresco que me hizo pensar que mi vida al fin se movía, que, de alguna manera, más allá de los engaños y las palizas, de todos los hombres que acabarían llorando frente a mí, y de todas las mujeres a las que mi comportamiento hacia ellos haría llorar, lamentarse, enviudar, alguien confiaba por fin en mí, tal y como yo merecía. Cuatro años después, cómo pasa el tiempo, Lage tenía muchos menos problemas, todos los que yo le había ahorrado, pero mi vida seguía en el mismo sitio, parada, a la espera. (Miguel Ángel Muñoz)
Y no es que no lo hubiera disfrutado un tiempo, le confesé a Lage. Antes al contrario. Yo creo que todos podemos ser artistas en nuestro curro si le echamos un poco de alma. Hasta putas he conocido que saben gemir como primadonnas cuando su cliente se les derrumba sobre las tetas como niñito tembloroso. Lage sabía que yo era un artista en lo mío, que nadie había como yo para descerrajar cráneos o astillar huesos. Pero un artista también necesita su reconocimiento, qué coño, y cuatro años de ver pasar los bonitos trenes es demasiado tiempo. Se lo expliqué a Lage más o menos con estas palabras. Él asintió al final, comprensivo, dándoselas de hombre de mundo o de filósofo. A continuación, antes de responder, encendió un cigarrillo mientras borraba la sonrisilla de la jeta y me miraba con los ojos un poco vidriosos, como de pariente pedigüeño. (Ricardo Vigueras)
Son demasiados años como para no saber que cada segundo de esa dilación llevaba implícito el grado de dificultad del trabajo. Pegó una calada profunda, la cosa iba a ser complicada. La segunda me dejó claro que sería dura. La tercera me encogió el estómago. La cuarta no la habría resistido, pero empezó a hablar antes.- Alguien de la fiscalía está fisgoneando en asuntos que no le incumben.
Hice un gesto con la cabeza para que siguiera hablando, pero se limitó a escrutarme como si albergara alguna duda sobre si yo era la persona adecuada. Eso me hizo preguntarle:- ¿Alguien a quien conozco?
Asintió mientras daba una última calada al cigarrillo y lo aplastaba medio consumido contra el cenicero. La forma en que me miró despertó en mí una terrible sospecha:- ¿Una mujer? (Rosa Ribas)
Debí haberle dicho que estaba loco y negarme, pero Lage me tenía atrapado, nunca iba a poder sacármelo de encima, tuve que aceptar. Terminé el café de un sorbo y me despedí no sin antes decirle que estaríamos en contacto. Al salir de la cafetería miré el reloj, todavía me quedaban 20 minutos de la hora que le había solicitado al jefe, así que encendí un Marlboro, cerré el abrigo y me eché a caminar sin rumbo. ¿Por qué Lage me lo estaba pidiendo a mí?, ¿qué era lo que pretendía con semejante propuesta? Claudia F. había sido mi amante y ahora, Lage, que muy bien lo sabía, me estaba pidiendo que la eliminase. ¿Qué era lo que el inspector escondía tras todo esto? Los recuerdos se agolparon en la memoria, se mezclaron con las preguntas, perdí la noción del tiempo. (José Antonio Galloso)
No, no podía matarla. La amé demasiado y la envenené con mi amor. No era necesario que le apuñalara su piel, cuando su corazón se desangraba cada día. Cómo matarla cuando yo lo hice con mis ojos, con mi boca, con mis palabras, con mis silencios. Ella es una muerta viva.Me quedé parado en una esquina, deseando que el semáforo estuviera siempre en verde para permanecer ahí, estático en mis pensamientos. Los recuerdos empezaron a acecharme y busqué en la bolsa de mi pantalón la moneda que ella me regaló. Por años la he cargado, como una prueba de que sigue viva y cuando la vuelva a ver, le enseñaré la moneda. Ahora esa moneda me pesaba. Tenía que aventarla al vacío. Quizá dejarla en una calle parisina o en un rincón mexicano, o simplemente regresarla al Puente de los Suspiros.Me sentía como aquellos prisioneros que contemplan el mar y el cielo por última vez. No. No podía matarla. (Clarice Baricco)
Y tan no “podía” hacerlo que mis labios comenzaron a dibujar una curva que en el mejor de los casos se había convertido en una sonrisa. Recordé una frase escuchada en cierta mala película de detectives, cuando el subordinado recibía una orden similar a la mía: “Ella traicionó a la corporación y ahora sabes qué hacer, lo de rutina en estos casos”. Y esa rutina, válgame tanta claridad, era degollar a la señalada. Pero una cosa era rebanar el cuello de alguien en tiempos donde era tan lícito que policías y ladrones jugaran a los balazos y otra en días como estos, cuando del telenoticiero a la telecomedia hay sólo un paso. Pero se entiende que ya no eran momentos como para ponerme sentimental o dramático; si evaluaba los hechos sólo era un peón de rey y en el ajedrez, las enanas y tristes figurillas de avanzada no tiene otra opción… ¿Matarla como si fuera una desconocida? Evidentemente mi embrollo era ese: la conocía y de qué forma. (Omar Piña)
