Dennis Lehane: Desapareció una noche (2). Pausas


Prefiero las novelas negras en que el autor inserta pausas y habla de asuntos ajenos a la investigación que da lugar a la historia narrada. Desde "El largo adiós" la novela negra tiene otros caminos, con este libro se mostró una vía para no hablar sólo de detectives, muertos y pistas. No me refiero sólo a la vida privada de los personajes protagonistas -en Alicia Giménez Bartlett se convierte en costumbrismo algo pesado, algo desenfocado, por ejemplo, la atención chirriante que les presta la autora a los avatares de la vida íntima de Petra y Garzón-, sino a lo que les define más allá de sus acciones: su miedos, sus pasiones no carnales, sus relaciones familiares. El detective sin esposa ni hijos, sin nadie a quien cuidar ni de quien preocuparse es algo superado, un arquetipo vencido y hueco. Lo han entendido muy bien Vázquez Montalbán, Nicolas Freeling, Michael Collins, Ruth Rendell. También me agradan esas paradas, esas pausas, en esta novela. Lehane detiene el ritmo y, como si cogiera una lupa de gran aumento, pone ante nosotros una prosa más sosegada, más adjetivada, e inserta meditaciones sobre los niños, los desaparecidos, los cambios de humor matinales, los atardeceres de otoño y la muerte, lo que se siente tras hacer el amor. Sin duda, estos remansos consiguen elevar el interés y el valor de la novela, ofrecen otro ritmo, ya digo, que Lehane domina a la perfección también y que invitan a la relectura y a la confrontación de opiniones, a la apertura al recuerdo, a imaginarnos otros. También esto puede lograrse leyendo novelas negras, amigos.


Lectura: Juan García Hortelano

revista Narrativas


En el número 8 de esta interesante revista, que cuenta con colaboradores muy destacados, podéis leer mi relato "Yo te perdono". Espero que os guste.

http://www.revistanarrativas.com/






Un documento necesario: en El Debate, de Roberto del Campo Valdés.

Nicolas Freeling: El rey del país lluvioso (y 4). Crítica

Leyendo a Nicolas Freeling se obtiene una intensa sensación de realidad, algo que escasea en la novela negra, demasiado dada a crear figuras míticas y poco creíbles. No importan demasiado las tramas -conseguir esto ya lo sitúa a una gran altura, más acá y más allá de cualquier valoración acotada por el género-, importan los personajes y sus actos y la mirada del narrador y de los personajes sobre la historia que se nos narra. Porque los personajes hacen la obra, participan de lleno en su creación con sus meditaciones -¿leería Freeling al Unamuno de "Niebla"?, ¿le gustaría esa obra?: preguntas que quedan tristemente sin respuesta-, la hacen avanzar y la hacen real de una manera espléndida y muy digna de estudio. Freeling no malgasta la pólvora en salvas -no hay tiroteos idiotas, violencia novelesca, embrollos estúpidos, enigmas imbéciles -, no engaña al lector jamás: así, sus creaciones alcanzan un grado de intensidad y cercanía sorprendente y mu difícil de igualar, lo que espero sirva para que se rescate a tan gran autor, para que se reediten sus libros, para que se le lea sin complejos ni pétreos alejamientos.
"El rey del país lluvioso" le debe su título a un poema de Baudelaire. Y en sus versos se halla la explicación de una vida, el tormento de una vida rota e ineficaz, la de un millonario que escapa de su vida y de sí mismo sin dirección, sin control, sin ideas seguramente y sin saber que corre hacia su propia destrucción. Le sigue Van der Valk, un inspector de policía holandés que se considera ante todo -seguro y sincero, sabedor de sus limitaciones- un profesional, un hombre sin demasiada imaginación, un funcionario. Pero sólo imaginando puede llegar hasta el fugitivo, que en su huida ha conseguido un apoyo muy necesario: una joven y hermosa muchacha que se ha enamorado de él. Freeling no nos abastece de acción, no nos deslumbra con persecuciones de coches, sino que indaga en el alma humana, se concentra en mostrarnos cómo son el fugitivo, la esposa de éste y el policía que está metido en la historia sólo porque ha de cumplir con su trabajo. Y la indagación es brillante, profunda, enriquecedora. Cuando se acaba el libro, el lector puede estar seguro de que no ha perdido el tiempo, de que no lo ha matado leyendo otra novelita más del género negro, y por contra podrá decir que es un poco más sabio, mejor conocedor del ser humano, sus miedos, sus anhelos y sus frustraciones. Si algunos afirman que la novela negra es la literatura social de nuestro tiempo, que en la novela negra hay un acercamiento a la realidad como no lo hay en ningún otro tipo de novela, quizá sea porque han leído a Freeling.

Dennis Lehane: Desapareció una noche (Gone, Baby, gone)


Una gran ventaja de los escritores estadounidenses sobre el resto es que plasman lo que quieren decir, lo vuelven enteramente narrativo: imágenes, personaje, paisaje que habla y comunica. En el viejo mundo adoramos la palabra, los juegos de palabras, y amamos los estilos elaborados, exhibicionistas, muy personales y hasta a veces ególatras, diferenciadores siempre. Quizá por la profesionalidad, quizá por Scott Fitzgerald y Hemingway y Dos Passos y Chandler, los escritores estadounidenses tienden a ejemplificar, a llenar su obras de lugares y seres reconocibles, de realidades podríamos decir que más palpables.
Esta novela narra la historia de una niña de cuatro años que ha desaparecido y los trabajos de la policía y de dos detectives privados para hallarla. En primera persona- la voz de un detective que está cerca del Marlowe de Chandler pero que también sabe expresarse por sí mismo y hablar de su tiempo, el actual, con los giros y las expresiones del momento y que, además, describe muy bien y es certero en las caracterizaciones psicológicas, creo que gracias al Hemingway de los mejores relatos-, con la furia necesaria y la tranquilidad precisa, se nos presentan las escenas que no sólo siguen el recorrido de la investigación sino, como ocurre con los escritores que saben utilizar los mejores elementos del género, también el recorrido vital y social de la niña desaparecida, de sus familiares y de sus vecinos. Lehane no escribe únicamente para el devoto de la novela negra, o quizá no lo trata como a un simple lector de obras de entretenimiento.
Hay una escena que me llama la atención, que justifica esta entrada y lo que apunto en el primer párrafo. Los dos detectives privados -hombre y mujer, además pareja- hablan con la entrenadora de béisbol de Amanda, la niña desaparecida, mientras presencian un partido. La entrenadora les señala a una niña que es como Amanda, introvertida y triste, que se queda sola en una interrupción del partido escarbando en el campo con una piedra en tanto el grueso de los participantes se arremolina en una algarabía propia de los enfrentamientos deportivos. Y a la pregunta de "¿Tan tímida es?", hecha por el detective, la entrenadora deja caer una respuesta que preocupa y golpea: "Sí, y eso no es todo... Hay mucho más. Ni siquiera le interesa lo que suele interesarles a los niños de su edad. No es que esté triste del todo, pero nunca está contenta tampoco, ¿comprenden?" Y así nos pone Lehane ante uno de los problemas verdaderamente fundamentales de nuestro tiempo.

Michel del Castillo: La noche del decreto (y 3). Crítica


El tiempo puede remar a favor, llevarnos en una barca por un río que nos vigoriza. Pienso en esto al acabar de leer "La noche del decreto", novela que compré hace muchos años, que vendí y volví a comprar el pasado año. Pasó el tiempo y por fin la he leído, acaso en el momento en que mejor puedo entenderla y disfrutarla. Porque se trata de una de esa novelas que señalan una ruta, que te hacen crecer, vivir con los ojos más abiertos. Del Castillo es un lector apasionado de Unamuno y de Dostoievski. Qué casualidad. Dos autores a los que he leído con muchísima atención, con muchísimo interés. La novela la narra un policía. Qué casualidad, ahora que dedico mucho tiempo a la novela negra y escribo en este blog. Casualidades favorecedoras.
Sé que hay pocas grandes novelas en nuestro tiempo. Pocos autores auténticos, de peso, a los que se lee sabiendo que cada página es importante. Con Michel del Castillo, con esta gran novela, he sentido que debía leer despacio, anotar mucho, meditar y dejarme impregnar. Ha valido la pena. Se trata de una novela con sabor a clásico, de una novela de autor esencial, digno discípulo de sus maestros. Publicada en 1982 en España (un año antes en Francia), lleva dentro a un personaje magistralmente creado, trae el recuerdo de la guerra civil española, de la posguerra, de la dictadura, de los vencedores y los vencidos. Pero también retrata al mal, ofrece agudas meditaciones sobre la religión, la venganza, el odio, el perdón. Como en "El corazón de las tinieblas", de Conrad, en esta novela hay un ser mitológico hacia el que viaja un hombre cargado de pena y culpa, que se siente imantado, hechizado incluso cuando está al fin junto al imaginado y temido ídolo oscuro, cuyo pensamiento y obra se basa en la creencia absoluta e indiscutible en el orden, un orden proveniente de la lógica ejecutora de un inquisidor, de alguien que se hizo policía para implantar ese orden, para venerarlo en cada acción, cada silencio, cada palabra. Alguien que se atreve a decir que el futuro será del orden, que la policía contribuirá a establecerlo sin fisuras hasta conseguir que los ciudadanos ya no soporten la carga de su libertad, que ni siquiera desearán.
La habilidad de Del Castillo, la veracidad, la firmeza y el manejo de la trama, de los personajes es de los que invocan el superlativo, las palabras desatadas, la admiración frontal. "La noche del decreto" es una novela que expone ideas, que las rebate, que hace recuento de medio siglo de la sociedad española (por dentro y por fuera) y además es absolutamente literaria, maravillosamente literaria. El tiempo, ya digo, juega a favor a veces. Cómo le agradezco que ahora me haya brindado la posibilidad de adentrarme en estas páginas que crecen en mi memoria y la pueblan y la llenan de razones y serena compasión: somos los hombres una experiencia rota, una resistencia evocadora, un contorno de dudas y miedos que es mejor contemplar sin odio ni rencor. Somos una larga noche que a veces ve la luz.


