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Ross Macdonald: El otro lado del dólar




   Gran novela, ya de la época más madura y más consistente de la serie dedicada al personaje Lew Archer, en la que sin duda la tragedia griega y el psicoanálisis son las piedras angulares de la historia, El otro lado del dólar es también una obra maestra del género, una de las más grandes novelas negras que se han escrito. El último diálogo podría servir de ejemplo de lo anotado más arriba. La emoción, la cultura bien asimilada, la crítica a un mundo y una sociedad desviada en sus valores y cimentada en las clases dominantes, las que poseen más dólares brillan con toda su fuerza y su máximo esplendor. Pero es que, además, a lo largo de todo el texto pueden encontrarse vibrantes ejemplos que justifican mi antigua afirmación y mi actual afirmación: Ross Macdonald es el estilista de la novela negra. Veamos algunos ejemplos: 

La llovizna flotaba en el aire como una forma visible de la depresión.
Su voz se había humanizado, como si hubiera llegado a un nivel más profundo en el conocimiento de sí mismo.
La cara de su mujer estaba inclinada sobre el vaso como una luna muerta. 
En la hojas muertas, bajo los robles, el agua susurraba y crujía, liberando olores y recuerdos. 
Seguí a lo largo de la calle, mirando las ventanas de las casas de empeño, con su botín de vidas arruinadas. 
Un sinsonte ensayó algunas notas vibrantes, como un corazoncito hecho de sonidos tratando de latir, y luego se calló.
en la carretera, en ese mundo anónimo de luces rápidas y oscuridad. 

Son ejemplos escogidos y no aislados que ilustran la perfección de este texto sugerente, sabio y sensitivo que Macdonald pone al servicio de la narración de un investigador que no es uno más, sino el más convinvente, el más creíble, el más real que ha dado la literatura negra. 
El otro lado del dólar no es quizá tan perfecta y completa como El largo adiós, de Raymond Chandler, la gran referencia de la novela negra, pero tiene muchas cualidades que la hacen estar en lo más alto del olimpo negro: la trama es compleja, pero con mucho sentido, cada personaje tiene un papel y un espacio perfectamente medido, tanto en sus intervenciones en el pasado como en el presente de la historia que se nos cuenta; el humanismo del narrador, Lew Archer, no es forzado nunca, así como tampoco su deseo de verdad, de saber para quedarse tranquilo, pues por algo no se siente prisionero del dinero y sí deudor de lo auténtico y lo sincero; las queridas historias familiares a las que tanta atención prestó Macdonald sirven aquí para hablarnos de la identidad, del miedo a estar solo y del ansia de estar solo, de la jerarquía y de la imposición que el dinero efectúa entre los que que viven juntos; la crítica a una sociedad pocas veces ha encontrado tan buen equilibrio y tanto tino, por boca de uno de abajo que trabaja para los de arriba, y pocas veces tanta ecuanimidad.
    La novela negra parte de materiales casi de derribo, del melodrama, de la serie b, pero solo en manos de grandes autores levantó el vuelo y entró en las universidades y forjó nuevos mitos y nuevos hitos. Ross Macdonald, como antes Hammett y Chandler, elevó a lo más alto de la literatura -sin etiquetas- los sueños y las frustraciones de una parte de la sociedad en que vivieron, y aunque nadie osaría jamás ponerlos a la altura de Scott Fitzgerald, Hemingway, Steinbeck o Dos Passos, no os quepa duda de que no les andan muy a la zaga. Son siete autores sin los que no se entendería el siglo XX en literatura, con su violencia y su afán por la posesión y sus profundos conflictos familiares y su cambios vertiginosos y no tan fáciles de asimilar. Hicieron la crónica mediante el uso de la palabra escrita y la imaginación honrada. Serán siempre, para cualquiera, una valiosísma fuente de información para saber qué latía dentro de los pechos y las mentes de los que vivieron en aquel siglo, y un ejemplo a seguir para los escritores que están y que vendrán.

Ross Macdonald: La piscina de los ahogados (5). Un joven malo.

 


   Archer actúa por su cuenta. Sabe, tras algunas pesquisas, dónde está el muchacho al que se acusa de haber matado a la suegra de su clienta y lo prende y decide viajar de un estado a otro para entregárselo a la policía. Le paga a un joven Dostoievski demasiado aficionado al juego para que conduzca el coche y se sienta detrás, con el revólver descansando en una pierna. El muchacho apresado se duerme, con la cabeza apoyada en el cristal, pese a la proximidad a la cárcel: "Me incliné hacia adelante. Reavis se había deslizado en el asiento, con los brazos y hombros extendidos sobre él, y las piernas bajo el tablero y presionando contra el suelo [del auto]. Su cuerpo estaba fláccido y parecía como muerto. Por un instante temí que lo estuviera, que toda su vida se hubiera escurrido por la herida ocasionada a su ego." La riqueza creativa, la calidad de las imágenes de la novela es incesante, siempre de altura, como si hubiera sido escrita en estado de gracia, ya que no hay una sola página en la que no encontremos algo para subrayar, para repetir en voz alta, para memorizar o citar más tarde.