Decido tomar el tren para intentar poner cierto orden al tropel de cavilaciones que agitaban mi sangre. Ocupo el sillón individual cercano a una de las salidas que comunican con el siguiente compartimento, calculando en el reloj el tiempo que habría de tardar el tren para llegar a la salida Commowealth donde trabaja un ex-policia amigo mío que conoce a Claudia F. Trato de tranquilizarme y otra vez no logro contener la indignación y la rabia.Estos cabrones, hijos de ratas, saben muy bien con quién se la juegan, no sé por qué se les antoja meterme en sus planes. Haré que se arrepientan de haberme llamado.
En ello seguía pensando hasta reparar en que iba casi solo en el compartimento. Apenas un hombre. El hombre era de pelo corto, cincuentón, con pelos negros en las orejas -iba sentado delante de mí-, miraba a todas las chicas que pasaban al otro lado del cristal, y de vez en cuando tambien se fijaba de reojo en una chica, que aparentaba no más de quince o dieciséis años, con minifalda, de postura muy erguida e insinuante pese a su edad, o precisamente por eso. La chica era gordita, poco atractiva, con la cara de facciones claras y despejadas. Se apoyaba lo que parecía el capuchón de un bolígrafo en la boca, al ritmo de la canción que sonaba por los altavoces, "Dime que me quieres", de los Tequila, pero en una versión posterior, de una película llamada "El otro lado de la cama", humorística y sobre las relaciones de pareja. Ella la murmuraba y la he mirado pensando que se cortaría, que no seguiría cantándola, pero ha seguido e incluso ha evidenciado un poco más que estaba cantándola bajito. ¿Soledad, necesidad de comunicación, de complicidad? Me apetece averiguarlo. Además, mirándola bien, su rostro ahora me sugiere que la he visto alguna vez en otra parte. (Ninoska Mermoud-Santiago)
El timbre del móvil lo sobresalta.¿Se habría quedado dormido en el asiento del tren, o, aún despierto, se había transportado etéreamente a algún otro lugar? Como en una especie de viaje astral en clase turista había, entonces, visto cosas que no estaban ahí, que no habían estado nunca. Un espejismo causado por la sed que se llamaba ahora duda, o por el hambre que se llamaba ahora conciencia. Ja, qué ironía, a él que siempre ha vivido con el lema “Los escrúpulos están para servirme y no estoy yo para servirlos a ellos” tatuado en sus bolas y en su billetera, en ambas partes con el tono “Naranja Osama” que tienen los billetes de quinientos euros. La voz neutra de Lage suena al otro lado del teléfono muy parecida a la de su padre, demasiado como para que las manos no empiecen a sudar. “-Ah y sólo por si acaso lo estás pensando –Lage hizo una pausa efectista con la naturalidad y el consabido oficio que tienen los policías curtidos y las dominatrices- no tienes otra opción, por educación y por la amistad que nos profesamos te presenté en el bar la propuesta como si tuvieras opción de rechazarla, perdóname amigo ese exceso de gentileza, la verdad es que debes cumplir con el encargo sí o sí, de lo contrario tu desobediencia será castigada y lo haremos en esa pequeña parte que sabemos que es la que más te duele. Pero, no me malinterpretes, te lo digo sólo en caso de que aún te sientas demasiado atado a la rubia”. El primer impulso fue llamar a la guardería a donde a esa hora estaría Becky, casi de inmediato decidió no hacerlo, sería un innecesaria complicación, más tarde quizás llamaría a la madre, pero sería cuando ya la niña estuviera dormida, no podía tolerar escuchar su voz aguda diciéndole: Papá cuándo vienes, te extraño. Prefería no escucharla, ya viajaría en julio y pasarían diez días juntos los dos. Un músico callejero, apresurado por pedir contribuciones antes de que el hombre de pelos en las orejas y la chica gorda dejaran el vagón, le pisa inadvertidamente el zapato izquierdo, las manos y la expresión en el rostro de él se transforman de inmediato en las de un monstruo, toma entonces del cuello al pobre músico, lo levanta sobre el piso del tren que ahora empezaba a moverse de nuevo: “Maldito vagabundo, fíjese por dónde camina y lávese esas trenzas- le grita furibundo en la cara-, que huelen a orines de llama” .
Más tarde en la casa el timbre del teléfono lo despierta, escucha la voz apresurada de la madre de Becky: “La niña ha estado un poco inquieta, insiste en hablarte antes de dormir”, le dice sin ocultar el fastidio que le causa escuchar su voz (aunque fuera sólo el indefinido monosílabo o el ruido gutural con el que atendió), mientras la mujer llama a Becky escucha en el fondo la voz grave de un hombre, era probablemente el nuevo hombre de Marina. Es uno de los abogados más prominentes de esa ciudad, le había contado, sin él preguntárselo, la hermana de ella en esa única vez cuando coincidieron por casualidad hace tres semanas a la salida del concierto de música de cámara pro beneficencia en el Ateneo. Yo me cago en todos los abogados, gritó para sí mismo, justo antes de que la voz juguetona de Becky le hiciera cambiar la expresión. Sí, princesita de cuento, mañana mismo te envío el peluche del pato Donald, sí, uno igual al de tu amiguita de la guardería.