Texto recomendado: Metáforas, en el blog Diarios de Rayuela

Michel del Castillo: La noche del decreto (2). El niño que destroza al maestro


El policía recuerda una historia que protagonizó cuando tenía trece años. Vino un nuevo maestro al pueblo donde vivía. Era rubio, agradable física y personalmente. El niño que era ese policía, como todos los niños, quedó prendado de él por su carácter abierto, más de compañero que de maestro. Y también por algo más. Pero se dio cuenta de que no lo habían elegido, que el preferido era otro muchacho. Y espió hasta descubrir que el maestro y el alumno se encontraban en una cabaña. De inmediato, para destruir esa unión, escribe un anónimo y se lo deja al maestro en el buzón, una noche. La reacción no se hace esperar: el maestro corta la relación con el alumno, se le ve muy afectado. Y entonces es él quien lo busca, quien trata de atraerlo, hasta que lo consigue y pasa a ser el objeto de la devoción del maestro. Pero el niño se cansa y le manda un segundo anónimo, porque le fastidia que el ánimo del maestro vuelva a ser bueno y abierto y cordial tras tenerle a él, porque lo quiere sumiso. Y entonces el maestro se derrumba y un día que va a verle, sin sospechar nada, el niño le echa en cara lo que es -alguien que abusa de los niños-, le demuestra que sólo ha querido tenerle bajo su dominio. El padre, amigo del maestro, decide mandar al hijo a Córdoba, una vez enterado de lo que éste ha hecho con el maestro, acusándole de haber actuado en pleno dominio de sí mismo, como un adulto, con el deseo de dañar y destruir a una persona.
Impresiona leer estas páginas. No es fácil leerlas cuando además se trata de una narración en primera persona. Michel del Castillo bucea en el alma humana sin piedad, con una valentía que le deja a uno sorprendido y de alguna manera también magullado. En este blog he defendido siempre que el abuso de la infancia es uno de los mayores problemas a los que nos enfrentamos. Que la perversión de los adultos que no se detienen ante nada -edad, indefensión, secuelas- es realmente un crimen abominable, ya que sus actos engendran un dolor inextinguible. Pero no podemos cerrar los ojos a la maldad de los niños tampoco, a cierta maldad que lleva a algunos a matar a otros niños de su misma edad, o menores, o a abusar también de ellos, a pegarles, humillarlos. El ser humano es complejo y no creo que haya que pensar que somos lobos unos para otros, pero sí es necesario conocer, porque el conocimiento ayuda a saber corregir, a saber a qué nos enfrentamos en cada caso, y sin abdicar jamas de la idea de que el ser humano es la más alta creación, capaz de la dulzura, el desprendimiento y el amor, tampoco debemos olvidarnos de ciertos casos que sirven para completar las perspectivas, las valoraciones: cuanto más sepamos sobre nosotros más capacitados estaremos para resolver los problemas que se nos presenten a lo largo de la vida, más capacitados estaremos para ayudar a los demás.


Foto de Michel del Castillo: John Foley


Texto recomendado: Vidas paralelas... En el blog de Mart.

Michel del Castillo: La noche del decreto


Un joven inspector es trasladado a Huesca, donde va a conocer al jefe de policía de la ciudad, un hombre misterioso y del que se hablan cosas muy contradictorias, un mito y un demonizado, un ser fascinante. El policía empieza a indagar antes de viajar a Huesca y, sin conocer a su futuro jefe, ya queda hechizado por cuanto descubre y le cuentan. Se trata de un adepto al régimen franquista, pero díscolo, reacio a aceptar honores y la jefatura de plazas más importantes, alguien que ha hecho de la rectitud su santo y seña.
Michel del Castillo es un autor español que escribe en francés, con una biografía novelesca y novelada por él mismo en diversas obras, que tiene como referentes literarios a Miguel de Unamuno y a Fiodor Dostoievski. Las primeras setenta páginas de esta novela son apabullantemente buenas: alternando la profundidad con las caracterizaciones sumarias, Del Castillo recrea una época y a algunos de sus moradores, los policías, con tanto vigor y serenidad que es difícil separarse del libro, en el que no hay misterio ni intriga pero sí verdades como puños y personajes vivos y creíbles. Además, la escritura es rica, en la mejor tradición del realismo bien adjetivado, que no desdeña la meditación ni el párrafo elegantemente solemnes, hechos para la lectura atenta y sin prisas. Para la lectura que atrapa y deja poso.

Manuel Vázquez Montalbán: La soledad del manager (y 5). Crítica


Gracias a libros como "La soledad del manager" pululamos por este mundo incomprensible muchos lectores de novela negra. Lo tiene todo para ser un clásico. Y para mí lo es. Una novela esencial, importante, un hito en la historia del género. Y con muchas raíces y muchos detalles que la hacen española, o sea, universal. Porque Vázquez Montalbán nos cuenta una historia ambientada en un período difícil, de transición política, moral y económica. Y utiliza a los prohombres, los hombres y los casi hombres para contárnosla. A todos los que son y han sido algo en la transición española, pero desde la retaguardia, desde el silencio, desde el lugar donde se montan los fracasos y los éxitos públicos, desde donde se aprueban o se rechazan. En 1977, Montalbán apostó por hablar de las multinacionales y acertó. Y no se equivocó enjuiciándolas, ni se equivocó con los que las dirigen y sus intereses. Poco claros, secretos, llenos de lazos y embustes y dolor .
El manager de una multinacional es asesinado montando un grotesco escenario del crimen del que desconfían la viuda y un amigo del muerto. Le encargan a Carvalho que busque la otra verdad, la no oficial, y en su periplo se las verá el detective con la gente que tiene el poder, que escribe sobre él o sueña con él. Personajes extraídos con mucho acierto de la realidad, bien vestidos literariamente y admirablemente alzados ante los ojos del lector. Carvalho come, ama, pregunta y piensa. Sabe que su papel es el del organillero en esta función, el del tipo que hace pronto mutis por el foro, el de mosca cojonera. Y su impulso es cortado, frenado cuando a los poderosos les viene bien cortarlo, cuando empieza de verdad a molestar. Descreído, desilusionado, Montalbán nos habla de una sociedad corrompida, de gente y agentes con doble cara, de manipuladores profesionales que saben servirle a su amo a punto el plato del poder y de la gloria, ésa que se sintetiza en fogonazos de los flashes o que se mantiene en el anonimato de los lugares en que hay muchos silencios y pocas palabras, las precisas para las órdenes y la aceptación de esas órdenes. Es una denuncia, claro, muy valiente de Montalbán, una vuelta a la tortilla de la transición española, una bofetada en la cara de los crédulos y los miopes espectadores de un espectáculo que jamás recogerán los libros de historia, porque la historia, amigos, la hacen los vencedores, nunca los vencidos. Carvalho, Charo, Biscúter son vencidos, pequeños satélites, acobardados seres con su vida débil y vulnerable a cuestas, como caracolitos que cruzan una carretera infestada de coches.
También es "La soledad del manager" una obra grande de las letras españolas, un libro necesario que les vendría bien releerse a muchos críticos de la cara seria, a unos cuantos estudiosos que desdeñan los aciertos de la novela negra sólo porque se trata de un subgénero. Hay aquí personajes, hay aquí trama, hay sobre todo un puñado de verdades imborrables que el paso de los años agrandan y que reclaman mayor atención, porque las novelas que quedan suelen ser éstas, las que hablan de la gente, de la sociedad y de lo innegable. Que se lo pregunten a Balzac. Y que dentro de cien años lo disfruten los lectores del futuro.

Manuel Vázquez Montalbán: La soledad del manager (4). Violencia doméstica


Me gusta la novela negra porque me gusta la novela social, porque me interesa la gente, porque no permanezco indiferente ante el mal que aqueja a otro, porque creo que hay que mirar nuestro lado malo para aprender: la vida es un aprendizaje que acaba cuando morimos. Incluso del anciano más vulnerable, más enfermo podemos llegar a aprender algo: hay miradas que comunican más que discursos enteros. Me gusta la novela negra gracias a autores como Manuel Vázquez Montalbán, un autor que se preocupaba por sus congéneres, que estaba comprometido con las mejores sociales, que analizaba y luego escribía, nos daba su punto de vista.
Las novelas permanecen muchos años después de haber sido publicadas porque a los lectores siguen tocándoles fibras íntimas que les mueven a meditar, a sentir, a llorar y a reír. "La soledad del manager" fue publicada en 1977 y en ella hay un caso de lo que hoy se denomina violencia doméstica. Pero no está metido con calzador: inteligentemente, lo inserta Montalbán en un momento en que Carvalho visita una comisaría, requerido por la policía, y en tanto aguarda a que le atiendan/interroguen. Un hombre que está a su lado, con las esposas apretándole las muñecas, le cuenta su historia: ha disparado contra su mujer y su hija con una escopeta por una discusión doméstica originada mientras levantaba media pared de ladrillos para hacer paellas en el jardín de su torrecita. Y es en las palabras elegidas, en el punto de vista, en la elección del lugar y del instante para contar esta pequeña historia donde apreciamos la calidad literaria de nuestro autor, su compromiso humano, su negación del sensacionalismo, e igualmente anotamos una vez más por qué la literatura necesita al realismo, al buen realismo, al realismo sincero, ese que nace de la voluntad y de la necesidad de hablar de lo que le pasa al que vive a nuestro lado, en la calle de enfrente, porque todos somos uno y uno es todos cuando tenemos oídos y tenemos manos para ayudar y voz para prevenir y piernas para correr en la dirección afortunada.

