Dación en pago

La semana pasada se suicidó un hombre del barrio en el que vivo que no podía pagar la hipoteca. En Valencia, otro se arrojó al vacío. 
Las personas están antes que las cosas. Las personas no somos cosas. 
Es urgente que se cambien las leyes y que quien no pueda pagar simplemente entregue su piso y consiga el perdón de la deuda. Y estudiar el reajuste del importe de las hipotecas a la realidad del momento para sigan pagando los que aún tienen trabajo e ingresos. 
El futuro nos juzgará. 

Miguel Ángel Muñoz: La canción de Brenda Lee

Aparece este libro que deparará muy buenas críticas y altas valoraciones de nuevo a su autor, uno de los mejores escritores en activo de nuestro país, experto en la poética y la historia del relato y autor de un libro imprescindible: La familia del aire



Giorgio Scerbanenco: Traidores a todos




No pueden leerse las novelas de Giorgio Scerbanenco protagonizadas por Duca Lamberti sin sentir emoción, porque fueron concebidas por un moralista que no renunció a creer en los personajes ni en las personas. Detestaba el autor profundamente al delincuente zafio, vulgar, traidor a todo, pero era capaz de sentir compasión por el asesino que va de frente, que cumple un cometido atendiendo a los dictados de su razón, a una idea pura. De estas premisas nace Traidores a todos, una excelente novela negra que ningún  lector al que le interese el género puede ni debe saltarse ni orillar. Y es que, después de lo dicho por los maestros Chandler, Hammett y Macdonald, poco espacio quedaba para contar casos criminales con nuevas formas y con otras palabras. Sólo unos pocos -muy pocos, poquísimos- han logrado salirse de los caminos trillados y ofrecer algo nuevo, algo personal. Uno de los pocos fue Scerbanenco, mal entendido por el uso a veces tremendo de la violencia en algunas de sus páginas, por la apariencia sórdida de sus historias, por los pasajes desagradables y por  la dureza de su pensamiento -o el de Duca Lamberti-. Incluso se le ha tachado de conservador, y no veo yo en sus historias detalles completos que corroboren afirmaciones parciales. Hay elementos que han envejecido mal, hay riesgos que no se han solventado con todo el acierto esperable, pero no podemos olvidarnos de que estamos ante un autor que -como tan bien define el escritor José Abad, traductor además de uno de sus libros, Matar por amor -se entrega a la rabia y a la visceralidad porque es un escritor impulsivo, apasionado. Pero nunca injusto, arbitrario, nunca falto de explicación. Esto lo convierte en un autor esencial, imprescindible, con libros de lectura adictiva y potenciadora: un autor que anima a leer, a seguir leyendo, a seguir creyendo en el valor de la escritura literaria. No, nunca lo consideraremos a la altura de un Chandler, pero no lo necesita Scerbanenco: es uno de esos que estando en la segunda fila tienen más que decir que algunos -muchos- grandes maestros que no incentivan, no crean más lectores. Y no hablo sólo de los cultivadores de la novela negra. 
En Traidores a todos está lo mejor de Scerbanenco: el deseo de contar una historia mediante la elegía, la pura ambición de contarlo todo pero con pausa, aunque también con furia: el narrador, de tercera persona, utiliza a menudo el estilo indirecto libre y nos obliga a oír directamente a Duca, lo que piensa y le molesta, lo que lo reconcome y lo enfada, lo que lo corroe mientras trata con delincuentes que no dudan en matar cruelmente solo por dinero y poder. Duca maltrata a algún detenido, desea aplastar a otro, retorcerle el cuello a alguno más. Su ira nos llega intacta, plena, porque el narrador no censura, porque el narrador está muy cerca de él: en ocasiones ya no se sabe quién habla, y es posible que esto lleve a creer que Scerbanenco es Duca Lamberti, y se confunde al mensajero con el mensaje, argucia de viejo escritor en lo mejor de su carrera y en la mejor verdad de su carrera. Así lo prueba el primer final y, sobre todo, el segundo final de esta memorable novela, que encierra dos historias de poder y corrupción, de infamia y castigo, de muerte y traición y venganza impostergable. El lector de mirada limpia sentirá emoción, como decía al principio, y comprenderá y juzgará más tarde. Son los sucesos pero es la voz, nos dice Scerbanenco, son los sucesos pero es la emoción y la moral amplia y desgarrada, desgarradora: porque detrás de todas las palabras hay algo que nos iguala, nos arrastra hacia lo auténtico y lo esencial, lo que es de todos y a nadie ni nada traiciona. 