Ross Macdonald, el mejor autor de novela negra

   


   La grandeza de la obra de Ross Macdonald es fácilmente constatable en libros como El hombre enterrado, La forma en que algunos mueren  y El otro lado del dólar, pues en todos ellos brilla intensamente la capacidad de observación de ese gran maestro de la narración que fue el autor californiano. Si hiciéramos un censo de personajes de todos sus libros veríamos que no se limitó a un círculo cerrado ni a una clase social ni a un tipo de personajes tan solo, sino que se preocupó por indagar y reflejar lo que cualquier hombre de su época vio si quiso ver. A ese esfuerzo y esa claridad de visión y de síntesis hay que unir un espíritu crítico saludable e inconformista, que avanza y no se queda atascado, ya que el paso del tiempo es indudablemente visible en Lew Archer y en la sociedad que lo rodea, y Macdonald incorpora los cambios, las obsesiones y las frustraciones que definieron a su país a lo largo de las décadas por las que se mueve Archer mientras investiga y resuelve sus casos. Si a los logros anteriores le sumamos una influencia muy bien digerida y muy bien plasmada del psicoanálisis y un abordaje duro y sincero de las relaciones humanas y familiares, se verá por qué considero a Ross Macdonald el mejor escritor de novelas negras, por encima de Chandler -que tiene en su haber la mejor novela, el clásico imperecedero, esa gran novela titulada El lardo adiós, pero un conjunto desigual detrás- y de cualquier otro. 

Ross Macdonald: La piscina de los ahogados (4). Máquinas de juegos.

   Las investigaciones de Archer ocurren en un corto espacio de tiempo, pero son muy intensas. Viaja mucho y conversa con muchos desconocidos hasta llegar a las personas involucradas en el caso, sin descansar apenas y manteniéndose despierto con café y su buen humor, que nunca es cinismo, algo que sí destila el Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán. Archer, por el contrario, reprime algún puñetazo porque quiere seguir mirándose en el espejo, aunque el destinatario sea un tipo que ha colaborado para meterlo en problemas. Archer es siempre juicioso y mide muy bien sus pasos y detrás del sincero y adecuado lirismo de sus narración late una verdad que se corresponde con sus actos. En un bar observa a una mujer a la que estaba buscando y espera la oportunidad de abordarla. Y cuenta de una manera original, transparente y llena de creatividad en la que laten las palabras, pero siempre laten al servicio de las personas, sus sentimientos, sus frustraciones, jamás laten en su propio beneficio, para parecer bellas por sí mismas y para sí mismas.


El barman la abordó:
-¿Algo para ti, Elaine?
Ella arrojó un billete sobre la agujereada superficie de madera.
-Veinte monedas de veinticinco - gruñó con una voz alcohólica que no era desagradable-. Para cambiar.
-Tu suerte puede cambiar - dijo él con una sonrisa insincera-. La máquina con la que has estado jugando está cargada para pagar todo el tiempo.
-¿Qué diablos importa? - dijo inexpresivamente ella. -Lo gané fácilmente, que se vaya fácilmente.
-Sobre todo, se va fácilmente - le dijo el muchacho que estaba junto a mí a la espuma de cerveza del fondo de su vaso.
Mecánicamente, sin ninguna excitación y sin el menor signo de interés, la mujer puso las monedas, una por una, en una máquina cercana a la puerta. Parecía alguien llamando telefónicamente a larga distancia a algún otro que estaba muerto desde hacía años. Algunos dos y cuatros, un solo doce, estiraron su dinero. Volvieron como algo natural. Jugaba con la máquina como si fuera un instrumento mudo hecho para expresar la desesperación.

Ross Macdonald y Lew Archer

En El País, escrito por Juan Carlos Galindo, un exacto y muy bien documentado retrato de Lew Archer. Aquí. 

Ross Macdonald: "La piscina de los ahogados" (3). Descripción de una mujer.

   No afirmo gratuitamente, ciegamente que Ross Macdonald es el mejor escritor de novela negra. Aporto explicaciones, ejemplos. El presente ejemplo es la descripción de una mujer. En palabras de Archer. Subjetivas, líricas en muchas ocasiones son las palabras del detective privado creado por Macdonald. Veamos este ejemplo:
La tercera persona de la mesa era una joven de cabello ceniciento que llevaba un túnica blanca y plisada. Cuando inclinó la cabeza, su corto cabello brillante cayó hacia adelante enmarcando castamente su rostro como una toca.
...Eché una rápida mirada a la mujer para confirmar mi primera impresión. Su atmósfera era como oxígeno puro: si se respiraba profundamente podía causar vértigo y alegría, o podía envenenar. Tenía unos ojos melancólicos, bajo largas pestañas, y mejillas ligeramente hundidas, como si se hubiera alimentado de su propia belleza. Sus carnes tenían ese levísimo exceso que hace que los hombres sigan a una mujer por la calle.

   Vemos perfectamente al personaje. Macdonald, con un par de comparaciones -la más hermosa de las figuras literarias, en mi opinión, la más rica, pues pone en relación dos elementos inesperados- y un par de imágenes plenas, algo hiperbólicas -elemento requerido por el tipo de novela y muy adecuado- nos ha puesto delante a una mujer que puede o no recordarnos a otra que conozcamos, pero que seguro que ha adquirido presencia, se ha corporeizado.

Ross Macdonald: "La piscina de los ahogados" (2). Jóvenes prostitutas.