Manuel Vázquez Montalbán: La soledad del manager (3). Memoria y asco


Uno vuelve a ciertos libros porque de ellos extrae nuevas enseñanzas, nuevas sensaciones, porque no se agotan con la primera lectura. Consideraba Francisco Umbral esta novela la mejor de Carvalho. En la primera lectura que hice de ella, hace ya muchos años, anoté mentalmente muchas frases y pasajes que nunca he olvidado. Por algo será. Ver que Vázquez Montalbán utiliza en algún momento juntas la segunda persona y la tercera y la primera unas líneas más arriba me congratula: qué apuesta por la literatura de verdad es este libro, cómo no reconocerlo, cómo no recuperarlo. El problema estriba en que a Vázquez Montalbán nunca se le consideró un escritor genial, de la categoría de los más grandes, a la altura de un Vargas Llosa o - más cercano- un Eduardo Mendoza, autores de libros imprescindibles, y se despacha su creación lindante con la novela negra de manera harto frívola y desdeñosa. Pero "La soledad del manager" es una obra importante, digna de la más segura recuperación porque no hay engaño en ella, no hay caídas deplorables, hay literatura alta y profunda y repaso de un tiempo y un país como en pocos libros podemos hallar.
La habilidad con que transita Vázquez Montalbán por el mundo de las altas esferas y, a continuación, por las más bajas esferas es sencillamente magistral. La selección de personajes representativos de un tiempo y un lugar, la encarnadura novelesca y la cesión de la palabra para que se expresen, se digan y se revelen convierten la novela en un testimonio arrebatador e insoslayable. Carvalho visita a los amigos del muerto, los interroga y les deja hablar y ellos solitos lo cuentan todo, se definen, se sitúan, sueltan sapos y culebras, se rodean de conceptos como el dinero, la amistad, el triunfo, el fracaso, la vocación política y, envueltos en sus banderas de mentiras y verdades personales, arrojan un fresco literario que es preciso degustar con calma, como un plato cocinado a medio fuego que ha de comerse con la boca medio abierta, o medio cerrada, como gusten.
No se equivocaba Umbral: el animal social, político, contestatario, el escritor que era un profundo analista de la sociedad de nuestro tiempo, el narrador que servía verdades como puños y acertaba a crear personajes de una pieza, inolvidables, que en la mente del lector alcanzan la consistencia adquirida por otros tan imprescindibles como el Quijote o Sancho Panza está aquí en su mejor salsa, en su mejores dominios, en su mejor casa y nos habla con sus mejores palabras, sus más rigurosas frases henchidas de sentido y sentimiento justo. Qué alegría releer, redescubrir, celebrar.
En las páginas 112 a 114 de la primera edición, Carvalho recuerda a un muerto del franquismo, a las gentes de su barrio, su indefensión, sus miedos, sus silencios y su generosidad con los que eran más pobres que ellos y piensa que a su muerte todo aquello desaparecerá, cuando sus recuerdos se borren también se borrará todo lo que vio, sintió, padeció; teme por el futuro y teme que el asco nos invada, nos corroa, nos aniquile. Son tiempos de transición, de ideas rotas y de ideas que surgen, son tiempos de incertidumbre, como los actuales, como todos, y yo pienso que menos mal que nos quedan novelas como ésta, páginas que no dejarán que el olvido lo mancille todo con su manos llenas de borrones y creadoras de ausencias.


Recomendación: El pueblo de mi hermano

Manuel Vázquez Montalbán: La soledad del manager (2). Política y gastronomía en Barcelona


Hay política en las novelas de Carvalho. Es un ingrediente necesario, imprescindible, porque la visión de la sociedad que se nos plantea incluye a los que están en el poder, a los que se cobijan a su sombra, a los que padecen los excesos de los arriba, a los que viven sin pensar en los que tienen en el poder, o sea, a todos los que estamos en este mundo nuestro de aquí y de ahora, y Montalbán medita a la par que presenta las acciones y a los personajes, nos hace meditar con él, viajar intensamente hacia atrás para comprender los porqués del presente de la narración. No hay elecciones casuales, sino causales en estas novelas del ciclo Carvalho, concebidas como una crónica de un tiempo y un país.
En "La soledad del manager" utiliza Montalbán la más pura de las arquitecturas de la novela negra: dos espacios, uno que registra los sucesos de la actualidad y otro que, mediante flashbacks, enriquece la composición de los personajes y los dota de una profundidad admirable. Ha aparecido muerto el manager de una multinacional. Carvalho lo conoció brevemente, en un pasado contradictorio y algo secreto. Mientras investiga, por encargo de la viuda, quién es el asesino va recordando momentos compartidos con el muerto y afloran recuerdos de un tiempo en que España no había libertad, sino un régimen dictatorial, un franquismo que creaba marginados, torturados, mártires y callados héroes resistentes. Entre los que se oponían al franquismo estaba el propio Carvalho, un detective privado que estudió en la universidad y fue comunista, padeció prisión y todos los rigores que se le aplican al vencido. Estamos a finales de los setenta, con una democracia recién parida, muchos restos franquistas con ojos y boca pululando y amargando(se), con muchos jóvenes que van a subir al poder y se disputan la entrada al mismo. Carvalho habla, come y acepta citas en restaurantes que definen la manera de estar ante la comida de algunos personajes, bebe y fuma y con preguntas se acerca a las verdades, toma nota de las incongruencias y de las falsedades y, llevado por Vázquez Montalbán, registra con su mirada y señala con sus pasos caminos, travesías, entradas y salidas de una mágica Barcelona vista a ras de suelo que deviene entrañable y cercana, viva, inolvidable.


Texto recomendado: El sombrero de Wilder y la pipa de Chandler, de Francisco Machuca

Manuel Vázquez Montalbán: La soledad del manager


Vázquez Montalbán nunca dejó de ser un poeta. Los que le queríamos bien le reprochábamos en silencio que escribiera tanto, que no se concentrara en hacer la obra maestra que esperábamos de él. Sabíamos que escribía mucho porque no hacía otra cosa, porque detestaba ser un gandul, porque tenía muchas cosas pendientes por decir y por plasmar. Volver a Vázquez Montalbán es volver a los veinte, a los veinticinco años de nuestras vidas ya algo bataquedas y puntuadas de decepciones y muertes, incluida la del propio Vázquez Montalbán.

"La soledad del manager" fue la primera novela del ciclo Carvalho que leí. Buscaba entonces la sorpresa, la constatación de que era posible escribir en España buena novela negra. Ahora mis lecturas son más pacientes, más reflexivas, aunque no desdeño la sorpresa. Y la encuentro pronto, en las primeras páginas, donde Vázquez Montalbán deja correr su imaginación de poeta, de hombre atento al detalle caracterizador y sentimental. Porque el gran escritor barcelonés fue siempre, y ante todo, un sentimental, una persona llena de memoria viva, de padres y madres recordados y celebrados, de calles con infancias truncadas, de rincones por los que el tiempo ha pasado para ennoblecerlos. El estilo -que se estropearía, acaso por el exceso de páginas, por el cansancio que le producía la escritura de más obras carvalhianas -se muestra seductor y singular ya en los primeros trechos, la narración es ágil, la mirada profunda, y la novela negra celebra tener a un autor de tanta calidad detrás, que en 1977 usa la primera y la tercera persona en el mismo párrafo, que alterna diálogo y recuerdos sin romper las líneas, sin saltos extraños que despisten, asumiendo que Faulkner, Virginia Woolf, Joyce son una herencia y una proposición de enseñanzas que ningún escritor ha de desdeñar. Cómo empezó a disfrutar la novela negra española con Vázquez Montalbán, qué feliz fue, y con ella todos sus lectores.


Texto recomendado: Des del terrat, de Júlia

Rosa Ribas: Entre dos aguas



No es una recién llegada. Rosa Ribas ya publicó antes una interesante novela, "El pintor de Flandes", en la que se veía que se trata de una escritora de raza, con una prosa muy apta para la narrativa, para el flujo de las historias que nos cuenta. Además, su capacidad para crear personajes es alta, su psicologismo es bueno, sus narradores saben crear interés y sus personajes resultan cercanos y creíbles. En las primeras páginas de "Entre dos aguas" hay un muerto y un asesinato. Rosa Ribas va directamente al grano: entra de esta forma en la literatura policial sin rodeos, como el cultivador que tiene la ropa adecuada y la disposición óptima, sin llamar a engaño, vamos. En estos tiempos en que no se sabe, en muchas ocasiones, por qué apuesta el escritor, Ribas lo tiene claro: por el género. Y le pone un toque de humor y de crítica muy acertado: se inicia la novela con la resolución de un caso en que está metida la comisaria Cornelia Weber-Tejedor, su nuevo personaje, en su primera aparición en las librerías: la muerte a manos de su esposa de un tipo que, víctima de la teletienda, ha comprado a espaldas de ella un montón de cachivaches destinados a su disfrute en la próxima vejez. Rosa Ribas, ya digo, no es una recién llegada. Hay ciertos apresuramientos en su escritura que son fáciles de corregir, deudores de una creación demasiado sujeta al oído de su autora, que no es infalible, pero alguna repetición en la misma frase y alguna cacofonía evitables no desmerecen las bondades del relato, que se lee con avidez y con un disfrute al que es difícil resistirse.