La jungla de asfalto, de John Huston




Hay un momento en esta intensa película en que Sterling Hayden, que realiza una soberbia interpretación, sostiene el revólver que siempre lleva encima de una manera que le hace ver al espectador que es un arma, un objeto pesado y mortal, solo sopesándolo, teniéndolo en su mano con cuidado y atención pero también con una familiaridad que evidencia su uso y su aprecio tan a las claras que uno sigue sus movimientos fijamente y comprende que está ante una cuidada puesta en escena y una dirección de actores absolutamente ejemplar, ante una obra irrepetible. 
Y elijo esa escena, ese detalle aparentemente menor -ya que Hayden ni siquiera está ocupando el primer plano- como entrada a una película que no tengo dudas de que es una de las grandes de la historia del cine: de las más grandes. Tanto por su realización excepcional como por su guión milimétrico, realista y a la vez muy simbólico, así como por la elección de los actores, que actúan con una vigorosa convicción, persuadidos de que se hallan dando vida a unos personajes memorables.  La jungla de asfalto, con tanto realismo del bueno, exhibe una concepción creativa que de forma abrumadora y satisfactoria apuesta por el sentido profundo de la narración de ficción y la creación razonada e historizada de personajes. Y si la recuperamos en una época como esta, saturada de mentiras en la verdad y en las pantallas, en lo vivido y en lo imaginado, en lo público y en lo privado, nos servirá doblemente pues la revisión de este clásico impagable y la degustación de todas sus escenas, una por una, nos entretendrá y nos fascinará tanto como si de un libro maravilloso se tratara y de paso nos acercará a meditaciones que nunca están de más, que nunca deben abandonarnos. 

Lawrence Block: Tiempo para crear, tiempo para matar




Las novelas de Lawrence Block que tienen como protagonista a Matt Scudder, ex policía y alcohólico no siempre contenido, son de las mejores que ha dado el género porque en ellas el gran autor estadounidense conjuga a la perfección la novela de detectives con la novela moral, algo que está en la base del género y que desde Hammett, Chandler y Macdonald no puede soslayarse. Pero no es jamás moralista Block ni se enreda con la moralina, como les ha ocurrido a tantos otros superficiales autores del género negro que confunden la literatura con el sermón y la prédica ortodoxa, ramplona y demagoga. Al contrario: la mirada de Scudder, narrador además de esta serie de novelas, tolera más de una moralidad. Quizá por eso no puede extrañar que esta historia comience con Scudder buscando al asesino de un chantajista amigo suyo, que extorsionaba a tres personas a las que les sacaba dinero a cambio de su silencio. A Scudder no le gusta el asesinato, no le gusta que se asesine a nadie. Aunque la víctima sea un tipo de baja estofa. Porque todo el mundo tiene pecados que purgar. 
Scudder entrega a las iglesias que encuentra a su paso el diez por ciento de sus ingresos profesionales, pero no es practicante de ninguna religión. Scudder vive en un hotel, carga con algunas culpas, pero las ahoga en alcohol. Scudder ama brevemente a algunas mujeres y no pierde la cabeza por ninguna de ellas, como ellas tampoco la pierden por él. Scudder está separado, quiere a sus hijos, pero no siempre tiene ganas de verlos. Es un solitario, pero no un resentido; es un bebedor, pero no un chalado; es un pobre, pero no un indigente; es un tipo leal y entiende el mal propio y el ajeno, sabe mirar con pausa y con calma donde cada cual guarda su porción de rabia y frustración; y, lo que es más importante, sabe perdonar. Todo, menos el asesinato. 
Tiempo para crear, tiempo para matar es una novela breve, acertadamente recuperada hace poco por RBA, en la que la investigación parte de un delito para ir pisando por encima de un montón de delitos que desembocan en más delitos. Quien oculta y calla es capaz a veces de defender sus secretos incluso matando. Y eso no le gusta a Scudder, que serena, desapasionadamente va exponiéndose como siguiente víctima para que se delate quien mató a su amigo. Conversa con los chantajeados, finge ser el continuador de la tarea una vez que su amigo ha muerto, y se las ve con una rica que fue actriz porno y lo oculta, con un futuro gobernador que sodomizaba a muchachos, con un padre que tapó el homicidio de su hija, quien atropelló con su coche a un niño y no paró para socorrerlo. Scudder no se acalora, no juzga ni piensa en hacerle pagar más que al que dañó a su amigo. Como digo, no se enreda en la moral facilona, arriesga perdonando a quien seguramente no lo merece, porque cree que todos nos equivocamos, y sigue adelante hasta separar al culpable e imponerle una particular condena que no es hija de la moral, de la asunción de ningún papel divino, sino un acto de responsabilidad inexcusable. 
Se habla mucho de James Cain, de Horace Mccoy, de Jim Thompson y de James Ellroy como poderosos escritores que desnudaron la moral sin miedo a mancharse en ríos procelosos, pero ninguno es tan buen escritor como Lawrence Block, ninguno ha tocado las arenas más fangosas con tanto estilo y tanta profundidad liberadora como Block, al que sin duda hay que considerar uno de los más grandes de la novela negra.