El caso se complica, como suele ocurrir cuando Archer aparece. La suegra de su clienta aparece muerta en la casa, ahogada en la piscina. A continuación, Archer oye discutir al matrimonio, ella dice que se va, él le pega, él le ruega que no se vaya y no lo deje solo y luego ella lo consuela. Por si se trata de un asesinato, Archer va tras Reavis, el chófer de la familia, al que ha conocido y que le ha abandonado en medio de una conversación en un bar en cuanto ha aparecido la policía. Habla con una de sus amigas, una muchacha que ejerce la prostitución, en la caravana en la que vive.

-En cierto modo me gusta usted, señor. ¿Habría algo que yo pudiera hacer?
Sus pechos se erguían como los cuernos de un dilema. Me apresuré a pasar junto a ella...
-¿Cuántos años tiene, Gretchen? - pregunté desde la puerta.
Ella no me siguió hasta la puerta.
-No es de su incumbencia. Unos cien, aproximadamente. Por el calendario, diecisiete.
Diecisiete. Un año o dos más que Cathy. Y tenían en común a Reavis.
-¿Por qué no vuelve con su madre?
Su risa resonó como papel desgarrado en una cámara con eco.
-¿Volver a a Hamtramck? Ella me abandonó en la Sociedad de Beneficiencia Stanislaus cuando obtuvo su primer divorcio. He vivido por mi cuenta desde 1946.
-¿Cómo se las arregla, Gretchen?
-Como usted decía, lo paso bien.
-¿Quiere que la lleve de vuelta al local de Helen?
-No. Gracias, señor. Tengo bastante dinero para vivir una semana. Ahora que sabe dónde vivo, venga a verme de vez en cuando.
Esas palabras despertaron un eco que duró cincuenta millas. La noche estaba llena de las voces de muchachas que dilapidaban su juventud y se despertaban aterrorizadas a las tres o las cuatro de la mañana.

Archer está de nuevo inmerso en un caso criminal que vuelve a ser también el escenario de una tragedia que supera ampliamente los -para otros- estrechos límites de la novela policial.

Ross Macdonald: "La piscina de los ahogados"




   Archer es un observador. Es un hombre que se pasea entre sus semejantes y los mira y se interesa por ellos, lee sus gestos y en sus caras. "Cuando la muchacha mencionaba a su padre, como hacía con frecuencia, su boca se ablandaba y sus manos permanecían quietas. Sin embargo, cuando él subió a la galería, pocos minutos después, junto a Marvell, ella lo miró como si le tuviera miedo. Sus dedos se entrelazaron y permanecieron tensos." Archer ha recibido la visita de una mujer cuyo marido ha recibido un anónimo en que se le advierte que su esposa, la cliente de Archer, no le es fiel: frase en desuso pero válida para el año en que se publicó la novela: 1950. Ella ha interceptado la carta y quiere que Archer descubra al autor del anónimo. Fingiendo ser un agente que trabaja para alguien de Hollywood, visita la casa de la familia, medio interesado en las dotes de actor del marido, algo desganado y frío, como correspondería a la actuación de tal personaje inventado. Algo va a pasar, todo va a pasar. Archer es un catalizador, una pieza en un engranaje que está en marcha y que con él en funcionamiento nos va a deparar sorpresas y acción, tanto dentro como fuera de los personajes.

Ross Macdonald: La mueca de marfil ( y 5). Crítica

En La mueca de marfil, Archer trabaja por el dinero pero sobre todo para ayudar a dos inocentes. Hay varios asesinatos, él entra en el caso engañado y poco a poco va descubriendo los motivos: las pasiones humanas que nos hacen débiles ante el dinero, el poder, y también ante nuestras propias, inconfesadas debilidades. Porque de eso se trata también en las novelas de Macdonald: de saber más sobre hombres duros pero también sobre hombres aparentemente blandos, autocompasivos, que no salen de sí mismos sino para causar mal. El asesino es a veces un tipo bueno que se defiende, puede ser un tipo que nunca planeó asesinar, incluso puede ser un hombre piadoso que no acepta que se pongan en duda públicamente sus íntimas debilidades, sus zozobras secretas, sus amores fracasados.
Archer investiga con el tiempo a su favor, sabiendo que maneja las horas y que inexorablemente los errores de los asesinos le llevarán hasta la verdad. Por eso hace muchas preguntas, por eso habla con todos los implicados, por eso remueve y espera y luego salta, corre. Macdonald llena la narración en primera persona del detective Lew Archer de un lirismo genuino, que aproxima la historia al teatro griego y a su concepto de la tragedia. Con muchas comparaciones iluminadoras, con descripciones que alumbran y personajes que se mueven como en un decorado móvil lleno de luces de las que nunca pueden escapar, esta novela no se apunta al jeroglífico policíaco sino al camino de la indagación freudiana, recorre sendas llenas de pulsiones y deseos y miedos y actos que justifican, tapan o determinan para siempre. Porque el pasado es fundamental en las obras protagonizadas por Archer: está acechando, como un animal dañino, al borde de la vía por la que se mueven en el presente los personajes, acechando porque está lleno de maldad y de hechos que cuando se descubran obligarán a crear más maldad, más muerte, más dolor.
La mueca de marfil es una de las grandes obras de la literatura negra, un clásico que tiene todos los ingredientes de lo que llamamos la época clásica: un detective, asesinatos, asesinos por descubrir, bellas mujeres malas, almas inocentes encarnadas en muchachas que padecen siendo nobles y buenas. Y es un clásico porque, además de tener los ingredientes necesarios, Macdonald aporta una mirada única, una intensidad inigualable y una creatividad digna de un estilista mayor, que se traduce en un texto plagado de aciertos y de imágenes inolvidables. Y una sensación persistente de que estamos leyendo una novela, de que es ficción, pero nos toca, nos cosquillea, nos hace ver cosas de nosotros mismos de cuya existencia no siempre nos sentimos orgullosos.

