Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte




La mejor literatura está hecha con tinta invisible. La mejor literatura está hecha de sugerencias, de actos inacabados, de espacios en blanco. Por ejemplo, la muerte de la perrilla perdiguera de Pascual Duarte. En dos páginas se nos cuentan tantas cosas que parece que ni con la relectura podamos llegar a poder tocar algo más que la superficie de lo dicho. Se nos habla de la relación del hombre con los animales, de la incomunicación, de la maldad inesperada, del dolor de ser y no saber para qué estamos siendo. La magistral concisión de Cela, las imágenes en palabras y la prosa de una musicalidad y una calidad creativa tan alta nos llevan a pensar que no se trata de ficción sino de verdad narrada y se nos encoge el ánimo; nos abruman la maestría y la limpidez y el horror de cuanto se apunta y se deja en suspenso.
Hay tantas novelas negras atestadas de descripciones angustiosas, de situaciones de suspense crudo y a la postre vano, de violencia enfermiza; hay tan pocas en las que encontremos ideas quebradas y bien expuestas, con caminos que se cortan pero siguen existiendo en la mente del lector; hay tan pocas novelas negras escritas en la actualidad que no estén abonadas al más por más y al sumar por sumar que uno no puede resistirse a traer aquí el recuerdo de estas dos páginas de Cela que deberían estar en todas las escuelas secretas de escritores de novela negra.

La última noche, de Spike Lee


Creo que una posible renovación del género negro debería ir por caminos como el que transita esta película de Spike Lee, que no puede adscribirse al género negro pero sí tiene muchos elementos del mismo. Agotada la vía de la investigación, porque la sorpresa final ya es algo manido y demasiado cansino, un juego inocuo, lo mejor sería centrarse en algunos aspectos de la novela negra y el cine negro que permitan ahondar en los sentimientos de las personas, la fractura social, la inevitabilidad de la violencia en según qué lugares y entre determinadas gentes. La última noche se centra en contarnos las últimas horas en libertad de un camello que al que alguien ha delatado y debe ingresar en prisión para cumplir una condena de siete años. Se nos presenta a la perfección el pánico a ingresar en los centros penitenciarios, donde las violaciones y la violencia campan al parecer a sus anchas, denuncia de una situación que no por sabida encuentra jamás remedios satisfactorios: el hombre fuera es un hombre y quizá un animal, dentro de la cárcel no es más que un animal. La angustia del personaje protagonista nos llega y nos hace compadecerle: ¿de verdad se merece tal castigo? 
Con una banda sonora ajustada y de gran vigor, compuesta por un jazzmen muy conocido, Terence Blanchard, se incide en la parte sentimental y se subrayan las emociones de los personajes con mucha calidez y cercanía. Es un trabajo soberbio, de los mejores de los últimos años, con sonidos propios y nada superficiales, deudor a ratos del gran sinfonismo y del melodismo del maestro JohnWilliams. Por otro lado, la interpretación de Edward Norton es de las que no desaparecen nunca de la memoria del buen aficionado, por su gestualidad contenida, su presencia imantadora -a lo Pacino, pero sin los tics de este-, su swing, si puede aceptarse esta palabra al hablar de un actor ante las cámaras.
La apuesta de renovación del género se completa y se engrandece en una escena, cerca del final, cuando al protagonista le rompen la cara. Que el filme desemboque en este punto es algo enteramente plausible, por la presencia de los personajes y por los actos de cada uno. Cierra muy bien -junto al develamiento de la identidad del delator- una historia que muestra la vigencia del género negro y los nuevos caminos por los que puede caminar seguro y victorioso.