Adiós, pequeña, adiós, de Ben Affleck


El buen cine negro nos emplaza siempre para que tomemos decisiones morales, para que comparemos las nuestras con las ajenas, para que caminemos por un territorio moral del que no puede escaparse ni hacer como que no existe. "Adiós, pequeña, adiós" es una gran película porque pone al espectador ante sí mismo, frente a los otros y en espacios por los que pueden transitar, ya sea personal o mentalmente, los que están sentados en sus butacas. Y lo es también porque cuenta con una gran interpretación de Casey Affleck, las brillantes y habituales de los veteranos Ed Harris y Morgan Freeman, y un guión y una historia que no pueden dejar indiferente a ningún espectador. Y con una realización sin duda sobresaliente.
Una niña desaparece. Trabaja la policía para encontrarla y además la familia contrata a dos detectives privados que conocen bien el barrio y a los que lo habitan, que no son mero fondo, sino parte fundamental de la trama, pues esta película habla de un lugar concreto y de unas gentes concretas, de una clase social muy determinada. No están de más los detectives privados, no están pasados de moda. Bien creados y bien interpretados -Casey Affleck compone al detective privado más creíble que he visto en los últimos años-, siguen representando al ciudadano mitad oficial y mitad particular que sólo tiene que rendirse cuentas a sí mismo - a su conciencia - y pueden llegar en los casos -en la búsqueda de la verdad última y decisiva- hasta el final. Y con estos detectives privados van cayendo las mentiras, va apareciendo la triste realidad que es una bofetada social y moral en la cara del espectador.
La estructura me parece sencillamente perfecta: una primera parte dedicada a la acción, a la investigación, al cierre en falso del caso. Hasta aquí llegan, aquí se quedan las intenciones de la mayor parte de los guionistas actuales. Pero la segunda parte es la que hace grande a esta película, la que la vuelve inolvidable porque, mientras caen los velos, el director y los actores nos entregan pedazos de verdad que están en la pantalla y que salen de ella, que nos tocan y nos conmueven. Con un ritmo que no acepta la alteración y rehúye el espasmo, a la manera clásica, sin golpes de efecto idiotas, avanzamos hacia la resolución del caso y tras los momentos álgidos de la historia, que a ningún personaje deja como al principio - gran acierto que subraya la intención plenamente moral de la película, entendido esto en ningún caso como moralina, sino todo lo contrario, ya que la capacidad crítica no escasea ni se nos hurta: moral, crítica y profunda, certeramente humano es este filme que no se nos olvidará fácilmente -, desmbocamos en una conclusión que admite muchas opiniones, muchos comentarios encontrados, y de eso se trata: de no pontificar, de no endilgar ningún panfleto, sino de ponernos ante los problemas de padres e hijos de nuestro mundo actual, ante la consecución de las lealtades y el enfrentamiento de las decepciones y de los desencuentros. Y es una película de cine negro, amigos, y está basada en una novela negra de Dennis Lehane -"Desapareció una noche", editada por RBA-. Nuestro género, tan vivo.

Raymond Chandler: El largo adiós ( y 5). Crítica


Esta novela es una lección inolvidable sobre cómo se maneja el tempo narrativo. La da un autor de novela negra, pero creo que eso es lo de menos. Tenemos crímenes, asesinatos, investigaciones, presuntos culpables, revólveres, navajas, un detective privado, policías. Tenemos una historia que te agarra un pellizco en el estómago más de una vez durante la lectura. Pero ante todo hay en esta obra maestra de la novela negra, y de la Literatura con todas las mayúsculas que querías poner, una sabiduría que sólo poseen los más grandes narradores, dueños de un talento y una economía de medios que se ganan toda nuestra admiración y siembran a su paso el lugar de seguidores y devotos. Cómo Chandler deja que pase el tiempo, que lo ocurrido en la escena anterior se asiente en la memoria del que está leyendo, cómo consigue que los hechos más relevantes se alcen con fuerza, adquieran la categoría de hitos en el camino, me parece sencillamente magistral. Porque en esta novela no hay escenas de acción continuadas, desvelamientos a cada paso, sino personajes que hablan y se muestran, que dicen y callan, que evolucionan ante nuestros ojos maravillosamente.
Chandler critica al dinero, critica a una sociedad enferma que no ve o no quiere ver sus lacras, las llagas y el dolor que precisan de muchas capas de maquillaje para disimularlas. Los policías, soporte del sistema, reciben sus andanadas continuamente, aunque no todos: también hay uno, al menos, al que puede tildarse de rojo, descreído y crítico. Con una capacidad de síntesis prodigiosa, el autor estadounidense nos cuenta cómo es la ciudad de Los Ángeles, nos habla de las divisiones sociales, de las diferencias insalvables a causa del poder, tan mal repartido, tan cruelmente retenido por unos pocos.
Philip Marlowe es un ojo que ve, un ojo que sigue pistas, un ojo que mira porque necesita mirar y explicarse lo que está viendo. Nosotros le seguimos, le leemos y nos acercamos al lugar de los hechos, somos espectadores, sentimos las sacudidas del alma de Marlowe, la frialdad del que oculta el crimen, la desconfianza de los que no creen más que en sí mismos. Porque intuimos que en una sociedad como la que se nos muestra no puede existir la verdadera amistad, tampoco la sinceridad, nunca la lealtad. Y el romántico, sentimental detective privado Philip Marlowe anota cómo se queda solo, cómo ha de actuar solo, cómo estamos todos solos hagamos lo que hagamos y estemos con quienes estemos. Su humor alivia, ayuda a cicatrizar repentinas heridas pequeñas, ocasionadas en el devenir cotidiano, pero la amargura de fondo, la sensación insalvable de que nada puede ya cambiar nos pone un nudo en la garganta: hemos perdido tanto tiempo, hemos dado tantos pasos equivocados que cuesta mucho que pensar en volver atrás, desandar los malos pasos, volver a ese punto en que se podía ser romántico y sentimental y no parecer idiota, no ser objeto de la burla, el desprecio, el ninguneo. Philip Marlowe, detective, conecta con tantos lectores porque es un tipo como tú y como yo, sólo que vive en Los Ángeles y desempeña un oficio algo arriesgado y oscuro para sobrevivir.
También se habla del amor en la novela, no puedo pasarlo por alto. De amor equivocado, de amor huido, de amor soñado y volatilizado, de amor sin consecuencias, de amor demasiado punzante. En un mundo en el que no se cree en el de al lado, Chandler acierta al contarnos una historia de amor, porque el amor nos parece la única salida, la única manera de comunión con el otro, la única justificación para no ahorcarnos o vagar sin destino por las calles. El amor mantiene la coherencia de muchas mentes. Y también puede alterarla, destruirla. Nos atraen las historias llenas de pasión porque necesitamos algo desenfrenado, algo total. Chandler, profundo analista, nos obsequia con una historia de amor perfectamente contextualizada, transparente y oscura a la vez, obsesiva y final.
Y se habla, por supuesto, de la amistad. Sobre todo se habla de la amistad entre dos hombres, en un período difícil, pocos años después de la segunda guerra mundial, y de cómo la amistad ha de incluir algo más que la brevedad, el compañerismo, la amabilidad, el trato agradable. Se habla de que la amistad verdadera incluye unas normas y unos comportamientos que no han de ser únicamente personales, egoístas, que sólo sirvan para darse según es uno y nada más. Se habla de la amistad como de un lazo que no escapa a la influencia social, que puede capear las dudas y que es fruto de algo generoso, empecinado y abrupto en ocasiones y que nos hace salir de nosotros, superar nuestras fronteras y ser uno mismo y ser otro algo mejor de lo que somos cuando sólo somos nosotros mismos.
"El largo adiós" es la más extensa de las novelas de Raymond Chandler, la cima de su carrera y una de las mejores que se escribieron en el siglo pasado, una obra que perdurará. Una novela absolutamente mayor.

Ross Macdonald: La mueca de marfil (2). Intensidad lírica de la mirada

La intensidad lírica de la mirada del detective privado Lew Archer es excepcional, sirve para iluminar cuanto ve y narra, como en las grandes novelas de los mejores novelistas, en las que entramos con la mirada vacía y de las que salimos con la mirada llena, ampliada, más perceptivos y con la agradable sensación de que hemos ganado tiempo, hemos ampliado conocimientos, sabemos más del mundo y de lo que nos rodea, sabemos verlo mejor o con atención mejorada. No deja nunca de sorprenderme que Ross Macdonald sea un escritor de novela negra, que escriba páginas con detectives, asesinatos dentro. Pero, claro, eso deja bien claro su talento, su inigualada originalidad. En La mueca de marfil el nivel de acierto es mayor, las imágenes son de las que deslumbran con las palabras y a la vez calan hondo, dejan poso. El lector se siente como ante un escenario claramente iluminado, con personajes a los que ve moverse y a los que comprende mejor gracias a las pinceladas rápidas que una voz en off va murmurando, complementaria, que no insiste en la apariencia, sino que va hacia adentro, toca el alma del personaje y sale con un extracto, una muestra que nos lo hace creíble, cercano, comprensible. En una primera lectura, superficial, nos parecerá asistir a la proyección de una película, pero si leemos despacio, si nos demoramos releyendo un poco, pausando la lectura para asimilar mejor y degustar cada imagen -visual y textual- notaremos que el viaje es parecido al de ir en un viejo tren que entra y sale de túneles, llega a estaciones conocidas y desconocidas, aminora o acelera cuando conviene y nunca nos cansa ni incomoda. Sí: hay poesía en la novela negra, hay poesía en las novelas de Ross Macdonald.