Ross Macdonald: La mueca de marfil (4). Enfermedades psicosomáticas

Si la importancia de Chandler estriba en su mirada crítica y romántica hacia una sociedad en la que el capitalismo negaba la posibilidad del romanticismo y la fraternidad, la de Ross Macdonald es innegable en su análisis profundo del ser humano, en su mirada en la que no falta el análisis dimanado de las teorías y preocupaciones freudianas, de tal manera que lo que se nos muestra es una inmersión en las causas y motivos que llevan a las personas a huir, ocultarse, morir. Lew Archer es un personaje creado para indagar, para hacer que las ideas se confronten. Si Chandler es importante en la literatura del siglo XX, no menos necesario es Macdonald, que en posteriores novelas abordó temas como el dinero negro, la quema de bosques, los vertidos de petróleo en el mar. La diferencia en la valoración general de uno y otro -Macdonald escribe mejor que Chandler, tiene un instinto social y de denuncia más pronunciado que el de Chandler- acaso sea debida a que muchos escritores han seguido la línea romántica de Chandler, se han quedado en la superficie de sus logros y los han imitado -idolatrando, creando ídolos, figuras - porque son aparentemente más literarios, son más aceptados y mejor vistos gracias al romanticismo que destilan. En cambio, Macdonald es más difícilmente clasificable y etiquetable, sus novelas apuntan más hacia adentro y requieren imitadores más dotados para el buceo psicológico y el inconformismo social. Macdonald no es un romántico, Lew Archer no es un romántico, porque en un mundo lleno de abusos, de trampas económicas, de engaños interesados, de falsedades cómplices y desengaños que desembocan en el cinismo o la autodestrucción no se puede ser romántico. Chandler está etiquetado, puesto en un anaquel. Macdonald, aún por descubrirse en sus mayores logros, sigue suelto, incordiando, regalando meditaciones como ésta, escrita en los Estados Unidos en 1952:


-Yo no diría nervios- Benning cobraba nuevas dimensiones a la luz de sus conocimientos superiores-. La personalidad total es la causa de los males psicosomáticos. En nuestra sociedad, un negro, en especial una negra con buena preparación, como la señorita Champion, está sujeto frecuentemente a frustraciones que pueden conducir a la neurosis. Una personalidad fuerte convertirá a veces la neurosis incipiente en síntomas físicos. Lo planteo crudamente, pero es el caso de la señorita Champion. Se sentía oprimida por su vida, por así decirlo, y su frustración se expresaba en una opresión abdominal.


Los negros y su frustraciones, en esa época, defendidos por un blanco del sur. Valiente, comprometido, un autor digno de los mayores elogios.

Ross Macdonald: La mueca de marfil (3). Sábado a la noche

Fui a la barra que ocupaba por entero la pared izquierda del bar. Las mesas a lo largo de la pared opuesta estaban ocupadas y la barra llena de bebedores de sábado a la noche: soldados y chillonas chicas negras que parecían demasiado jóvenes para estar allí, mujeres maduras de expresiones duras con permanentes, viejos recobrando la juventud por milésima vez, prostitutas de ojos de asfalto trabajando para ganarse la vida con trabajadores borrachos, algunos fugitivos de la parte alta de la ciudad ahogando un yo para que naciera otro. Un griego grandote dispensaba, al otro lado del mostrador, combustible, afrodisíacos, narcóticos, con una melancólica sonrisa permanente.

Ross Macdonald: El escalofrío




Ningún autor de novela negra ha llegado a mostrar la profundidad psicológica de Ross Macdonald en la creación de personajes ni ha alcanzado la la perfecta simetría de las historias de este maestro estadounidense. Macdonald es el mejor escritor de novela negra porque en sus obras la literatura es la primera exigencia, la literatura de calidad, que se presenta a través de una prosa impresionista y bellísima, llena de imágenes lúcidas, poéticas, sensibles e imperecederas. El conjunto de novelas dedicado al personaje de Lew Archer es superior al de Chandler y Marlowe, que cuenta con una obra maestra y varias menores y una incluso bastante menor, mientras que el ciclo Archer no presenta ninguna caída y dos o tres obras de altísima calidad. Chandler alzó una obra maestra y alrededor varias de entidad menor que constituyeron el camino para llegar a la cumbre y también una pendiente de bajada abrupta. Macdonald, a quien vituperó Chandler acosado por los celos profesionales, legó un conjunto que invita a la lectura continuada y a apreciar un cuadro amplio de la vida californiana del pasado siglo centrada ante todo en las familias y sus secretos, en el amor destructivo y en los hijos con mala suerte. 
El escalofrío es una novela con una gran carga psicológica, que hunde sus raíces en el psicoanálisis sin máscaras ni subterfugios. Archer va dejando de lado las armas de fuego y los puños para afilar sus preguntas, indagar con su mente y su presencia invitadora y su paciencia y su deseo de saber qué motiva a querer y a odiar. Sus inquietudes son universales, sus procedimientos no tanto: la búsqueda de la verdad le expone al dolor ajeno, al padecimiento fuerte y concluyente de algunos que atesoran secretos y miedos a partes iguales, que lo manchan con sus dudas y sus actos no siempre perdonables. Archer, a diferencia del terapeuta, entra en las aguas del sufrimiento de quien habla y se expone ante sus ojos, Archer se compadece y toma un camino u otro porque apuesta por devolverle a alguien su buen nombre, porque le duelen las mentiras que dañan a los inocentes. Y, como no es un héroe, no siente que al caer el último velo ha triunfado: cada caso que se cierra es un nuevo mazazo, más leña en la hoguera de los odios y las insidias, las asechanzas y la crueldad humana. Archer, personaje que tanto le debe a la tragedia griega, cuando acusa sabe que una parte de sí mismo también está siendo expuesta y sacrificada, porque todos somos lo mismo aunque no hagamos lo mismo, aunque no nos condenemos sino individualmente por culpa de nuestros errores individuales. 
Novela de amor, de loco amor, novela de apasionado amor, de destructivo amor, novela que sin el amor no se entendería, El escalofrío es una novela que no tiende trampas, que no encierra misterios que se develan al encontrar un plano misterioso o tras adentrarse en pasadizos ocultos, no tiene personajes antisistema ni fragmentos fantásticos, no puede aparecer como rabiosamente actual porque fue escrita para ser sincera, sin añagazas ni pinceladas interesadamente bañadas con la pátina de la actualidad, y constituye una apuesta por una verdad enteramente humana y a ella fía todo su valor como creación, algo que en otra época tanto hacía escribir a los críticos y a los estudiosos. Quizá por eso tiene tanta pinta de ser eterna.


