Manuel Vázquez Montalbán: La rosa de Alejandría

Creo que "La rosa de Alejandría" es la novela más literaria, más cercana a la perfección del ciclo Carvalho. Vázquez Montalbán nunca estuvo más cerca de hacer lo que pretendía, esa novela-crónica que es hija de un tiempo y define ese tiempo con las armas y las palabras y las verdades y las realidades más inmediatas obtenidas de ese tiempo, en un ejercicio de creatividad casi instantánea y tocado por la gracia de la sugerencia y de la capacidad de síntesis más verdadera. La misma estructura, con esas dos historias que sólo coinciden al final, no aparece en ninguna otra obra del ciclo y demuestra que Vázquez Montalbán se tomaba muy en serio estas novelas de policías y ladrones, pues nunca antes ni después veremos tan claramente a Carvalho actuando de elemento catalizador, en un papel de mirada necesaria, de filtro para acercarnos a una historia de amores antiguos y fracasados con trasfondo de novela negra.
"La rosa de Alejandría" es más una novela de amor que una novela negra. La mitad del libro está dedicada al viaje de un marino, a su alejamiento de una Barcelona en la que ha vivido una historia de amor que se inició en su adolescencia y que sólo ha tomado cuerpo en la edad adulta. El marino huye y se busca, se reboza en los recuerdos morbosamente, medita y mira constantemente dentro, muy dentro de sí, para acabar de comprender qué ha sido de su vida, a qué obedecen los fracasos en las relaciones humanas, qué es el destino, qué el valor y qué ha sido de él, de sí mismo, en tantos años lejos de la mujer a la que quería. Vázquez Montalbán nos cuenta una educación sentimental en "La rosa de Alejandría", nos habla de los hombres y las mujeres que no podían amarse libremente, que se debían a una sociedad y una cultura que impedía el normal desarrollo de los sentimientos, del deseo, del amor. La mujer a la que siempre ha amado el marino se casó con un hombre de posibles, tiró hacia lo que le recomendaban, buscó el refugio del dinero y no se atrevió a buscar el reposo al lado de quien realmente la quería.
Pero los años no pasan en vano, y el autor de esta novela nos recuerda que no somos los mismos con dieciséis o diecisiete años que con cuarenta. La vida nos malea, nos arrastra hacia nuestras más íntimas verdades, la edad las saca a flote y las pone en manos de la oportunidad. La mujer amada de la adolescencia ya no es la mujer a la que amas en la edad adulta. Puede no serlo. No lo es en este caso, que se convierte en criminal porque aún hay quien se siente inocente dueño de su pasado, quien no comprende que el pasado y los sueños del pasado son pura ilusión cuando los enfrentas a la verdad cambiante del presente, a los ojos de quien quizá te amó pero ahora ya sólo te utiliza. Y de la frustración, del desengaño a la destrucción -propia o ajena- hay veces sólo un paso.
Con la narración de los días del marino que no sabe si volver a una Barcelona en la que le espera la realidad de la muerte, Vázquez Montalbán dejó una lección poco asumida por los continuadores de la novela negra española. Abrió ventanas y dejó que la casa del subgénero se ventilara. Nunca fue tan claramente novela con letras mayúsculas. Con la prosa trufada de imágenes poéticas y bien matizadas por un distanciamiento irónico y pudoroso -revelador del arma de artista del propio Vázquez Montalbán, a quien quisimos tanto-, con tantas y tan buenas páginas de literatura para la memoria y para el rescate de momentos que sólo la novela puede fijar y arrancar del olvido -las cortas apariciones del parado que no sirve para ayudar en casa y cuando hay una crisis se refugia en el cuarto de baño; el recorrido por un Águilas presente y un Águilas mítico que pervive en la memoria de Charo, la compañera de Carvalho, mediante las narraciones de su madre-, indicó caminos a los practicantes de la novela negra que no han de obviarse, que siguen abiertos, que a él le aseguraron un lugar en ese sitio al que no siempre van el crítico y el estudioso pero al que siempre regresa el que justifica todo el trabajo del que escribe: el lector.

(Con un saludo para mi amigo José Abad)