Se levantó de la cama, se enjuagó la cara y se dirigió a la casa de Claudia F. No era cuestión de darle más largas al asunto. No. Había que actuar. La acción cura el miedo, y tal vez también curaría la ansiedad y el ahogo y secaría las lágrimas que por dentro le supuraban desde que Becky le envió el beso de buenas noches. Lage no bromeaba. Nunca. Conforme se acercaba al edificio de Claudia F., su imagen empezó a dibujarse en su mente, era una de las actividades que hacía desde su niñez: imaginaba las cosas y paulatinamente las iba acercando como con un zoom. Por la gracia indolente de la lotería genética, Claudia F. conservaba su estampa bronca de veinteañera. Al inicio del ejercicio estaba el cuerpo de ella con una notoria combinación de colores: el blanco como de polvo de arroz, el negro desperdigado, el platino ensordecedor de su cabellera, luego en el acercamiento de su mente de solitario podía ver cómo las cosas, que al principio eran como un manchón poco definido de impresionista, iban adquiriendo mayor definición, mayor rotundez. Desde su puesto de secretaria piernuda, Claudia F. había escalado posiciones en la Fiscalía, justo de una forma que no contradecía para nada al tópico de rigor. No ella, no Claudia F., que no era una mujer para desdecir ningún lugar común ni para hacer ninguna declaración de corrección política. La veía ahora en ese “cinemascope” mental donde proyectaba sus recuerdos con las faldas ceñidas de piel de algún supuesto animal de sangre caliente o tibia, las blusas asedadas de manga larga, los cinturones anchos que parecían abrirle el campo a su derriere de una insólita africanía, los pechos desafiantes y despreciativos del silicón. Lo recordaba todo. Mejor dicho, la recordaba toda. Él había sido un hombre vulnerable a la fuerza que de ella manaba, lo suyo con Claudia F. había sido un caso de “force majeure”, bromeaba en silencio para sí mismo con esa otra costumbre que tienen los solitarios de reírse en silencio de sus propios chistes. Prefirió no tomar el ascensor del edificio, el ruido fuerte de bestia insumisa del mantenimiento y en huelga de hambre de aceite hidraúlico podría despertar a los vecinos. Justo antes de entrar por la puerta de atrás se palpó como por instinto la cartuchera en el tobillo izquierdo, era un gesto innnecesario, desde hacía años no salía nunca de su casa sin portar el cuchillo gurka que le había ganado jugando al póquer a un colega de la Scotland Yard en aquella convención internacional en Liverpool, años atrás cuando aún vivía con la madre de Becky, cuando creyó ella que había redención para tipos como él, cuando hasta él lo creyó por un tiempo. Aún conserva las llaves del apartamento 22, descubre ahora que Claudia F. no ha cambiado la cerradura. (Heriberto Rodríguez)
Advertí que un grueso halo de luz procedía de la puerta, y mis manos dejaron el lugar del precioso gurka para trasladarse al estacionamiento de mi 9 mm sin el menor atisbo de dudas. Al cabo de una rápida ojeada al oscuro pasillo, la pequeña pistola, cortesía de golfos y mejores tiempos con Lage, salió a respirar el aire. Me acerqué lentamente, sin respirar, y apoyando la espalda en las paredes del frío piso agucé el oído. Mal asunto, tragué saliva, y temí tener que gastar balas del juguetito que tenía entre las manos. Me llegué hasta el final del largo túnel, con el corazón al ralentí. Mi mirada cruzó habitación por habitación hasta llegar a la tenue luz del salón.
-¿Claudia? -exclamó mi desconcertada voz a la melena rubia que aparecía entre los orejones del sillón.
Recibí un sepulcral silencio por respuesta. Nada se movía, ni siquiera se percibía vaivén alguno de un respirar humano. Me acerqué al sillón apuntando con la pistola, y mi cuerpo saltó hacia atrás como poseído por un resorte automático. Sudaba como un cerdo. Me sentía estúpido, porque estas situaciones no eran nuevas para mí. Yacía mal colocada en el sillón, impávida, desnuda, blanca como el marfil, perfecta, bella en su frialdad: muerta. Solo había un pequeño detalle de color en aquella marfilada escena, un hilillo de sangre muy roja caía de la comisura derecha de una boca que una vez besé con ansia desesperada.
Me acerqué a la ventana cuyas persianas estaban levantadas y las cortinas apartadas, como si la escena que tenía ante mis ojos hubiera sido un escenario teatral contemplado por un público escogido. No había nadie en ese lado de la calle, ni las hojas de los árboles se movían. Tenía la boca seca y necesitaba un trago antes de decidir si llamar a la pasma o salir de allí como un rayo. (Zuriñe Vázquez)
Avanzamos. Ahora es el turno de Miguel Sanfeliu, de nuevo. Y estamos cerca del final.