Mi madre


Cuando tu madre muere en tus brazos el círculo se completa, porque ella te sostuvo en los suyos cuando naciste.


En recuerdo de mi madre, Aurora Rodríguez Castillo, que falleció en Almería el 20 de octubre de 2007.

Relato: Los problemas de España


-La ETA no es el principal problema de España.
-¿Y lo dices tú, que tienes un hermano que fue víctima de un atentado?
-Porque lo veo. Hay jóvenes que no tienen trabajo o que sólo ganan mil euros al mes y apenas pueden pagar la hipoteca y tienen que olvidarse de disfrutar: sólo trabajan, descansan y pagan.
-Viviendas que se pagan hasta en cincuenta años ya, sí.
-Y veo a ancianos, a viejos, que es como prefiero llamarlos y que me llamen, pues también soy un viejo, que con una pensión pequeñita no pueden soñar ya más que con sobrevivir.
-Y no hay arreglo.
-Sí, lo hay: cambiando la mentalidad. ¿Por qué un ejército no genera ingresos y sí tiene que generarlos la seguridad social, cuando la seguridad social somos todos y es tan imprescindible como lo que más? ¿Por qué los alcaldes se suben los sueldos con tanta desvergüenza, cuando sólo son mandatarios nuestros? ¿Por qué los bancos tienen bula para ganar cada vez más (y proclamarlo con toda la desvergüenza del mundo) y a la vez despedir a todos los empleados que les da gana? ¿Quién tiene ese dinero, dónde va a parar? Cuando la bolsa sube o baja me da igual: casi todas las cifras son inventadas, los ricos cada vez ganan más y los pobres cada vez somos más pobres.
-Los bancos son nuestros nuevos amos.
-Claro que sí.
-Son amos porque escapan a todo control. La ley de la selva, pero de otra manera.
-Eso es. Y, lo que te estaba diciendo, Marcos.
-Dime, Ernesto.
-No es la ETA el principal problema de España. Excepto para unos cuantos políticos que tienen las ideas fijas.
-Claro: eso lo dices porque tú no eres del Partido Popular.
-¿Cómo voy a ser del Partido Popular si en ese partido está un ex ministro de Franco? Que yo me acuerdo de que Fraga fue ministro con Franco.
-La gente cambia.
-Yo creo que la gente no cambia. Hace como que cambia, pero no cambia. Y si Fraga ha cambiado, mejor para él. Pero no deja de ser un ex ministro de Franco.
-¿Cómo se solucionan los problemas de los españoles?
-Apagando la radio un mes. Apagando la tele un mes. Saliendo a hablar con los vecinos. Haciendo reuniones y charlas para entendernos y saber qué piensan los más cercanos, los de nuestro rellano, los de nuestra calle. Se ha perdido el interés por lo que le pasa al de la puerta de al lado. ¿Cómo nos va a interesar lo que le pase a uno de Logroño o de Santander?
-La tele es una mal rollo, sobre todo los telediarios: yo, que ya sabes que soy creyente, cada vez que oigo que mencionan a un muerto o un asesinado o una mujer a la que han matado, digo o pienso: Que en paz descanse. Y me paso casi todo el telediario diciéndolo o pensándolo. Más que telediarios, son noticiarios de desastres y matanzas. Crónicas de sucesos.
-¿Como te va a extrañar que la mitad de la gente sea adicta al telediario y la otra mitad adicta a los programas del corazón?
-Adepta, hombre, se dice adepta.
-Pues adepta. Adepta, adeptos.
-Te olvidas del fútbol.
-El fútbol no me lo toques, cagontó. Que si me quitan el fútbol me matan, coño. Soy un jubilado, no tengo cuatro duros, no tengo casi diversiones. Quítame el fútbol y me matas, asesino.
-Vamos para atrás.
-Como los cangrejos.
-¿Y lo del terrorismo?
-Me marcho. Otra vez me duele la jodida pierna. Mañana pegamos la hebra otro rato.
-Di la verdad. Que te vas a ver el partido del Madrid.
-¿Pasa algo?
-Yo no puedo ser de un equipo como el Madrid. Ves los periódicos nacionales, la cantidad de información que dan del Madrid, la poca que dan del Barcelona, y en los titulares siempre es mala, casi siempre, y en cambio siguen a los figuritas del Madrid con una atención que ya sólo les falta preguntarles cada mañana si ha sido duro o blando lo que han soltado en el váter. Si eso es objetividad, si en el deporte hay tantos intereses, qué no habrá en lo demás, en todas las demás noticias. Ay, Dios mío.
-Pues pasamos de comprar el periódico también.
-Volveríamos a la Edad Media, hombre. Sin noticias, sin teles, sin radios.
-Eso es lo que yo quisiera: volver a mi edad media.
-¿Y solucionar los problemas?
-¿De la sociedad española?
-Sí.
-No.
-¿Cómo?
-Que no. Que nadie puede solucionarlos. ¿Trabajando tantas horas al día? ¿Tan agobiados con hipotecas y gastos con las tarjetas de crédito? ¿Con tantos anuncios de compre, compre, compre? Nunca me ha gustado la publicidad. Ahora, todavía menos. En la tele, las películas aguantan el logotipo de la cadena, y eso que son cultura. ¿Te has fijado que en la publicidad quitan el logotipo de la cadena? Es para lo que de verdad funciona la tele: para ahogarnos en anuncios. Desengañémonos: ha vencido la nueva ideología.
-¿Cuál?
-La ideología del consumismo.
-Ah.
-Bueno. Mañana dejo de ver telediarios y todo eso. Ahorraré luz.
-Inconsecuente. Te vas a ver el partido de fútbol.
-De algo que no sean deudas hay que morirse, amigo.
-De un infarto si tu equipo pierde.
-Apúntame dos y no seas cenizo.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.


(Foto: Gabriel Cualladó)


La extraña que hay en ti, de Neil Jordan (Los ojos de Jodie Foster)


Se habla en esta película de cómo el ser humano actual supera el dolor infligiendo dolor y prefiere efectuar una huida hacia adelante antes que pararse a meditar y a soportar el dolor de la pérdida. Creo que equivocadamente se la ha comparado con las películas de argumento concomitante protagonizadas por Charles Bronson, hace ya muchos años, en que se arrogaba el papel de justiciero y limpiador de basura de las calles. Porque yo no veo en el papel que interpreta Jodie Foster a una justiciera, sino a una persona desnortada, herida, que decide morir matando. De hecho, tras asesinar, se pregunta: "¿Por qué no me tiembla el pulso? ¿Por qué nadie me detiene?" Y en esa llamada al orden que está por encima de todos, en esa llamada de rescate que ella espera que se corporice en un agente de la ley, en un policía, se halla la clave del argumento, pues vemos con sorpresa que esa mujer ha asumido un papel que otros piden - el de luchadora contra los malos- pero que ella no quiere. Y es en el final algo esperado de la película cuando se constata lo que apunto, pues a la vengadora no le queda más remedio que seguir las directrices del agente de la ley y continuar con su papel aunque no lo desea, aunque la empuja a la muerte su deseo de matar. La película puede prestarse a esta lectura. Espero que no la rechacéis de plano. En toda historia de violencia siempre hay ambigüedad. Y más cuando el producto viene de Hollywood. Pero creo que hay que darle a esta película la oportunidad de verla desde otro punto de vista. Quizá los ojos de Jodie Foster, su destacadísima actuación lo requieran.

Raymond Chandler: El largo adiós (4). Ganar cien millones de dólares


Hay un diálogo en la novela que no me resisto a traer aquí. Habla Marlowe con su amigo Bernie Ohls, veterano polícía.


- No hay ninguna manera transparente de ganar cien millones de dólares -dijo Ohls-. Quizá la persona que manda cree que tiene las manos limpias, pero en algún sitio de tejas abajo hay gente a la que se pone contra la pared, hay pequeños negocios que funcionan bien pero les cortan la hierba bajo los pies y tienen que dejarlo y vender por cuatro perras, hay personas decentes que se quedan sin empleo, hay valores en la bolsa que se amañan, hay apoderados que se compran como si fueran un gramo de oro viejo, y hay personas más influyentes y grandes bufetes de abogados que cobran honorarios de cien mil dólares por conseguir que se rechace una ley que quería el ciudadano medio pero no los ricos, en razón de que reduciría sus ingresos. El gran capital es el gran poder y el gran poder acaba usándose mal. Es el sistema. Tal vez sea el mejor que podemos tener, pero de todos modos sigue sin ser mi sueño dorado.
- Hablas como un rojo- dije, sólo para pincharle.
- No sabría qué decir -dijo con desdén-. No me han investigado todavía.


Ésta es la esencia de la novela negra, amigos. Ojos abiertos, denunciar lo que funciona mal, atreverse -la novela se publicó en 1953 -, analizar, ir al meollo de los asuntos.