Frases de la novela:


Me conmovió su belleza ligeramente huraña. 

Su voz tenía un campanilleo administrativo y sus modales mostraban la pesada desenvoltura de un político, que oscila entre la amenaza y la lisonja. 

Estaba en esa edad en que todas las cosas hieren. 

Sus grandes ojos deshonestos que trataban de ser honestos. 

(Traducción de Adriana T. Bó)

Ross Macdonald: La Wicherly


Novelas como La Wycherly prueban que Ross Macdonald es el mejor escritor que ha tenido el género negro. El libro lo publicó Alfa hace casi 30 años y no ha sido reeditado. Espero que RBA, la editorial que está trayendo de nuevo al público lector los libros del gran maestro de la novela negra, lo remedie. Si comparásemos esta novela con el grueso de lo que se publica hoy en día, con lo más destacado y lo más laureado, tendríamos la impresión de mirar a niños al lado de un hombre: por talla intelectual, moral y literaria. Porque en Ross Macdonald la novela negra es la expresión de los males más hondos del hombre, de sus problemas y sus secretos más profundos e irresolubles, de sus gritos de pánico cuando su esencia humana se halla ante el precipicio de los sentimientos definitivos. Así, matar y amar no se diferencian tanto, pueden confundirse, y basta un segundo de locura -o de irremediable lucidez- para matar o matarse. La novela negra de Ross Macdonald, como digo siempre, es la tragedia griega en el siglo XX y entre ricos, familias destrozadas y padres e hijos que no han sabido comunicarse, entenderse, amarse. A diferencia de casi todo lo que se publica actualmente, la novela negra de Ross Macdonald no es una excusa, no es una moda, no es un producto ni un eco vano de lo hecho en el pasado.
La Wycherly (1961) es un paso adelante en la carrera de Macdonald porque la indagación en el alma humana es más certera y afilada que en anteriores obras, porque contiene un final contracorriente y una confesión en la que hay una semilla shakespeariana innegable y muy bien asumida, no trasplantada por las bravas, sino perfectamente entendida y sembrada, cultivada y crecida en otras manos y en otra mente creadora que no por expresarse dentro de un género rebaja la integridad y la verdad de cuanto dice y propone. Macdonald escribe novela negra porque en este tipo de obra la violencia no resulta extraña, se puede hablar de asesinatos y de conductas inconfesables con la voz apropiada, nada religiosa ni sermoneadora ni lánguida ni catastrófica ni sensacionalista: desde el umbral de las cosas. Y su corpus novelístico, insisto, es el mejor que se nos ha ofrecido, ya que Chandler nos legó la novela más grande del género -El largo adiós-, pero también otras más flojas y sin atisbos de genialidad; ya que Hammett se marcó unos límites demasiado precisos y su behaviorismo lo perjudicó.  De los tres grandes, Macdonald es el que más insistió, el que más fe mantuvo, el que más lejos llegó. 
Hay en La Wicherly, por supuesto, aún rasgos del primer Macdonald y de lo pulp, como golpes con los que se desmaya al detective u oídos al otro lado de puertas para captar conversaciones decisivas, pero lo que distingue al mejor Macdonald no falta y brilla con mucha fuerza: la convicción de Lew Archer de que cuando te ha tocado una historia has de seguir hasta el final, caiga quien caiga -eso tan antiguo que se llamaba honestidad, deseo de saber la verdad, participar de ella-, la sensibilidad finísima del narrador que, mediante agudas y nítidas comparaciones, va cargando el texto de valor y de lirismo, a la vez que de sentimientos nada impostados, firmes y con raíces; la soberbia capacidad fitgeraldiana y hemingwayana del autor para diálogos de gran altura -el que mantienen casi al final de la novela dos amantes en la cama ya lo quisieran para sí muchos guionistas y muchos otros novelistas- y la concepción de personajes poderosos con pies débiles, vistos de frente y limpiamente; la apuesta decidida por la crítica y el cuestionamiento de valores en un momento en que la sociedad estadounidense pujaba por estar en los más alto del mundo, exportando valores y creencias -escribe Macdonald: La seguridad. El gran sustituto norteamericano del amor-; la convicción absoluta de que la novela es el mejor vehículo para exponer las contradicciones del ser humano, sus miedos y sus frustraciones -de un paciente con una enfermedad coronaria se dice en el libro: Se tocó el pecho delicadamente, como si encerrara a un animal enfermo que podía morderle-: como catarsis, como método de comprensión y asunción.   