Michael Collins: Castrato (1). Un país de dinero y museos


No fue un oportunista Michael Collins (seudónimo de Dennis Lynds) al crear a un detective manco, porque no lo hizo para llamar la atención sobre una particularidad que individualizara de manera exótica, sino para marcar un carácter: el de quien, pese al impedimento físico, consigue ser una persona completa en la vida y en el trabajo investigador. Fortune tiende a mirar lo que le rodea con ojos evaluativos, críticos, y nunca se deja llevar por sus problemas personales. Es uno más, aunque no tenga dos brazos. En "Castrato", Fortune busca a un hombre que ha desaparecido y lo va conociendo merced a las palabras con que lo van definiendo quienes lo han tratado. Uno de ellos es su propio hermano, algo mayor pero que parece cortado por el mismo patrón. Estamos en California, a finales de los 80 del pasado siglo. Collins retrata a una generación, a unos individuos con señas generacionales comunes. Así, Frank, el hermano del desaparecido, Billy Owen, como éste, es un tipo "puramente americano" que dice: "Luché en una guerra que se inventaron los políticos y que después perdieron sin consultarme. Volví a un país donde todo el mundo quiere convertirlo todo en dinero o meterlo en un museo, y no me gusta ninguna de las dos cosas." Que añade: "No necesito nada de nada, Fortune. Quiero que me deje en paz. Quiero salir, ponerme detrás del volante y conducir. Ningún sitio donde ir, nadie a quien responder, nada que hacer. Rápido y sin vínculos y tan libre como quiera. Dormir todo el día y beber toda la noche. Encontrar a Billy u olvidar a Billy. Pero haga lo que haga, lo haré yo solo, así que ¡piérdase!" Palabras y personaje que perfectamente podríamos encontrarnos en una novela de Richard Ford, en un relato de Raymond Carver, ya que ellos y Collins poseen un oído fino para el diálogo y unos ojos atentos que recogen lo que está presente en una sociedad, entre unas gentes que definen a una buena parte de esa sociedad. Y es que la novela negra, la buena, la que perdurará, es también gran literatura, amigos, y nada tiene que envidiarles a los relatos más celebrados de los más reputados escritores. Son otros caminos, pero igualmente válidos.

Robert Wilson: Los asesinos ocultos (1). En Sevilla


Robert Wilson es un autor que escribe para que lea mucha gente. ¿Es eso malo, es eso algo que le desprestigia? Claro que no. Wilson no es Scott Fitgerald, pero sus libros ofrecen mucho más que aventuras o investigaciones estereotipadas. Ahora que en España hay autores de best seller autóctonos y suplementos culturales como Babelia les prestan una sorprendente atención -cómo echo de menos épocas en que se apostaba por el riesgo, los nuevos valores sólidos, incluso las apuestas generacionales o de grupo, en fin-, ahora que tenemos varios premios de mucho dinero y con críticas firmadas por reputados profesores y estudiosos de la literatura, con vencedores como Prada, por ejemplo, que copan espacios que antes eran menores o destinados a la valoración claramente desdeñosa, creo que los empeñados en la tarea deberían leerse también novelas como ésta, una apuesta valiente desde el género para abordar temas actuales con un bagaje necesario y que demuestra interesante análisis y buena caracterización de los personajes y sus motivaciones psicológicas. Porque están los libros hechos para que se vea el talento despilfarrado del creador y los libros hechos para que se vea la honradez y el oficio del ejecutante. Este caso es el de Wilson, que quizá nunca ocupe un lugar destacado en los estudios de literatura de ningún país, pero viene dando una serie de obras muy interesantes, que se desarrollan en nuestra Sevilla y tienen a un inspector de policía español como protagonista, lo cual no es poco en una época de secretos da vincis, luchas esotéricas en la segunda guerra mundial, detectives que investigan con criterio independiente en la guerra civil española y demás. Con una prosa al servicio de la historia, algunos excesos achacables a la necesidad de hallar un espacio cercano a la originalidad, algunos personajes muy creíbles y unas buenas descripciones de la ciudad andaluza más conocida, Wilson apuesta por mostrarnos mucho de la vida interior de los personajes y sirve escenas en que la tensión atrapa al lector con una fuerza que ojalá tuvieran muchos libros más importantes. Y partiendo de ciertos tópicos, de algunas imágenes y sentimientos trágicos, envía algunos puñados de literatura que merece la pena valorar en su justa medida.