Nota: Es la segunda vez que leo la novela. La traducción de José Luis López Muñoz es muy destacable, un gran trabajo, digno de su gran nombre y mejor hacer.

Raymond Chandler: El largo adiós (3). Charlando con un multimillonario


Releer a Raymond Chandler es recordar la enorme influencia que su literatura ha tenido y tiene en la obra de otros muchos escritores, de muchísimos guionistas de cine y televisión, en autores de cómics. "El largo adiós" es la mejor novela de Chandler y una de las más importantes del siglo pasado -dentro y fuera del género negro - porque cada detalle está cuidado, porque en ella hay un análisis de la sociedad capitalista que sigue siendo absolutamente útil, porque los personajes nos parecen reales y míticos a la vez (¿de cuántas narraciones podemos decir lo mismo?), porque la sencillez en la escritura y la exactitud de la prosa, que puede parecer al principio escueta y algo cortante, reflejan a la perfección el alma y el pensamiento del hombre que narra, ese detective privado llamado Marlowe que sabe contenerse, que dice pero calla mucho, que mira y actúa con precisión y se esfuerza por no ser demasiado sentimental en un mundo en el que la sentimentalidad se valora como debilidad y flaqueza. Cuando Marlowe charla con un multimillonario que le está leyendo la cartilla, que le amonesta sin alzar la voz y le advierte con exquisito cuidado de no proferir una sola frase amenazadora, vemos que la influencia en las poses, en el discurso, en la disposición de los antagonistas es un modelo que han seguido muchísimos imitadores y alumnos del gran maestro estadounidense después hasta llegar a este momento, año 2007, en el que hay muy pocos narradores puros, innovadores en la narrativa negra, que optan por copiar o por añadir humor y se quedan en el plano sustrato del homenaje evocador pero baldío. Chandler es, aunque suene exagerado, toda una fuente, una corriente él solo, un camino increíblemente ancho y frondoso del que aún no han parado de beber y alimentarse tantos, tantos escritores...

Raymond Chandler: El largo adiós (2). Como en una canción de Pink Floyd


Raymond Chandler era más, mucho más que un escritor de novela negra. Y "El largo adiós" es más, mucho más que una novela negra. Ya he hablado de Marlowe, de la emoción que se instala en el lector siguiendo la historia de Terry Lennox. Después, Marlowe encuentra a un escritor en crisis que guarda un secreto y empuña una botella como su mejor arma destructiva. Está casado con un ángel, una mujer de belleza hipnótica a la que todos se acercan para conseguirla, aunque sólo sea por un rato. Pero el escritor, Roger Wade, le advierte a Marlowe que no malgaste sus energías: sólo podrá hallar al lado de ella el vacío, pues en el vacío vive, nostálgica y algo ida de la realidad, añorando al único hombre al que quiso, que murió durante la segunda guerra mundial y cuyo cuerpo nunca fue hallado, lo que la lleva a tener leves desvaríos que la hacen presentir al muerto -que en su imaginación no está muerto - "cuando voy a un bar tranquilo o estoy en el vestíbulo de un buen hotel a una hora sin movimiento, o en la cubierta de un transatlántico a primera hora de la mañana o ya de noche". Y es que esta novela, para ser bien leída, creo que precisa de un lector que no tema exponer su sensibilidad, que no busque el lugar común, que desee conocer las historias de algunos personajes que le emocionarán, le cogerán de la mano y le harán sentir la soledad, el desengaño, la incomunicación, pero también un hondo deseo de comunicarse, de no estar solo, de confiar en todo el mundo. Chandler escribe en "El largo adiós" sobre lo que no es y pudo haber sido y se quedó muy cerca de serlo: pleno, claro, digno de ser vivido. Como en una canción de Pink Floyd, "Comfortably numb", Chandler nos habla de algo que entrevimos, que sólo captamos en un reojo, que estaba completamente vivo y a nuestro alcance, tan cerca de nosotros que al saber que escapa nos deja una intensa sensación de pérdida, de melancolía, porque nuestra vida podría haber cambiado si lo hubiéramos cogido, si nos hubiera tocado o entrado en nosotros: la vida que estuvo a nuestro lado, que vimos por un instante y desapareció, esa vida que no hemos vivido, que pudimos vivir, que las contradicciones, los miedos, la sociedad nos impidieron vestirnos en nuestra piel. "El largo adiós" es un retablo de seres perdidos que se buscan, de seres que agonizan perdidos en sus indecisiones y sus temores, de seres que actúan y jamás se reconocen en su actuación. Es una novela en la que hay un detective privado y muchas almas insatisfechas y encarnadas en personas que incluso cuando hacen el mal dan lástima y mueven a la compasión. Es una novela, de verdad, irrepetible.


Texto recomendado: En el blog de John Constantine, sobre "El largo adiós", que revela aspectos de la novela que no deben pasar desapercibidos.

Raymond Chandler: El largo adiós


No es fácil que una novela negra te emocione, te emocione hondamente. Y no con disparos, con persecuciones, con escenas de tremendismo y osadía, sino hablando de la amistad. La cima de la novela negra es, para muchos lectores y críticos, "El largo adiós". También para mí. Chandler cuenta la historia de un hombre que ayuda a otro un par de veces, cuando se encuentra en mal estado, borracho y en sus horas más bajas. No le importa saber quién es ese borracho, no le interesa su historia: le ayuda porque quiere hacerlo y quizá porque es un sentimental. Ese hombre es Philip Marlowe, detective privado que puede ser duro pero que es muy humano, muy sensible al sufrimiento de los demás, alguien que sabe ponerse en el lugar del otro y que cuando cree en ese otro lo defiende sin importarle lo que cueste: la cárcel, en su caso. Porque el borracho tiene una esposa rica que aparece muerta y para salir del país recurre a su amigo Marlowe, que nada quiere saber y le lleva en su coche y se convierte en encubridor. Chandler dedica unas valientes, documentadas y reveladoras páginas a hablarnos de la cárcel y sus celadores, de los policías que golpean y son bravucones, de la las leyes y su cumplimiento que le arrebatan a uno por su valor literario y también por su valor de compromiso: qué envidia siente uno de que algunos escritores estadounidenses puedan y sepan hablar con tanto acierto de algunas lacras de nuestras sociedades capitalistas y deshumanizadas.
Por supuesto, hay algo de romántico y de hombre de otro tiempo en la actitud de Marlowe cuando acepta ir a la cárcel y se calla para no perjudicar a un tipo al que nada le debe, con el que ha compartido unos cuantos tragos y algunas conversaciones en las que no han faltado las descalificaciones personales. Un tipo que no le cae del todo bien, porque ha vuelto a casarse con una rica, hija de multimillonario, que lo utiliza como pantalla ante su padre y no se priva de recibir a cuantos amantes le apetece llevarse a la cama. Un tipo que, intuye desde el primer día, sólo puede traerle problemas. Pero en la actitud de Marlowe late una confianza en el género humano, pese a todo, y una afirmación que no podemos pasar por alto: todo hombre se merece una segunda oportunidad. Y que Marlowe sea capaz de ver los errores del otro, sepa tolerarlos es otra lección. El existencialismo también es esto. Marlowe es amigo de un tipo con las dudas y las contradicciones y los errores a flor de piel. Pero esos fallos no le hacen menos amigo de Marlowe, no hacen que Marlowe le valore menos, ni que rehúse ayudarle en un momento muy decisivo. Cuando se entera, aún detenido y ante un agente de la fiscalía del distrito, de que el tipo que era su amigo, Terry Lennox, ha muerto, tras pegarse un tiro en una habitación de hotel, dice Marlowe: "Salí...y cerré la puerta. La cerré tan silenciosamente como si dentro acabara de morirse alguien". Y el lector se emociona, sigue los pasos y los pensamientos no narrados de Marlowe y lamenta con él la pérdida.

(El largo adiós. Raymond Chandler. Cátedra, colección Letras Universales. Edición de Alfredo Arias)


Lectura recomendada: Un gran texto, dedicado a la novela "La búsqueda del absoluto" , de Honoré de Balzac, en la web Solodelibros

Manuel Valle: Raymond Chandler. Alma, corazón y vida


Hay libros que son un premio, un acicate. Este libro, sin duda, lo es. A estas alturas hemos leído mucho y con gran deleite a Raymond Chandler, le hemos considerado un padre, un hermano mayor, un maestro. Ha influido en nuestra manera de entender el cine negro, de leer novela negra, de contemplar a las mujeres, de ver la ley, a los policías, y hasta nos ha ayudado a valorar mejor la amistad. Pero no todo estaba dicho, menos aún en español. Gracias a Manuel Valle, profesor de la Universidad de Granada, podemos querer más y mejor a Raymond Chandler desde ahora. "Alma, corazón y vida" son las tres palabras elegidas por Valle para definir la obra del gran escritor estadounidense. No es casual, no es una equivocación. En casi trescientas páginas, Valle desgrana la obra y la vida de Chandler y de su máxima creación, el detective privado Philip Marlowe, sin duda el más mítico personaje de la novela negra. Y además le dedica a "El largo adiós", la mejor obra del género para muchos (también para mí), nada menos que 80 páginas. Soberbio trabajo, soberbia indagación y soberbios ejemplos los que elige para mostrar sus tesis Manuel Valle, que ha compuesto un libro de una altura asombrosa, digno del mayor reconocimiento, pues no sólo es un ensayo sino que además se lee también como una novela, tan hábilmente están montados cada capítulo y cada idea. Si este libro se hubiera publicado en los Estados Unidos no dudéis de que ya se habría convertido en manual de referencia del mundo chandleriano. Manuel Valle es un sagaz observador, un detective de la letra y el comportamiento humanos. Escribe muy bien -no es baladí apuntar esto en un tiempo y un lugar en que cada vez hay más descuidos en los textos y nadie se acuerda, por mencionar algo, de cómo se usa un vocativo-, estructura mejor y contagia la admiración y el deseo de leer a Raymond Chandler y novela negra. Un trabajo sobresaliente.



