Con Soles negros, Ignacio del Valle se ha puesto al frente de la mejor narrativa negra española. Carece esta de autores con buena prosa y con un estilo literario de alta calidad, pues aún se opta por apostarlo todo al número Hammett o a la liviandad disfrazada en tono ameno. Así, se invierte mucho tiempo en preparar las tramas y se descuida aún más en redactar y decir bien, pese a que toda novela debe cuidar de la misma manera lo que se cuenta y cómo se cuenta. Lorenzo Silva está a veces cerca de conjugar todo lo bueno en una sola cosa, Eugenio Fuentes es cada vez mejor escritor y no tan buen novelista, Juan Madrid y Andreu Martín son maestros con voz propia e indiscutible, Vázquez Montalbán siempre será el referente porque nadie ha mostrado antes ni después tanta clarividencia. Ignacio del Valle se suma a este grupo exquisito, al de la primera división de nuestra novelística negra. Y lo hace porque es un escritor de un gran talento, que narra con las mejores armas de la mejor literatura, con versatilidad y con la limpieza y el entusiasmo que reclama la novela negra de aquí y de ahora que no es epigonal ni mero pasatiempo.
Soles negros se asoma a la cima en la que brillan Los mares del Sur, El inocente, con una escritura de más largo aliento, más literaria y más impregnada de la belleza que aporta el conocimiento de las otras grandes obras, las que no son negras y sí son también alimento para las almas más soñadoras y a la vez más terrestres, más exploradoras. Del Valle escribe muy bien, y me atrevería a decir que en el futuro será unos de los mejores escritores de nuestro país, una referencia, a poco que siga siendo humilde y atrevido, fiel a lo que sabe e inconformista con esto mismo. Las partes dedicadas a la sufriente narración de una niña son de lo mejor que he leído últimamente, dentro y fuera del género. Hay muchas páginas, frases, meditaciones de arrebatadora calidad en Soles negros, una alegría literaria para el lector atento que no suele darse habitualmente en este reino del menos es más por no confesar que nada más puede sumarse, mostrarse. Y su autor es alguien que no intenta vivir del cuento, de la repetición, de la fórmula, que no retuerce el trapo a ver si cae alguna gota más de lo ya probado y tirado y recogido después. No lo digo solo por ambientar la novela en la España de la posguerra, sino por su fino oído y su fina sensibilidad para hablar de lo que todos tenemos delante, de lo que cualquiera puede sentir pero no trasladar con soltura a un papel. La ternura, el odio, la muerte, las luces del día, las interpelaciones a uno mismo aparecen estas páginas manejadas por una mano que no las usa como a piezas fáciles, sometidas, reducidas a un poder cierto y al cabo desdeñoso, sino como a piezas valiosas, a fragmentos con sentido, a vislumbres ciertos y muy comunicativos. Ignacio del Valle, en esta novela negra que tiene quizá más de tragedia en el sentido teatral que de negra en el sentido tradicional, construye con la pericia de los grandes.
Pero aquí cabe empezar ya con las objeciones: delimitado el mundo de la novela, habría que pedirle a su creador que escapase de algunos lugares comunes en las caracterizaciones de los personajes, de imágenes demasiado cinematográficas, de diálogos demasiado elevados que no resultan verosímiles, un contrapeso que ahoga la verdad de lo común, el mayor valor de esta historia, que cuando se aleja del mejor realismo se equivoca buscando lo trascendente mediante lo elevado de la palabra. Hay tantas instantáneas relevantes de una época y de unas gentes, de sus pesares, miserias, anhelos y contadas alegrías que parece evidente qué brilla con más fuerza en el texto, qué fuerzas son las más recomendables para el uso de quien está narrando.
Notable novela, con apuntes magistrales y cimas sobresalientes, Soles negros es el fruto sólido de un autor que se ha plantado en el centro de lo mejor que la narrativa de ahora puede ofrecer.