Este blog, en la revista Quimera


La satisfacción no la siento por el trabajo que yo pueda haber hecho, que sólo son aproximaciones, esbozos, tanteos, sino porque creo que hay un motivo mejor y de mayor alcance: en "la" revista de literatura española se selecciona un espacio dedicado a la novela negra (y al cine negro), se le presta la atención que se le niega siempre en los círculos académicos, en los suplementos, en los ensayos. Quizá no todo está perdido. Quizá pueda empezar a cambiar algo. Gracias a Quimera y a Jesús Casals. Nunca he tenido trato con nadie de la revista, así que me alegra que hayan llegado hasta este rincón. Y gracias a todos los que venís por aquí, amantes de este género o curiosos. La satisfacción tiene que ser más vuestra que mía.

Especialmente, vaya un recuerdo y un abrazo para dos personas sin las que este blog -que hace poco cumplió un año- seguramente no habría existido: Miguel Ángel Muñoz y Ninoska Mermoud-Santiago, autores de dos blogs indispensables.

Lawrence Block: Un baile en el matadero


Es una pena que novelas como ésta tarden tanto en ser publicadas en España. Ganó el premio Edgar y la protagoniza el detective sin licencia Matt Scudder, a quien dio vida en el cine Jeff Bridges ("Ocho millones de maneras de morir", una interesante película). Scudder se ocupa de un caso de asesinato cobrándole al hermano de la víctima, una mujer a la que acaso asesinó su propio marido, pero también investiga por su cuenta de dónde ha salido una cinta de vhs en la que hay una película snuff: un muchacho atado al que una mujer le hace el amor mientras un hombre le arranca los pezones, para empezar, y al que matan más tarde ante el ojo atento de una cámara. El tema es de los que estuvieron de moda hace algunos años, sobre todo a raíz de "Asesinato en 8 mm", con Nicolas Cage al frente. Me parece muy destacable la transparencia de este texto, cómo Block utiliza pocas escenas y de una forma muy certera, sin alardes de ningún tipo pero dando a la vez lecciones sobre cómo ha de ser una buena novela negra: personajes bien perfilados y creíbles, situaciones vistas en primera persona con una mirada clara y abundantes diálogos, muy logrados, como uno en que la amiga de Scudder, prostituta, le dice que acaso podría dejar de serlo si se casaran para, una vez hecha la proposición, arrepentirse de inmediato y decir que están bien como están. La lectura es fácil y la historia es sencilla, realista, sin giros llamativos y falsos, sin violencia a raudales, y se capta al lector con materiales dignos y nobles: los humanos y sus problemas.

Los sobornados (The big heat), de Fritz Lang


El gran cine, el gran arte siempre es generador de mitos, de admiradores que continúan, copian y hasta plagian. "Los sobornados" es una de las grandes películas de la historia del cine, muy imitada e inspiradora de tantas imágenes y personajes que vinieron detrás que necesitaríamos mucho tiempo y espacio para recopilar datos y citar títulos. La muerte de la mujer del policía, la rubia mala que saca su lado bueno a la luz, el gángster con buena imagen que maneja todos los hilos, los policías corruptos, los policías satisfechos de poder seguir actuando como verdaderos policías, el hombre solo que lucha contra todo lo que se ponga por delante para demostrar que la verdad sólo tiene una vía por la que transitar y una cara que ofrecer son elementos que hemos visto en infinidad de películas pero en ninguna con la intensidad, la economía de medios, la calidad con que los vemos en esta película maestra y generadora. Cuando el policía ha de salir de la casa en que vivió con su esposa -qué mirada de ese gran actor que fue Glenn Ford, perfecto en su papel -, cuando la mala muestra por primera vez su cara quemada, cuando el policía honrado ocupa de nuevo su escritorio tras volver al trabajo son momentos inolvidables, llenos de un dramatismo y una creatividad hipnóticos. "Estar sentada aquí pensando resulta muy duro para quien nunca ha pensado en nada", dice la mala, una frase antológica, llena de significado y de ese toque de magia y mixtificación que recorre todos los fotogramas de esta incomparable, inmarchitable creación que, partiendo de una novela de William P. McGivern, es una magnífica demostración de cómo se puede hacer arte con mayúsculas con una historia policíaca, negra, en la que hay un lugar para el amor, la violencia -medida, exacta-, la crítica, la reflexión y la apuesta por unos valores que nunca consiguen asentarse y permanecer intocados en nuestras sociedades manchadas por la corrupción y la avaricia. "Los sobornados" gana con el tiempo, es cada vez mejor y más necesaria. Sin investigación con sorpresas y continuos descubrimientos de cadáveres, sin exageraciones ni hipérboles idiotas, muy cerca de un cierto realismo crítico hammettiano, la considero una de las diez o veinte mejores películas de entre todas las que he visto.