Ross Macdonald: La mueca de marfil

Ross Macdonald es un gran escritor, un fino estilista que llena las novelas de agudas comparaciones, de reveladoras comparaciones (algo que no desaparece cuando el texto es traducido a otras lenguas, que une dos ideas o dos imágenes y me parece un acierto cuando se maneja con la gran maestría de que Macdonald hace gala), de bellas comparaciones. La prosa es límpida, fácil de leer, pero se nota que está muy trabajada, que no es producto de un autor que escribe con piloto automático, sino que pule y encauza la creatividad para huir del barroquismo y de la oración larga mediante la utilización del adjetivo preciso, que a veces sustituye a varias palabras y evita la subordinada, elimina el exceso de palabrería y de vano lucimiento sin por eso restarle a la narración ningún tipo de información ni de color. Un muchacho negro con bañador amarillo lava con una manguera un cupé Ford desteñido que está "estacionado bajo un pimentero en el camino de entrada a una casa de una planta con galería" y una chica negra se le acerca: "Él sonrió cuando la vio y le arrojó, con un golpe de muñeca, rocío de la manguera. Lo esquivó y corrió hacia él olvidando su dignidad. Él rió y dirigió el chorro hacia arriba, directamente al árbol, como un surtidor de risa visible que me llegó en forma de sonido medio segundo después". Así narra Lew Archer, así escribe Ross Macdonald, autor que, sigo diciéndolo, es el mejor que ha dado este género, pues consiguió dar un paso más y logró llevar un poco más adelante la novela negra tomando el testigo de Hammett y Chandler.

Ross Macdonald: Los maléficos

Pocas veces una novela negra ha llegado a una altura creativa tan alta y tan digna de celebración como "Los maléficos". Ross Macdonald inició el nuevo camino pensado para su detective Lew Archer alejándolo de los tiroteos, de las exhibiciones de músculo y fuerzas tan proclives al género. Lo llevó al territorio de Dostoievski, donde se habla de maldad humana, de deseos humanos, de pasiones humanas, de frustraciones del ser humano. En las páginas finales de "Los maléficos" hay un asesino al que entendemos, al que comprendemos gracias a la calidad literaria con que está escrito este libro; un asesino que se explica y nos explica cómo ha llegado a convertirse en asesino y al hablar lo hace de sí mismo, pero también, y eso es lo más importante, de todos nosotros, que no somos asesinos pero sí compartimos con él un fondo de tristeza, de pérdida, de nostalgia inherente al ser humano que en unos se nota más y en otros menos pero en ninguno falta. Nacemos así, nos dice Macdonald mediante el relato del asesino, y nuestra obligación es conocernos, informarnos, saber cómo se llega a donde cada uno finalmente llegamos, llevados por nuestras motivaciones, nuestros instintos, nuestros miedos. La benigna influencia dostoievskiana toma cuerpo de manera ejemplar y honesta y "Los maléficos" se convierte en una de las novelas imprescindibles del género. La corriente freudiana, la indagación en los motivos que generan la culpa y el egoísmo laten aquí con una fuerza imparable y se muestran bajo una luz que no ciega y sí sirve para ver más claro y mejor. Como muy bien señala Rodrigo Fresán en el prólogo de "El expediente Archer", a Ross Macdonald se le echa de menos en esta época de asesinos en serie monolíticos y asociales, de explicaciones simplistas sobre el arte de matar y el azar de morir. Recuperar un libro como "Los maléficos" dignificará a la editorial española que dé el paso al frente.
En "Los maléficos" hay un punto de partida que no es el habitual. Un hombre que se ha escapado de un hospital y está perturbado busca a Lew Archer para que lo ayude. Y cuando Archer se pone en acción nada puede pararlo. Las mentiras caen y con claridad se dibuja el retrato íntimo de una familia rica que tiene mucho que callar, que oculta demasiado. Pero no esperen una investigación al uso, nada escabroso ni morboso: Archer tiene interés en saber por qué las personas hacen lo que hacen, por qué se convierten en lo que nunca hubieran esperado convertirse. Y la novela avanza hacia los conflictos privados, hacia los desencuentros en las relaciones familiares, en esas en las que el elemento distorsionador y separador del dinero nunca brilla por su ausencia. Archer es un detective y un psicólogo y un doctor que escarba pero que siente, que se inmiscuye, que quiere saber porque intuye que detrás de cada nuevo descubrimiento hay algo útil y necesario también para él, otro ser humano a fin de cuentas. Y esa labor de Archer lo diferencia del resto de detectives de ficción, acercándolo a las historias griegas de tragedia y muerte. Ross Macdonald lo convierte en un símbolo y a la vez en el detective más creíble que ha dado la novela negra, sensación que aumenta cuando le vemos criticarse a sí mismo, mirar sus fallos y señalarlos, imponerse alguna penitencia. Hay mucho de Graham Greene también en "Los maléficos", hay una mención al existencialismo cristiano. Hay una conclusión tajante y expansiva que no puede pasarse por alto, pues a todos nos afecta: tras cerrar el caso, Archer, en lugar de estar satisfecho tras haber descubierto al culpable y haber conseguido que la justicia triunfe, llega a esta conclusión: "Todos éramos culpables. Teníamos que aprender a soportarlo". Y me parece claro que cuando todos los elementos encajan, cuando el narrador cuenta con tantas imágenes que son pura poesía, cuando un relato consigue implicar al lector de una manera tan efectiva no podemos menos que concluir que estamos ante un libro imperecedero.

