Hubo un tiempo en que se escribían novelas para presentarlas como armas porque se tenía claro cuál era el enemigo: una dictadura, una sociedad injusta, una institución opresiva. Entonces se sumaban muchos a la loa y la defensa (aun a media voz), se alentaba al autor a decir las verdades que en la literatura tan bien se expresaban y cristalizaban. Hubo un tiempo en que se escribía arriesgando mucho, dando lo poco que se tenía, que era todo, en beneficio no solo del autor y de sus elegidos lectores sino de todo un colectivo, toda una masa, esa masa que tanto se ha despreciado, vilipendiado, manipulado después cuando aparentemente el conflicto había acabado, la democracia se había restaurado, el capitalismo había vuelto a ser el pacificador y creador de sueños. Hubo un tiempo en que resultaba creíble que un tipo con una bomba en un maletín fuera defensor de todo lo bueno y de todos los buenos oprimidos, fuera el que se sacrificaba para despejar brumas y abrir nuevos horizontes que beneficiaran a casi todos, porque entonces casi todos eran muchos y se sabían integrantes, porciones vivas de lo que alimenta, sustenta una sociedad. En ese tiempo había novelas como País portátil, de Adriano González León, que eran arma, literatura, amor y afán de destrucción y reconstrucción y encarnaban algo noble, pujante, de verdad libre y de verdad valioso. Muchos años después, ya se buscan otras lecturas de libros como este, se los mira con condescendencia, se los acusa de ser demasiado directos, demasiado políticos, y para no dejarlos caer y no negar del todo su innegable valor se los lee con ojos actuales en los que ya no hay chispa más que para el erotismo y el desdén por el pasado cercano que se quiere presentar ya como muy remoto. Cómo no ver la creatividad inmensa de las páginas que están escritas con largas tiradas de puntuación libre y cómo no ver el lirismo genuino de esas otras en que el que ama siente que es más porque es mirado, porque es tocado, porque es acompañado, porque es acariciado por quien no cree merecer. Cómo no ver la crítica acerada a los que tuvieron galones y guerrearon y luego mandaron sobre hombres y sobre todas las mujeres, que eran para ellos objetos de obligada reverencia y aceptación. Cómo no ver la desilusión tan bien expresada por quienes luchan y exponen sus vidas sabiendo que no habrá más recompensa que un disparo en el pecho o en la cabeza después de las reuniones, la pegada de carteles, los mítines instantáneos. Cómo no ver que hay tanta vida ahí, que hubo tanto malgasto, que se cambió tanto para volver luego al punto de partida y al disfraz y la persuasión para que los amos sigan siendo los mismos de siempre, los mentirosos los ganadores y los usurpadores los rostros más conocidos. Cómo no ver todo eso y querer negar que este es un gran libro, una novela de alta categoría que ya no se encuentra en ningún catálogo editorial y quizá por eso, por seguir viva y libre, no ha claudicado nunca.