P.D. James: " No apto para mujeres" (y 11). Crítica

Sigo creyendo en la utilidad de las novelas. Aunque las historias de ficción nos llegan a través de los más variados medios, aunque el cine parece haberle ganado espacio a la literatura, no dejo de sentir que la mayor verdad sigue brotando de los libros: más pura, más libre, completa. En una novela hay lugar para la meditación, el descubrimiento, para una introspección necesaria. Las novelas negras nos hablan de los seres que están al borde del precipicio humano, nos describen a la perfección sus pasiones y se centran en los momentos que pueden cambiar una vida para siempre. También nos sirven para comprender a los que no son como nosotros. Y lo que hay en nosotros de irracional. Pero las mejores novelas negras rompen los límites, tiran al lector de cabeza al precipicio, lo maltratan moralmente. P.D. James sabe que la novela ha de diferenciarse del cine, contar una historia pero a la vez profundizar en ella y en sus personajes, algo en lo que hasta ahora ningún arte ha superado a la novela. No hay en "No apto para mujeres" ningún personaje prescindible, presentado con descuido o a la ligera, porque la autora inglesa es ante todo una humanista que respeta a todos y cada uno de los seres a los que trata y conoce. Ésa es su primera lección, su primera verdad. La segunda es que el lector es un ser adulto, al que no cabe engañarlo ni manipularlo con una trama compleja y hueca ni con giros sorprendentes y zafios. Quien se acerca a un novela espera algo que sólo una novela puede darle, y James se lo da. Una detective privada que acaba de heredar una agencia y una pistola es contratada para investigar qué llevó al suicidio al hijo de un eminente científico. Sola, sin más experiencia que los consejos legados por su mentor y jefe, un ex policía, recurre a las entrevistas con los amigos del suicida y a moverse detrás de cada detalle que abra una vía por la que llegar a conclusiones. El caso se complica cuando intentan matarla tirándola a un pozo. Hay un asesino que está inquieto porque ronda la detective y decide quitarla de en medio. Es un tópico, pero a la vez es el reflejo de lo que piensa el criminal impune. La táctica no obedece sólo a la inteligencia humana: algunos animales hacen ruido en un lado para que salten su víctimas por el otro, donde las esperan los compañeros cazadores. La detective, Cordelia Gray, agita la superficie dormida de los hechos y entonces los ocultos salen y actúan antes de volver a la oscuridad. Cordelia resiste y las verdades salen como conejos de su madriguera. El éxito, las relaciones entre padres e hijos, la melancolía, el amor oculto y el amor imposible, la huella sangrienta del dinero aflora y todo cobra sentido: matamos para reafirmarnos. P. D. James nos dice, por boca de Cordelia:" ¿De qué sirve hacer el mundo más hermoso si las personas que viven en él no pueden amarse las unas a los otras?" He aquí la conclusión. Y yo les digo, amigos, que esta novela es, junto a "Sangre inocente", quizá la mejor de su autora, y sin duda una de las mejores que he leído jamás, dentro y fuera del género, porque no hay nada en ella que resulte excesivo, utilitario, gratuito, y porque late detrás de cada página un instinto de defensa de la validez del ser humano absolutamente conmovedor y genuino. Se publicó en 1972 y todas sus verdades permanecen altas y hermosas como las flores de un jarrón en un cuarto lleno de luz.

Recomiendo: la lectura de la ejemplar crítica que Ricardo Senabre firma hoy en El Cultural a propósito de la novela "La soledad del ángel de la guarda", de Raúl Guerra Garrido.

P. D. James: "No apto para mujeres" (10). La crueldad inadvertida.

El territorio de la novela negra tardó en ser transitado con asiduidad por las mujeres escritoras y hoy cabe pensar que son ellas las seguidoras más. P.D. James fue una de las escritoras que abrió el camino a la creación de detectives privadas con esta novela que os comento. Pocas y pocos han podido igualar el talento, la mesura, la inteligencia de la dama inglesa, que muy bien podría no haber escrito jamás una novela negra y, contando historias sin detectives ni policías, alzarse hasta el lugar reservado a los considerados maestros del arte de la ficción. P. D. James no eligió ese camino y no se equivocó, porque puede presumir ahora de haber alumbrado varias novelas que están en lo más alto. "Sangre inocente" no tiene nada que envidiarle a ninguna otra novela de autor alguno. Y "No apto para mujeres" es, sin duda, una de sus obras mayores. Quizá al tratarse de una novela criminal hay momentos en que leemos y no nos sorprendemos demasiado, porque esperamos que aparezca lo trágico, lo cruel en sus páginas. Pero hay fragmentos que se quedan en la memoria porque aunque aparecen en esta novela criminal están contados de una manera tan brillante y plástica que no quedan lastrados gracias a la inserción en los momentos adecuados de la historia. Un ejemplo: " Mientras se inclinaba hacia adelante para remover el café, Cordelia vio un pequeño escarabajo que corría desesperadamente a lo largo de uno de los pequeño troncos. Cogió una ramita de la chimenea y se la presentó para ayudarle a escapar. Pero eso confundió aún más al escarabajo, que dio la vuelta, presa del pánico, y retrocedió corriendo hacia la llama y fue a caer dentro de una grieta de la madera. Cordelia se preguntó si el animalito llegó a darse brevemente cuenta de su terrible fin. Encender un fuego con una cerilla era un acto trivial capaz de causar tal agonía, tal terror." Porque, amigos, la genialidad de James estriba en el punto de vista, en presentarnos esa tragedia vista por Cordelia, la joven investigadora de tan sólo 22 años.