(Manuel Valle: El signo de los cuatro. Raymond Chandler. Alma, corazón y vida. Editorial Comares)

Richard Ford: La última oportunidad ( y 5). Crítica


Dicen que hay en esta novela influencias de Ernest Hemingway y de Faulkner. No seré yo quien lo niegue. Si Ford fuera un compositor y en una de sus obras latieran ecos de la grandeza de Mozart y Beethoven, yo creo que nadie se quejaría, empezando por él mismo. Pero sobre todo en esta novela está la mirada llena de piedad de Richard Ford, esa mirada personal, marca de la casa, que le hace inconfundible, dueño de un estilo difícilmente imitable, de una fuerza narrativa grande, palpable, deslumbrante en un relato lleno de seres aislados que quieren dejar de serlo, de hombres y mujeres que desean dinero y poder, que están cerca de la muerte y en la muerte pueden hallar su explicación. "La última oportunidad", no tardaré más en decirlo, es una novela negra maestra, una novela negra que se sitúa en la cima del género, al lado de "El largo adiós", "Cosecha roja" y "El hombre enterrado". Es un hito. Pero, a la vez, es una gran novela que, sin sacar un pie del género, se acerca a ese punto en que habitan las obras maestras de la literatura universal -así lo veía Raymond Carver-, porque Ford nunca baja el tono, nunca deja a los personajes a un lado para ofrecernos acción, nunca enrevesa la trama ni se olvida de que en circunstancias extremas las personas siguen siéndolo, siguen pensando, siguen sintiendo, siguen viendo. No hay demasiada historia en esta novela: abundan las reflexiones, los diálogos en que los personajes muestran sus dudas y su incapacidad para ir más allá de lo que ven y sienten, no falta ningún impasse y no sobra nada: en un mundo que ha vuelto la cara a lo sagrado, Ford nos muestra la vida de varios seres que buscan un sentido a su existencia, que necesitan asentar sus ideas, sus miedos, y que viajan al centro de un espacio en que se sufre por uno y por los demás, en que la confrontación con uno mismo será como un shock del que se sale para siempre con los ojos definitivamente abiertos o definitivamente cerrados. Sufren los personajes, están desnortados, y la mirada de Ford es de piedad, de comprensión, porque si miras a alguien fijamente durante un buen rato es difícil no sentir piedad por él. Elige Ford para esta historia a Harry Quinn, un ex combatiente de Vietnam que no llegó a saber si era mejor vivir con su mujer, abandonarla o que le abandonase, y que ahora intenta redimirse ayudándola a sacar de la cárcel a su hermano. Viaja a México y allí tiene un revólver y espera el dinero que ella traerá para pagar sobornos. Laten ecos de Graham Greene en los capítulos dedicados a las idas y venidas de Quinn por una ciudad en la que hay soldados, mucha pobreza, muchos turistas, mucha violencia que se presiente y acaba por sentirse: la extrañeza del extranjero, las dudas continuas que remiten a un pasado inacabado y sin asimilar emparentan a Quinn con algunos inolvidables personajes del maestro inglés, un autor que se acercó a la novela de acción y nunca ha acabado de ser admitido en el olimpo literario. Pero Ford supera a Greene porque Quinn es más creíble, está visto con mayor profundidad, es un personaje que está en la estela de otros debidos a Dostoievski, como el Raskólnikov de "Crimen y castigo", llenos de amargura sin dirección, de actos que no les satisfacen y les convulsionan hondamente, a la eterna espera de algo que nunca llegará. Y es que Ford escribió este libro como una queja, como una pregunta dirigida a la inmensidad, sin alzar demasiado la voz pero sin poder evitar formularla. Hay desesperación en Quinn como la hay en Raskólnikov, y también hay desagrado y también hay decepción. Richard Ford es un escritor existencialista, le pese a quien le pese, incluso al propio término. Quinn es un personaje ideado para reflejar al hombre de nuestros días, ese que prefiere no pensar, porque si piensa se amarga. Un hombre que merece ser comprendido, pese a su falta de compromiso, de entrega social, ya que se trata de un hombre a la deriva, herido de muerte por la cotidianeidad atomizadora y destructiva de cualquier creencia profunda. Por eso, Ford no escatima fragmentos de necesario lirismo, en los que hay sentimientos, hay contemplación placentera, hay ideas que parten de imágenes del pasado y sirven para conformar el alma de un hombre que se parece mucho a cualquier hombre y que piensa y nos dice con sus palabras algunas cosas que nos rondan, nos explican, nos dibujan con trazos más seguros. Los recuerdos de la infancia, el peso del pasado y los hechos que no tuvieron final aparecen así en la vida de Quinn, a lo largo de la novela, para confirmarle que está vivo, que merece la pena seguir viviendo aunque no sepa para qué le han servido muchos de ellos ni si le servirán en el futuro. Así, tan real como tú o yo, querido lector, ese personaje habita en una novela imprescindible, que da más que tiempo pide, que se queda en la memoria viva y cierta, más acá y más allá del término ficción.


(Foto de Richard Ford: Fred R. Conrad/The New York Times)

Richard Ford: La última oportunidad (4). Somos, sobre todo somos


La sensibilidad, la inteligencia de Richard Ford le dejan a uno asombrado, con la sensación continua de hallarse, mientras lee esta novela, ante un autor verdaderamente mayor, de la estirpe de los más grandes. La novela está construida de una manera sencilla y fácilmente engañosa: ocurren pocas cosas y el tiempo se dilata, se ensancha a la espera de sucesos inevitables que llegarán, con violencia y sangre de por medio, intuimos. Hay poca historia para el lector que busca acción y novedad. Ford ha optado por contar una historia que ocurre durante unos pocos días pero la llena de recuerdos y de otras historias provenientes del pasado de Quinn que transforman la cara de la novela y surten a la historia principal de muchísimos meandros que le sirven para hablar de un gran número de temas: la cobardía, la masculinidad, la soledad, la fidelidad, la niñez, la edad madura, la guerra, el fracaso, la huida. Todos ellos con un denominador común: la insatisfacción, la búsqueda continua de los personajes de un sentido a la vida. Un sentido que parte de la constatación de que nada es trascendente pero tampoco nada es del todo nimio, de que acaso no hay Dios pero la vida tiene horas y días con tanta fuerza y vigencia como la presencia de los planetas en el cielo, de que hay que escapar al dolor aunque eso nos haga más solitarios, vulnerables y pueda volvernos autistas sociales, de que repetimos con nuestras palabras, cuando acertamos a expresarnos bien, una música armónica que suena en nuestro interior siempre -aunque no seamos capaces casi nunca de oírla - y que desea la comunión, el entendimiento, la expresión más certera que nos procurará paz y el orgullo de saber que somos, al menos y sobre todo somos.


Recomendación: En El Cultural de hoy, una entrevista con Belén Gopegui, una escritora esencial que habla como pocos de nuestro tiempo, de nuestra realidad, y que ha publicado una nueva novela: "El padre de Blancanieves".

Richard Ford: La última oportunidad (3). Contar mucho


Tiene una gran ventaja esta novela sobre muchas otras: cuenta sin parar historias, pequeñas y grandes, cuenta constantemente y no sólo se limita a narrar, error que vuelve las novelas pesadas y anacrónicas y las aleja del lugar en que se hallan, liberadas gracias al cine, que es ante todo imagen y narración continuada. Ford detiene el presente y viaja al pasado para contarnos que el padre de Quinn perdió una mano trabajando con una desgranadora John Deere y cómo desde entonces fue más feliz, porque se convirtió en vendedor de desgranadoras, enseñando el muñón, y pudo mantener junto a él a su esposa, que seguramente le habría abandonado de haber seguido llevando su anterior vida. Quinn recuerda que su madre tenía pesadillas sobre la mano del padre y que él lo contemplaba todo desde la altura de sus nueve años. Y dos páginas más adelante se habla de que Rae prefería vivir antes en el Oeste que en Michigan. Y sabemos que Quinn estaba siempre cansado y no hablaba con nadie, algo que a ella le molestaba mucho, porque a veces se encontraba con algún compañero del colegio, por ejemplo, y aun así Quinn seguía anclado en su mutismo. Historias, historias, historias. La novela está llena de historias que invitan a la relectura.