Ross Macdonald: El expediente Archer


Veinte años. Son los que llevaba esperando que se editara este libro en nuestro país. Son los años que llevo leyendo a Ross Macdonald -bueno, quizá más: veintidós o veinticuatro; el tiempo vuela, pájaro invisible e indiferente que nos mira desde cerca y no se inquieta-, disfrutando de sus novelas. Hace poco empecé la relectura de "Los maléficos". Y aún hay una que no he leído, que guardo para un momento -espero que lejano- en que ya no pueda resistir más y tras el cual ya no me quedará nada por leer de este gran maestro. Entonces todo será tiempo de relecturas. Ese del que sólo he leído las primeras líneas lo tengo desde hace muchos años, lo conservo junto a los demás con un afecto que nunca ha disminuido, aunque entre medias he tenido la oportunidad de leer a Joyce, a Benet, a Böll, a Moravia, a Chandler, a Benedetti, a Onetti, a Cortázar, a Fitzgerald, a Faulkner. He probado la gran literatura, he bebido de ella, pero jamás he arrinconado los libros de Macdonald, jamás he tenido la sensación al volver a acercarme a ellos de que se me caían de las manos, de que se habían empequeñecido, que eran producto de una pasión juvenil. Acaba de salir mi primera novela y, como muy bien señalaba José Abad, en ella está algo de lo que he aprendido de Macdonald y de Archer, de su mirada lírica y compasiva, de su deseo de saber más del ser humano, de no conformarse con las apariencias. Nunca le he dado la espalda a este escritor de novela negra y defiendo donde se presenta la ocasión que es el mejor autor que ha dado el género, que su ciclo Archer es el mejor dedicado a un detective privado de cuantos conozco, que recomendar su lectura no es hacerle un favor, sino una manera de ganar amigos.
Aunque había una edición sudamericana de los relatos de Archer, absolutamente agotada e inencontrabable, este Expediente suma además auténticas perlas que antes no han estado disponibles en nuestra lengua: un perfil biográfico del personaje y unas notas y fragmentos de Ross Macdonald que son un auténtico tesoro: de hecho, tengo el libro encima de la mesa, muy cerca, y lo miro y casi no me atrevo aún a tocarlo, a adentrarme en lo que ofrece, pues, al igual que con la novela que aún no he leído, me ocurre que temo que empiece a fraguarse algún final, que me quede huérfano si ya no puedo decirme que dispongo de un texto aún sin explorar, por descubrir, al que entregarme como de niño lo hacía a aquellas Joyas Literarias Ilustradas de Bruguera con que descubrí el mundo fabuloso de la imaginación y de las otras y posibles vidas. Archer ha vuelto -como decían en la publicidad de la película que protagonizó Paul Newman- y ya estará aquí siempre acompañándonos.

(Después de haber subido esta entrada ayer: No pude resistirlo y he leído el magnífico relato que Tom Nolan, biógrafo de Ross Macdonald, dedica a la vida de Lew Archer, en el que cuenta cómo fue su infancia, cómo amó a varias mujeres, cómo siempre se negó a venderse por dinero, cómo se convirtió en un investigador humanitario y empeñado en buscar la justicia y en ponerse del lado del más débil. Es una pequeña novela que no puede soltarse desde el momento en que inicias la lectura).

Ross Macdonald: En busca de una víctima (y 2)