P. D. James: "No apto para mujeres" (9). Sin complicaciones.

Prefiero este tipo de novelas a las que están llenas de complicaciones -en la trama y para el lector-, las novelas en que para llegar al culpable hay que dar muchas vueltas, pasar por multitud de preguntas -como si se tratara de una encuesta- y personajes y que embarullan, enmarañan y entontecen para luego, al final, quedarse con uno como en una tómbola, algo que ocurre tanto en las novelas de los epígonos de Agatha Christie como en los de los maestros estadounidenses. Cordelia se queda en la cabaña en la que apareció muerto el suicida y va a ver a algunos de sus amigos, regresa a la cabaña por las noches, deja durante el día una pistola en el exterior, disimulada entre las ramas de un sauco, que duerme junto a ella, cerca, por si la necesita. Hay dos ambientes: el exterior y la cabaña. Donde murió el muchacho y todo lo demás: los sitios que visitó, en los que estudió, amó, se desengañó. Una noche alguien espera a Cordelia, la enrolla con una manta y la tira a un pozo. Es una necesaria escena de violencia que le sirve a ella para saber definitivamente que el muchacho no se suicidó, que hay un asesino suelto. Pero P.D. James no inserta violencia gratuita, no acumula escenas de acción, sino que brinda algunas para recordarnos que estamos leyendo una novela criminal. A diferencia de tantos otros que se valen de la novela negra para embadurnarla de adrenalina y nervios, la autora inglesa la utiliza para hablar de las personas. Y hay emoción, hay aventura - elemento imprescindible para el lector - en la investigación, por supuesto, pero en una medida sabia y que aleja lo escrito de lo fácil y superficial.

P. D. James: "No apto para mujeres" (8). Descanse en paz

Cordelia habla con los amigos del suicida, va a una fiesta que organizan ellos para adentrarse aún más en sus ambientes y luego sigue una pista que la lleva hasta una viuda que está en el cementerio, limpiando de malas hierbas la tumba de su esposo. En la inscripción de la lápida aparece escrito el nombre del muerto, la fecha de defunción y también esa frase común en las lápidas de difuntos que abrazaron la fe católica. Y P. D. James introduce una meditación muy interesante: "Descanse en paz, el epitafio más corriente entre una generación para la cual el descanso debía de parecer el último lujo, la suprema bendición." Esto lo apunta la voz narradora de tercera persona, pero sabemos que atendiendo a la mirada de Cordelia, a su juventud, a su manera de ver las cosas una generación posterior y en tránsito hacia otras costumbres y otro tipo de epitafios. En nuestra sociedad, tan llena de contradicciones, con muertos en los telediarios que aparecen desmembrados, ensangrentados, con todo lujo de detalles, y en cambio trata asépticamente la muerte cotidiana, en la que mandan y dirigen las personas de la generación de Cordelia, las frases de despedida acaso sean parecidas pero está claro que las vidas de los que han de morir son en muchos aspectos muy diferentes, más aceleradas, menos intensas, y el fin último acaso no sea ya lograr el mismo descanso eterno, porque asociamos las pausas con la muerte y vivimos - nos hacen vivir - a ritmo de videoclip. Acaso el epitafio sea el mismo, pero las vidas han transcurrido sin duda a otro ritmo.

