Una de las grandes diferencias de las novelas de Alicia Giménez Bartlett con respecto a muchas otras novelas del género reside en la bien asentada ideología de la autora. Y me refiero al hablar de ideología no solo de política, sino también de ideas y conceptos. La escritora albaceteña esparce a lo largo y ancho de sus textos muchas ideas, las sirve mediante inteligentes y realistas diálogos en los que se habla del matrimonio, los hijos, la función pública del poder, la jerarquía, la verdad. la mentira. Y así va haciendo una crónica de nuestro tiempo con estas historias tan bien equilibradas en las que la mitad de las páginas están dedicadas a la investigación de un asesinato y la otra mitad a la vida privada de Garzón y Petra Delicado, los policías. Conforme la serie avanza, conforme suma novelas a ella, la madurez es cada vez más evidente, así como el aplomo, el swing, y el manejo de los distintos elementos más sabio. La facilidad para tratar temas actuales, para que los personajes resulten creíbles, las conversaciones nada formalistas y los casos menos previsibles en su resolución y en su estrategia destacan a Giménez Bartlett y la acercan paso a paso a la consideración de maestra del género, cima en la que hay muy pocos autores, aunque muchos crean estar allí y muchos otros se sientan equivocadamente habitantes fijos.
El silencio de los claustros es una gran novela. Con los mismos materiales con que otros se despeñan por mor del humor mal entendido, el coloquialismo desordenado, la precipitación deductiva o la vana exposición del mundo privado del investigador, Bartlett traza unas líneas lógicas y ata cabos sin retorcer la verosimilitud ni caer en el espectáculo chillón o de cartón piedra, deja pistas fundamentales a la vista de todos con alta pericia, no emborrona ni complica inútilmente y cuaja una buena historia de lo que antes se llamaba denuncia social o realismo crítico que no desmerece al lado de grandes inventos y fabulaciones de lo que llaman literatura seria y sin adjetivos. La imagen final así lo atestigua, y nos remite a escenas de blanco y negro que estaban contaminadas por la manipulación y el interés oscuro y necesitaban una revisión en la época del color y de la libertad de expresión. Dura es Petra en sus análisis sobre ciertas limitaciones religiosas, sobre ciertas congregaciones, y piadosa es la autora en su visión de la salida, la amplitud de miras, el convencimiento de que todo está aún por hacer si se dispone de fuerzas y de deseo de no ser árbol con las raíces hundidas y secas. Con este libro en el que hay un beato momificado, unas monjas voluntariosas, unos monjes precavidos, unos policías modernos, Alicia Giménez Bartlett revisa, medita, narra con una flexibilidad y riqueza de matices magnífica y no utiliza nunca los lugares comunes, los tópicos para el juego hueco y la literatura de ocasión, light: esta es una novela de una de nuestras mejores escritoras, de las más lúcidas y más arriesgadas de hoy en día.