Lectura recomendada: Breve historia del detective privado, en el blog de Francisco Machuca

Rosa Mora

Escribe en El País y de vez en cuando tiene la oportunidad de hablar mucho y bien de novela negra en el suplemento cultural Babelia. Es una mujer, una gran lectora y no la conozco, quede claro. Pero si escribo sobre ella es porque en España no somos muy dados a la loa a los vivos y cercanos, a los que pueden competir en espacio con uno. Vivimos en un mundo prisionero, atemorizado y atemorizador en el que hay que esperar a que la gente se muera para hablar bien de ella (da igual si nos caía bien el finado, la cuestión es sumarse a la actualidad y agregar unas líneas con nuestro nombre al tumulto informativo), un mundo en el que hablar bien del vecino es raro y hablar bien del desconocido aún más, porque queremos ver intereses en todas partes. Yo no tengo esa perspectiva de las cosas y, como me educaron para ser agradecido, quiero traeros aquí a Rosa Mora hoy, que sabe mucho, muchísimo más que yo de novela negra, ese género para el que falta cultura lectora (Francisco González Ledesma dixit) en nuestro país. Este pequeño homenaje a una persona que siempre ha creído en tantos escritores minusvalorados y que nos han dado tantos ratos inolvidables y tantos personajes que viven en nuestra memoria para siempre. Rosa Mora, muy viva y con un texto hoy en el periódico para el que escribe.

Gloria, de John Cassavetes



La mirada de Gloria /Gena Rowlands es de las que quedan, de las que no se borran jamás de la pantalla ni de la mente del espectador. Desde el principio, con la acertadísima música de Bill Conti, que le otorga profundidad y mayor sabor a cada imagen, sabemos que esta película no es una más, no está hecha para ser una más. Cassavetes la rodó con su mujer al frente, mimó cada detalle y cada plano. El niño al que persigue la mafia nos conmueve con su presencia algo agria y cortante, con su figura de hombrecito de pantalón largo y cabeza con pelo aureolado (la escena en que afirma que él es el hombre, es el hombre, es el hombre, resulta sobrecogedora; como otra en que se agarra a Gloria para que no lo abandone). Es una historia policial pero también la historia de un entendimiento a la fuerza, de una mujer que detesta a los niños y de un niño que se queda sin padres y ha de huir pegado a esa mujer. Cuando Gloria dispara con su revólver contra el coche de los mafiosos la película da un vuelco, porque en la cara de Gloria y en su arma hay una rabia profunda, un dolor que sólo podía salir así: con ruido, desesperación, con una agresividad defensiva que derriba cualquier barrera. Quizá el final sea un poco excesivo por su intento de sorprender y arrancarnos una sonrisa, quizá esté algo fuera de lugar, pero creo que sin esta Gloria no habría habido otras Glorias cinematográficas, no sabría hacia dónde haber mirado Ridley Scott, por ejemplo, y no nos sentiríamos todos tan identificados, hombres y mujeres, con un personaje tan necesario y magistralmente creado y expuesto.



Y aquí un par de meditaciones sobre Alberto Ruiz-Gallardón y La vivienda, derecho constitucional

Richard Ford: La última oportunidad (2). Dostoievskiano


Sé que a veces se me puede acusar de ser excesivamente dostoievskiano, pero hay escenas que me remiten al maestro ruso y no puedo evitarlo. Quizá porque de la maldad y del horror de la existencia pocos hablaron como él. Quizá porque en Dostoievski y en Ford late un sentimiento de piedad hacia los personajes que crean en sus libros y porque en su mirada la comprensión nunca falta, la escena que ahora os contaré me parece que ocurre en el México de finales del siglo XX y está escrita por Ford como podría haber surgido de la imaginación de un Dostoievski que viviera en la actualidad. Ésta es la escena: Quinn va en su coche y ve una camioneta de la empresa Pepsi que se ha salido de la carretera y a dos hombres que han cogido botellas -con las que se han llenado los bolsillos y la cintura de los pantalones- del vehículo bebiendo ansiosamente hasta que llega la policía y echan a correr, como niños, por un campo embarrado, huyendo. Cuando llega a la altura de la camioneta, ve Quinn que el conductor está dentro aún, tiene la cara ensangrentada y seguramente está muerto o a punto de morir. Es una escena estremecedora y está contada con una sencillez que la vuelve aún más aterradora. No pensemos en que se trata de México ni que el personaje -y el autor del libro- es estadounidense, porque me temo que la lectura sería muy errónea. Hay un gran simbolismo en ella que escapa a la localización y a la simplificación. Es una escena tremenda, real e infernal a la vez, compone una imagen que jamás olvidará el lector. Y para comprenderla creo que sólo se precisa ver lo que en ella se describe. No se trata de juzgar, sino de sentir, de no olvidar que la mirada de Ford siempre está llena de genuina piedad.



(Foto: Juan Manuel Castro Prieto)

Richard Ford: La última oportunidad


Calificada por Raymond Carver como una novela merecedora de las más altas calificaciones, obra de un maestro de la literatura contemporánea y digna de figurar al lado de "Bajo el volcán", de Malcolm Lowry y "El poder y la gloria", de Graham Greene, "La última oportunidad" no aparece precisamente con letras grandes en la historia de la literatura, acaso porque en ella hay un aroma a novela negra y porque dentro se empuñan armas, se dispara, hay personajes que no responden a la llamada de lo sancionado como clásico. Ay, la historia de siempre: el ninguneo de la novela con acción y movimiento. Pero cuando uno empieza a leer "La última oportunidad" no tiene la sensación de hallarse ante una obra fácilmente catalogable, porque el estilo medido de Ford-que tiene tendencia a la imagen sensible, a un lirismo de la mejor cuña, factores que aplaudo- no está cruzado de rapidez y urgencia sino de buenas descripciones de un México visto por los ojos de un estadounidense que participó en la guerra de Vietnam, lo que sirve para ambientar a la perfección el relato y para que veamos por los ojos del protagonista desde muy pronto, aunque la narración corre a cargo de una tercera persona que nunca se aleja mucho de Harry Quinn, quien para conservar el ánimo tiene que "convencerse de que era él y solamente él", duda existencial que le iguala a muchos coetáneos. Quinn ha ido a Oacaxa para ayudar a una mujer que le abandonó a sacar de la cárcel a su hermano. Quinn anda perdido, dentro y fuera de sí mismo. Quizá por eso está dispuesto a hacer lo que haga falta y ve que está ante una última oportunidad. Richard Ford cuenta cómo Quinn y un abogado mexicano, Bernhart, van a la cárcel a visitar a Sonny y los primeros momentos de excelsitud aparecen: la cárcel y la luz recordada de Vietnam son dos paradas obligadas para la relectura de los párrafos y las páginas que se les dedican y que empiezan a darle la razón a Carver.


Texto Recomendado: Los testamentos traicionados, de Francisco Machuca

Pablo Aranda: Ucrania (y 4). Crítica


Una novela en la que hay historias de amor y de desamparo. En la que hay personajes bien creados -muy bien definidos, magníficamente alzados y continuados-, de esos que se quedan vivamente en la memoria, porque son perfectamente creíbles, identificables. Pablo Aranda es uno de los mejores escritores de aquí y ahora, no una promesa, sino el autor de un libro maduro, exigente, escrito con una solvencia que sobresale, que cautiva. Con mucha inteligencia, Aranda aborda temas muy actuales y eternos -la emigración, el desarraigo, la soledad, la delincuencia, el amor y el desamor, el paso culpable del tiempo- sin elevar la voz, sin querer sorprender y sin recurrir a estratagemas narrativas que al final de la lectura dejarían endeble el edificio narrativo.

Un malagueño se casa con una ucraniana a la que ha conocido por internet. Pero no la toca nunca. Sólo duerme a su lado y la ama y espera. Ella ha dejado en Ucrania a su hijo, en la casa materna. Y desea traérselo a España, es su meta y su mayor, casi su único deseo, lo que crea una distancia evidente e insalvable entre ella y su marido malagueño, un buen hombre, apocado, tímido, acomplejado, que en el instituto quería a una chica y nunca fue capaz ni tan siquiera de sugerirlo. Un personaje aparentemente prototípico que crece ante nuestros ojos, que adquiere vida propia, que nos involucra en sus pensamientos, carencias, miedos y sueños. En torno a él se mueven un hermano mayor muy querido por la madre, que come pipas y masca sus desengaños, unos amigos que no saben si se quieren ni si dejarán nunca de quererse, otros inmigrantes que buscan el dinero fácil, incluso un asesino que mata con una Mauser provista de mirilla. Y Aranda aporta, además de personajes, una escritura valiente, dúctil, que no tiene nada que ver con la frase corta y muy puntuada de los libros escritos para el lector de best seller, sino para el degustador, el aficionado que no se hunde en la repetición estéril, el lector amante de la buena literatura que sabe disfrutar con las frases en que hay unidas primera y tercera persona, con monólogos clarificadores y con la novela de estirpe psicológica.

Y es que, amigos, no me explico cómo después de Cortázar, de Faulkner, de Onetti, la literatura puede ignorar los avances, las profundizaciones, los logros y hallazgos: imaginaos que aún anduviéramos y desdeñásemos los coches, que no hiciésemos fotografías, que no tuviéramos cocina. La mayor parte de la literatura que podemos encontrar en las atestadas librerías obvia los adelantos, los perfeccionamientos, las indagaciones y, metida en su honda caverna reaccionaria y falsamente pura -porque cierta claridad, cierta sencillez no es sino signo de esterilidad y de pereza intelectual y creativa-, se centra en la trama, en los elementos llamativos, pero se olvida de dar un paso más, de arriesgarse, se olvida de que hay aventura en la escritura, de que está hecha para semejantes y no para inferiores: Aranda, valioso escritor que dice deber mucho a la generación del 60, que escribe sobre perdedores, es un vencedor de carrera de fondo, uno de esos autores que construyen su obra por encima del ruido, sabedores de que quedarán, de que lo que hacen es para el ahora y para el futuro. Un escritor de verdad.