Hay una pasión amorosa muy fuerte y muy sentida, inevitablemente destructiva, dentro de esta novela. Una pasión a la que no puede negarse un hombre que ama a una mujer. Un hombre íntegro, pero casado. Una mujer que es su cuñada, a la que ha intentado no acercarse demasiado, a la que ha intentado no amar. Pero nadie puede resistirse cuando la persona amada da también los primeros pasos. El sueño se cumple y es más fuerte que quien lo soñaba.
Estamos ante una novela negra, por supuesto, pero también ante una novela de amor. Con personajes creíbles, muy bien trazados mediante una caracterización que empieza por sus motivaciones íntimas. Es una obra emparentada con la tragedia griega -algo habitual en Macdonald-, sin más violencia que la precisa y sin más muertes que las que el argumento reclama. No hay embrollo, no hay sorpresas que dejan más tarde un regusto a recurso facilón.
El lector ve y siente las ideas, puede emocionarse, se llevará alguna sorpresa y tendrá que tomar decisiones ante los conflictos morales que presencia. El título ya lo indica claramente: el detective privado Lew Archer no busca sólo culpables esta vez: también busca una víctima. Y Macdonald pone ante él a un culpable que también es víctima: así pensaba este gran escritor, así rehuía los tópicos.
La novela está mejor escrita que nunca, con el estilo lírico del narrador aún más certero, pulido y lleno de imágenes físicas y paisajes morales que tocan cada vez más en lo hondo del lector, dejando de lado el puro acierto verbal y la comparación inteligente pero excesivamente literaria para legar páginas, párrafos y frases que están ligados a los sentimientos, las dudas y los vaivenes que padecen los personajes. El estilo es sincero y poderosamente visual, de absoluto maestro. No sé si ésta es la obra cumbre del ciclo dedicado a Lew Archer, pero sí estoy seguro de que es una novela de una categoría superior, de uno de los grandes escritores del siglo pasado, mucho más importante que otros muchos que nunca escribieron novela negra y que pasarán lentamente al olvido pese a que ahora los tenemos por indiscutibles y creadores de literatura más seria, más académica. Dentro de muchos años Ross Macdonald será tan necesario para saber del siglo XX como Kafka, Musil, Proust, Benet, Cortázar, Mailer. Cada uno en su sitio, pero todos igual de necesarios. Macdonald y otros escritores de este subgénero, como Patricia Highsmith, no caminan con la cabeza gacha. No al menos para quienes valoran de la literatura algo más que las letras. En Macdonald está lo mejor de la tragedia griega, el psicoanálisis, el estudio de los conflictos familiares, la violencia ciudadana, la preocupación ecológica, el misterio de la libertad, de la vida y de la muerte. Es mucho, creedme, es mucho.

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Ross Macdonald: En busca de una víctima


Hay veces en que uno lee a Ross Macdonald y tiene la sensación de estar ante una obra de Tennessee Williams, tan bien perfilados están los personajes, tan latentes están los dramas familiares sólo medio ocultos, tan vivos parecen los caracteres y los personajes. Macdonald dominaba las historias familiares y los encuentros y desencuentros de sus integrantes como pocos y, partiendo del mito, de la tragedia griega, los llevaba al territorio de la novela negra, con un detective que actúa de detonante para que las bombas estallen: la muerte, los odios profundos e inconfesos, las envidias, los deseos y los disimulos que esconden lo más grave y más enterrado en el pasado. Lew Archer, ese detective, aparece y actúa y ve cómo se rompen en pedazos esas familias, cómo los secretos salen a la luz para herir o matar y toma nota y nos cuenta las historias porque sabe que asiste al desmoronamiento de un mundo que se finge perfecto, evolucionado, controlado y capaz pero en verdad está corroído por las pasiones humanas más comunes, que jamás faltan a la cita, jamás se desvanecen ni se desvanecerán por mucho que el ser humano logre avances científicos. Ross Macdonald escribe para llegar al fondo de las tragedias, de las confusiones, de los recuerdos reprimidos y de los dolores que nunca desaparecen del todo. Y Lew Archer, con su mirada lírica, creativa y profundamente humana, hace la crónica de un tiempo y un lugar con la justa emoción y la exacta verdad exigibles. Sigo pensando que las novelas de Ross Macdonald forman parte de la mejor literatura del siglo XX.

Muñoz Molina y Ross Macdonald

"Y otro que me gustaba mucho cuando escribí "Beatus Ille" es Ross Macdonald, que en sus novelas repite un esquema que es muy bonito, pero está repetido siempre: se produce el comienzo de una investigación, aparece un cadáver y resulta que no es de ahora, sino de hace treinta años. La idea del crimen escondido durante tanto tiempo es muy atractiva, e influyó mucho a la hora de planear "Beatus Ille".

Palabras de Muñoz Molina, en el libro "Novela policíaca y cine negro en la obra de Muñoz Molina", de Jaime Aguilera García.

Ross Macdonald es el padre de este blog, el principal inspirador de este blog.

Ross Macdonald: La mueca de marfil (2). Intensidad lírica de la mirada

La intensidad lírica de la mirada del detective privado Lew Archer es excepcional, sirve para iluminar cuanto ve y narra, como en las grandes novelas de los mejores novelistas, en las que entramos con la mirada vacía y de las que salimos con la mirada llena, ampliada, más perceptivos y con la agradable sensación de que hemos ganado tiempo, hemos ampliado conocimientos, sabemos más del mundo y de lo que nos rodea, sabemos verlo mejor o con atención mejorada. No deja nunca de sorprenderme que Ross Macdonald sea un escritor de novela negra, que escriba páginas con detectives, asesinatos dentro. Pero, claro, eso deja bien claro su talento, su inigualada originalidad. En La mueca de marfil el nivel de acierto es mayor, las imágenes son de las que deslumbran con las palabras y a la vez calan hondo, dejan poso. El lector se siente como ante un escenario claramente iluminado, con personajes a los que ve moverse y a los que comprende mejor gracias a las pinceladas rápidas que una voz en off va murmurando, complementaria, que no insiste en la apariencia, sino que va hacia adentro, toca el alma del personaje y sale con un extracto, una muestra que nos lo hace creíble, cercano, comprensible. En una primera lectura, superficial, nos parecerá asistir a la proyección de una película, pero si leemos despacio, si nos demoramos releyendo un poco, pausando la lectura para asimilar mejor y degustar cada imagen -visual y textual- notaremos que el viaje es parecido al de ir en un viejo tren que entra y sale de túneles, llega a estaciones conocidas y desconocidas, aminora o acelera cuando conviene y nunca nos cansa ni incomoda. Sí: hay poesía en la novela negra, hay poesía en las novelas de Ross Macdonald.