P. D. James: "No apto para mujeres". (7) Recuerdos como vívidos cuadros

Pero en la novela negra tiene que haber lugar para el esparcimiento, la alegría, las celebraciones. La novela negra es una manera de mirar el mundo, de percibirlo, de nombrarlo, de contarlo. Pero no es una mirada negra lo que define a las novelas de este género. La novela negra es contestataria, rebelde, es la novela de los que no se tragan las injusticias como pastillas, de los que sienten dolor ante las desigualdades, de los que creen que aún se puede hacer algo. Y no está llena de seres entristecidos, oscuros, resentidos, amargados. Se puede denunciar con una media sonrisa, se pueden señalar las causas de los desastres humanos y sociales sin escupir grisura. Hay en las mejores novelas negras un difícil equilibrio de desdicha y felicidad. "Posteriormente, Cordelia recordaba la excursión por el río como una serie de breves pero vívidos cuadros, momentos en los que la vista y el sentimiento se fundían y el tiempo parecía detenerse momentáneamente, mientras la imagen, iluminada por el sol, quedaba impresa en su mente. La luz del sol brillando sobre el río y dorando el vello que cubría el pecho y los brazos de Davie; Sophie levantando el brazo para secarse el sudor de la frente, mientras descansaba un momento después de utilizar la vara con que, apoyándola en el fondo del río, hacía avanzar la batea; hierbas de un verde negruzco arrastradas por la vara desde las misteriosas profundidades, que se retorcían sinuosamente por debajo de la superficie del agua; un ánade que movía su blanca cola antes de desaparecer en las agitadas aguas verdes."

P. D. James: "No apto para mujeres". (6) Dos caras.

La cabaña donde vivió sus últimos días el muchacho ejerce una irresistible atracción en Cordelia. A cambio de habitarla, trabajó haciendo labores de jardinero, aunque su padre es un hombre rico. Cordelia ve allí cosas que conectan con su propio mundo interior. "Se alejó de la cabaña con una sensación parecida al pesar, como si abandonara su hogar. Era, pensaba, un lugar curioso, de atmósfera pesada y que mostraba dos caras diferentes al mundo, como facetas de una personalidad humana. El norte, con su ventanas barradas por las plantas espinosas, la mala hierba que crecía junto a la cabaña, con su siniestro seto de alheña, era un ominoso escenario de horror y tragedia. En cambio, la parte trasera, donde él había vivido y trabajado, despejando y cavando el huerto y atando las escasas flores, donde había escardado el sendero y abierto al sol las ventanas, era un lugar apacible como un santuario."

P. D. James: "No apto para mujeres" (5). Niño autista.

No es P. D. James una autora considerada grande, porque nunca se se enaltece al que entretiene su vida y sus creaciones con la literatura de masas. No se puede aceptar cuando se escriben muchas novelas. Parece que lo indicado es parir un libro cada cuatro o cinco años: el período de gestación de los genios. Vale. No diré que la saga de Dalgliesh esté trufada de obras para enmarcar, pero eso no ha de impedir que nos centremos en algunas que pueden merecer un lugar en el altillo de nuestra biblioteca y abandonen así los bajos fondos. Admiro en esta novela la capacidad de la escritora inglesa para sugerir temas. Nunca me han gustado las novelas solipsistas, las que son una variación sobre un mismo y único tema. Prefiero las novelas abiertas, porosas, con las ventanas abiertas, sujetas a un patrón narrativo pero con oídos para el momento en que se están escribiendo, que recogen las inquietudes de su época. Porque hay cosas que nos preocupan y lo harán siempre. James habla de la juventud de los años setenta del pasado siglo, capta sus inquietudes y, con mucho acierto, nos las traslada con más de un punto de vista expuesto, con verdadera mentalidad abierta y dada al debate. El tema es el autismo. Una chica que conoció y de alguna manera quiso al suicida le habla a Cordelia:

-...Estaba Gary Webber, por ejemplo. Quisiera hablarte de él. Explica muchas cosas con respecto a Mark [el suicida]. Se trata de un niño autista, uno de esos autistas incontrolables, violentos. Mark lo conoció a él y a sus padres y a sus otros dos hijos en Jesus Green, hará un año. Los niños estaban allí jugando en los columpios. Mark le habló a Gary y el niño le respondió. Los niños siempre lo hacen. Se comprometió a visitar a la familia y a vigilar a Gary una noche por semana para que los Webber pudieran ir al cine. Durante sus dos últimas vacaciones se quedó en la casa cuidando él solo a Gary mientras la familia en pleno se iba de vacaciones. Los Webber no podían soportar la idea de mandar al niño al hospital. Ya lo habían intentado una vez y no resultó. Pero se sentían perfectamente felices dejándolo con Mark. Yo solía ir algunas tardes a verlos. Mark sentaba al niño en su regazo y lo balanceaba hacia atrás y hacia adelante durante horas enteras. Era la única manera de poder calmarlo. No estábamos de acuerdo con respecto a Gary. Yo pensaba que estaría mejor muerto y así se lo dije. Todavía pienso que sería mejor que se muriese, mejor para sus padres, mejor para el resto de la familia, mejor para él. Mark no estaba de acuerdo. Recuerdo que yo le decía: "Bueno, si crees que es razonable que los niños sufran para que tú puedas disfrutar de la emoción de aliviarles..." Después de eso, la conversación se volvió aburridamente metafísica. Mark dijo: " Ni tú ni yo estaríamos dispuestos a matar a Gary. Él existe. Su familia existe. Ellos necesitan una ayuda que nosotros podemos darles. No importa lo que sintamos. Las acciones son importantes, los sentimientos no."

Cree uno estar leyendo a Graham Greene...